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Authors: Bjarne Reuter

Tags: #Aventuras, histórico

El Embustero de Umbría (9 page)

BOOK: El Embustero de Umbría
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Giuseppe se humedeció la palma de las manos y se atusó los escasos cabellos.

—Me llamo Giotto —susurró— y, a semejanza de san Francisco, también yo he renunciado a mis bienes terrenos y, como Francisco, visto pobremente.

—Eso último es cierto.

—Acabo de volver de un viaje de evangelización a tierras remotas, y en el camino he recogido a un niño abandonado por la peste. Veo que se acercan tiempos más halagüeños.

Se lavó la cara en el agua del río y estuvo ensayando la frase que iba a decir cuando se hallara frente al abad.

—Soy un peregrino, padre, aunque no vengo del extranjero, sino de Umbría.

Así tenía que decirlo. De manera simple y sencilla, con el debido aire de agradecimiento. No podía ser muy complicado.

—Es una gran alegría para mí visitar un convento tan magnífico como éste.

Se secó los labios y escupió. El convento estaba en un paraje hermoso, pero distaba de ser magnífico. Procuraría no hablar más de lo necesario: aquellos monjes eran conocidos por su lengua lisonjera, y no tenían dificultad en reconocerla en boca de otros.

Dio unas vigorosas paladas para acercarse a la orilla, donde los tres franciscanos habían echado sus aparejos.

Ellos lo miraron, expectantes. El más rechoncho le dio la bienvenida con una sonrisa cálida.

—Pax et bonum
! —gritó.

Alentado al oír que le deseaban paz y bienestar, Giuseppe se puso de pie en la embarcación, que se balanceó amenazadoramente bajo su peso.

—Soy un peregrino… —comenzó.

En aquel momento, la vieja lancha se hundió.

Giuseppe se quedó mirando al agua, que rápidamente subió hasta la altura de su pecho, y con el niño en el hombro continuó recitando la letanía aprendida, hasta que el agua le cubrió la cabeza.

7

Se habla de un bautizo, y Giuseppe empieza
un capítulo más de esa vida que no comprende

La celda del convento era, como cabía esperar, de lo más espartana. Pertenecía al albergue para peregrinos, cuatro celdillas en total, todas ellas vacías.

El novicio que ayudó a orientarse a Giuseppe se divirtió hablando de un zorro que había tenido su madriguera precisamente debajo de aquella celda. El comentario guardaba relación con el olor a orines de zorro, que impregnaba el edificio.

—Espero que te encuentres a gusto, hermano.

—Te lo agradezco, pues he conocido sitios peores —murmuró Giuseppe, que pocas veces había sido más sincero.

Pero para el día siguiente ya le habían asignado otra celda donde olía mejor. Había allí un camastro con un colchón de paja, una mesa y una ventanita con vistas al río, y pasados unos días se había acostumbrado tanto a aquella pequeña abadía que empezó a participar en el trabajo de la cocina, junto con los dos sirvientes fijos.

A pesar de sus reducidas dimensiones, el convento estaba dispuesto según los mismos planos de todos los demás conventos: hacia el norte estaba la iglesia; al este, la sacristía, la sala capitular, los dormitorios y una pequeña biblioteca. Hacia el sur estaban el refectorio y la cocina. Además del albergue para peregrinos, la herrería y la sala de baños, que daban al oeste.

El abad, un hombre grande y vigoroso, había buscado una nodriza para el recién nacido, quien, por lo que veía Giuseppe, crecía robusto. En todo el monasterio reinaba un ambiente alegre, casi jovial, que Giuseppe atribuyó al campechano abad, el cual tenía propensión al canto y a disfrutar con la comida. Además, como no había viajado más allá de Pisa, prestaba gran atención a las historias del mundo exterior a Toscana. Después de las horas canónicas, él y Giuseppe se reunían en el huerto, debajo del limonero, donde Giuseppe —que se presentó como Giotto de Umbría— hablaba de sus viajes por el extranjero. Así fue como relató la historia del nieto de un cruzado que conoció en su primer viaje a Egipto.

