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Authors: Michael Ende

El espejo en el espejo (3 page)

BOOK: El espejo en el espejo
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—Sí —murmura éste, apurado—, como una hamaca, ¿verdad?

El estudiante mira también debajo de la mesa y las sillas. Huellas de diminutas patitas recorren por todas partes el polvo, seguramente de cochinillas o escarabajos.

—¿Le apetece un trago? —pregunta el viejo criado tendiendo la botella al estudiante.

—Este espectáculo le da a uno sed, ¿no le parece?

El estudiante huele la botella y se echa para atrás bruscamente.

—Dios santo, ¿qué es esto?

—Vinagre —explica el viejo mostrando de pronto su antigua dignidad grave—, vinagre y hiel. Una mezcla famosa. Pone sobrio. El único medio de volver una y otra vez a la razón en esta situación delirante. Como ve, soy un bebedor al revés. Uno se acostumbra a todo. Usted también terminará por acostumbrarse.

—No lo creo —responde el estudiante—. Y tampoco me acostumbro a la maldita inseguridad de no saber lo que va a pasar conmigo y mi habitación.

—Oh —dice el viejo sonriendo afligido—, esto es sólo el principio. Pero, a decir verdad, yo tampoco había contado con que las cosas se prolongasen tanto. Realmente creía que se abriría el testamento del difunto señor y sabría a qué atenerme.

—¿Qué se ha interpuesto, en realidad?

El viejo toma un trago.

—En realidad no se ha interpuesto nada —cierra la botella con el corcho y la guarda.

El estudiante camina despacio alrededor de la larga mesa mirando una tras otra las caras empolvadas de los herederos. Sopla a uno de ellos y una nube de polvo se eleva.

Suspirando, se sienta en un sofá tapizado en damasco que inmediatamente se desmorona.

Se levanta penosamente, sacudiéndose el polvo.

—No pueden seguir así durante mucho tiempo —dice—, si ha de quedar algo.

—Eso mismo opino yo —comenta el criado pasándole por encima el plumero.

—¿Cuánto tiempo cree usted que tardarán aún?

—Eso es difícil de saber. Quizás poco, quizás mucho.

—Pero de momento puedo contar con conservar mi buhardilla durante un tiempo, ¿verdad?

—Yo no me fiaría, joven.

—¡Vaya mierda! —dice el estudiante suavemente—. Es verdaderamente estúpido estar así en el aire.

El viejo se ríe otra vez tosiendo.

—Todos estamos en el aire, usted, los herederos, sus familiares, yo incluso —hace un gesto alrededor de su cuello como si colgase de una soga—. Y a uno se le enfrían los pies con tanta facilidad —vuelve a toser.

—¿Los herederos? —pregunta el estudiante—. ¿Por qué ellos?

—Bueno, los señores tampoco saben qué actitud adoptar los unos con los otros, con quién aliarse y con quién no. Cada uno puede llegar a ser alguna vez importante para el otro, ninguno puede permitirse enemistarse del todo con el otro. Así que se odian en silencio y se observan mutuamente con ojos como bocas de revólver. Lo peor es que cada uno ha traído un sinnúmero de familiares que se instalan en todas las habitaciones de la casa. Y no estamos preparados para acoger a tantos huéspedes. Así que en las salas inferiores ellos han construido ya chozas y bungalows, para ello han demolido valiosos muebles antiguos y arrancado tablones del entarimado. Últimamente organizan incluso fuegos sobre el parquet para hacer sus comidas. Las conducciones eléctricas de la casa se mostraron completamente insuficientes para resistir todas las estufas, placas, aparatos de radio, televisores y qué sé yo. Cualquier día tendremos el más terrible incendio. Yo voy de un lado a otro suplicando a la gente, pero todos me dicen: ¿Por qué yo precisamente? Nadie quiere restringirse si no lo hacen antes los demás. Al principio todo se consideraba provisional, pero entre tanto los señores se han instalado confortablemente en esta situación provisional. Es para llorar.

El viejo se saca un pañuelo mugriento y se limpia la nariz.

—De todo esto —dice el estudiante, aturdido— no había notado casi nada, excepto que a veces se iba la luz.

—Hasta qué extremo