—Aquel hombre había sido huésped en el palacio del sultán Malek —explicó.

—¿No sería el infiel Malek, el mismo al que san Francisco trató de convertir?

—Tan cierto como que estoy aquí, abad. Tan cierto como que estoy aquí.

El monje le agarró la mano.

—Noto su presencia, Giotto. Noto por medio de ti la presencia de Francisco.

—No eres el primero que la siente.

—Giotto. —Los ojos del abad miraron fijamente las hojas marchitas del limonero—. Esta noche voy a convocar a todos los hermanos. Tienen que saber de quién hemos recibido visita.

—No veo razón para agasajarme.

—Si he de decir la verdad, Giotto, se lo mencioné al mayor de los hermanos justo después de que llegaras. Le dije: «Ese hombre lleva encima una pesada losa»; porque se te nota. Tu humildad ha de ser un modelo para nosotros.

—No sé qué decir —murmuró Giuseppe.

—Bueno, ya se te ocurrirá algo, embustero.

—No soy más que un viajero al servicio de la fantasía.

—No, si antes deponerse el sol habrás visto hasta al Todopoderoso en forma de zarza ardiente.

—La idea no es mala, pero con esas cosas pasa como con las especias: pueden fácilmente echar a perder la comida si no se sabe dosificarlas.

—No es asunto mío, como dijo el calvo al encontrar un peine. ¿Es que no te queda vergüenza, Seppe?

—Naturalmente, pero ¿qué mal puede haber en alegrar a tus hermanos con una historia?

—La fantasía es hermana de la mentira.

—Seré prudente. Pero, como sabes, cuanto más ingenuo es el oído, más ágil se vuelve la lengua.

—Y la tuya es tan ágil como una serpiente en el fango.

—Que te lleve el demonio, Rinaldo. Eres el más viscoso de los gusanos.

Aquella noche, el abad reunió a todos los hermanos para cantar el salmo
Hermano sol
, escrito por Francisco de Asís cuando, ya viejo, se quedó ciego. Después tomó la palabra el hermano Giotto, y en términos dramáticos relató el mayor prodigio de su vida: la vez que, de niño, vio cómo un olivo empezaba a arder por sí solo.

Cierra la puerta de la celda y mira al niño, que está sobre una piel de cordero, jugueteando con los dedos del pie. Ya no necesita mamar, y lo cuidan a turnos los hermanos, pero sobre todo él, que no tiene empacho en autodenominarse abuelo.

Posa la mano sobre la mejilla rechoncha. Nota el calor, pero por encima de todo el sosiego. «Corro un gran riesgo con el que no contaba —piensa—, porque me estoy haciendo más dependiente de él que él de mí. Nos miramos uno al otro con los mismos ojos, y lo que vemos es una persona nueva. Por ejemplo, él no ve al embustero de Umbría, sino al bueno de Giotto, que lo salvó de morir ahogado. Y yo, viejo hipócrita, siento calor al verme con los ojos del niño. Tal vez me salvara a mí mismo en el río. Al Giuseppe converso, al recatado Giotto. Cómo me gusta ese tipo de fantasías. Me siento casi ingrávido y puedo seguir así durante horas, aunque el sabor de boca va haciéndose cada vez más metálico.»

Solía llevar al niño al río. La primera vez fue para comprobar si quedaba en su memoria algún recuerdo del agua que casi le arrebata la vida. El fenómeno no era desconocido. Cuanto más probaban los críos el cinto, más hábiles se tornaban con dicha herramienta cuando de mayores castigaban a su propia descendencia.

Giuseppe dejó al pequeño en la barca para decidir si quedaba alguna cuenta por saldar entre él y el río.

Parecía que no. El niño, a quien habían apodado Piccolino, era un diablillo alegre que se tomaba la vida como llegaba. Incluso cuando Giuseppe lo levantó por encima de la borda y metió sus piececitos regordetes en el agua, el crío se puso loco de alegría, y sus risas se oyeron desde lo alto de las montañas. Después Giuseppe saltó, y se quedó cubierto hasta las caderas mientras sumergía a Piccolino en la fresca corriente. El niño ya no se mostró tan alegre, porque el agua del río estaba fría en aquella época del año.

—Nada, pequeño —le ordenó Giuseppe, y soltó el cuerpo desnudo, que se fue al fondo como una piedra.

Lo sacó a la superficie. El crío jadeaba y parpadeaba.

—Si quieres sobrevivir, tendrás que hacer un esfuerzo. Es una verdad que habrás de aprender tarde o temprano. Por suerte, en el arte de la supervivencia cuentas con el mejor maestro, pues tu abuelo ha esquivado repetidas veces a la muerte.

El niño lo miró con expresión triste y de pronto se echó a llorar.

—Pero ¿quieres comportarte? ¿Así es como me lo agradeces? ¿Cuándo ha hecho mal a nadie un poco de agua?

Depositó al pequeño en la lancha.

—El agua no está más fría para tu piel que para la mía, ¿verdad? ¿Acaso gimoteo yo?

Remó hasta llevar la embarcación a donde el sol conservaba aún algo de fuerza. El cielo tenía un color azul de invierno, pero los árboles y arbustos ardían con tonos rojos y amarillos, el viento era apacible y el agua fresca. En un día como aquél resultaba difícil no gozar de la vida.

Giuseppe levantó al niño para que pudiera ver aquella maravilla. Pero las lágrimas seguían manando.

—Mira lo regordete que te estás poniendo, tus muslos son como los de una matrona y tu panza es como la de un cardenal. ¿Cómo puedes no ser feliz cuando tu vida consiste en comer y cagarte en los calzones? Y encima tienes a alguien para limpiarte después.

Sacudió la cabeza, pero se apiadó y estrechó al niño contra sí; enseguida notó los latidos del pequeño corazón, y el cuerpo temblando. Después de todo, tal vez guardara aún un recuerdo de casi haber muerto ahogado. ¿Quizá permanecería con él hasta el fin de sus días, ensombreciendo su vida? ¿En quién iba a confiar, sin tener madre ni padre? ¿En los frailes? ¿En el abad? ¿En el novicio?

—En el abuelo —dijo Giuseppe—, que es el abuelo más listo de Toscana. ¿Me oyes, Piccolino? Mírame y deja de berrear, no es propio de un chico, y casi has recuperado el calor. El abuelo va a enseñarte cuanto sabe; tú sólo tienes que absorberlo todo. Cuando tus miembros crezcan y te hagas grande y fuerte, saldremos de noche; entonces verás lo que oculta el mantillo, auténticas fortunas que no puedes imaginar. Pero recuerda: nunca a la luz de la luna.

El pequeño lo miraba fijamente. Una gran sonrisa sin dientes se extendió por el rostro redondo. Giuseppe se quedó en silencio y estuvo un buen rato contemplando aquellos ojos azul oscuro.

—Cuánta confianza —susurró—, cuánta confianza hay en el mundo. No hay como la confianza, porque no puede comprarse con florines ni explicarse con palabras. Es algo innato, exactamente igual que el instinto de chupar o la facultad de reír.

Estampó con cuidado un beso en la frente del chiquillo.

—¿Te ha gustado, Piccolino? Sí, te ha gustado, se te nota. Los brazos y las piernas no paran quietos. Menuda energía tienes. Comprendo que te sientas animado. Pero atiende, porque vas a llevar mi nombre. Vas a llamarte Pagamino.

Se inclinó sobre la borda, tomó algo de agua en la mano y la vertió sobre la cabeza del niño.

—Yo te bautizo Pagamino —murmuró—, y como eres tan pequeño, tu nombre completo será Piccolino Pagamino.

El crío parpadeó.

—¿Me oís, altas montañas? —gritó Giuseppe—. ¡El chico se llama Piccolino Pagamino!

Las palabras encontraron enseguida un eco triple.

Giuseppe rió y repitió el nombre.

—Suena como una flauta, como una actuación de saltimbanquis o como una copla burlona: Piccolino, Piccolino, Piccolino Pagamino. ¿Me oís, altas montañas?

—Te oigo, hipócrita.

—Tú no cuentas, Rinaldo. Largo, voz sepulcral.

—Menudo bautizo acabo de presenciar. Menuda infamia.

—¿No soy acaso el padre del niño? ¿No soy acaso su familiar más cercano?

—Lo único que has hecho ha sido sacarlo del río con la esperanza de poder calcular el precio de la libra de carne en el futuro. Que te conozco, Seppe.

—Todo eso está olvidado. Tendrá una infancia radiante.

—¿Como profanador de tumbas?

—Como médico.

—Supongo que tú serás su maestro, ¿no?

—¿Conoces alguno mejor?

—Entonces, ¿porqué no lo metemos ya en la escuela para cretinos?

Giuseppe vistió al niño.

—La primera lección es la siguiente: no escuches jamás a Rinaldo; es más falso que una víbora y más arrogante que un gallo. Por el contrario, haz siempre lo que te diga tu abuelo. Ya sé que no puedes responder, pero por los movimientos de tus brazos puedo ver que agradeces el nuevo nombre. Te convertirás en un hombre acomodado, un hombre orgulloso, y la gente dirá: «¡Mirad! Ahí va el joven Pagamino, cuyo abuelo estudió en Salerno.»

Horas más tarde, Giuseppe tumbó al niño en la cama. Había decidido que en adelante la educación de Piccolino no iba a estar en manos de los demás frailes.

—No quisiera verte de novicio, con la coronilla tonsurada y una sonrisa cicatera. Prefiero contarte la historia del mundo, pues te pertenece. Desde Roma hasta Damasco, pasando por las arenas del desierto hasta el reino de los mongoles. No seas mezquino, sírvete cuando la mesa esté rebosante.

Así fue como empezaron las primeras lecciones de la educación de Piccolino, a la hora del crepúsculo, en las que el orgulloso abuelo hablaba a veces del cielo divino, el Anticristo con pezuñas y la gente. Había historias sobre las cosas buenas e historias sobre las cosas malas, pero la mayoría giraban en torno a cavar. Algunas veces Giuseppe se demoraba en el Jardín del Edén, que según los eruditos debía de encontrarse en algún lugar entre el Tigris y el Éufrates. Él no opinaba lo mismo, porque en el Paraíso huele a vainilla dulce y uno va vestido con camisa recién lavada, circunstancias que no se daban en el pedazo de tierra entre el Tigris y el Éufrates, que era un lugar más bien sucio. En cuanto al infierno, las descripciones eran mucho más nítidas, pues el infierno estaba bajo la catedral de Lucca.

Pero también le contaba aventuras de Túnez, Córdoba y Sicilia, y algunas de ellas eran tan desgarradoras que el narrador rompía a llorar. El hecho de que el pequeño enseguida hiciera lo mismo le daba a Giuseppe la seguridad de que había comprendido todas las palabras, y prometía a su nieto que habían de navegar juntos por el Nilo y ver la hermosura de El Cairo.

—Allí verás banquetes y hospitalidad de verdad, y en cuanto a los burdeles… pero no vamos a entrar en eso, porque es hora de tus oraciones. Aquí tienes al pequeño Seppe, que ya está dormido, porque es un niño formal.

Seppe era un muñeco de madera que Giuseppe había tallado, lijado y pulido a partir de la raíz de un platanero, y que al final parecía un niño pequeño. Piccolino tenía la costumbre de chupar la cabeza del muñeco hasta caer dormido.

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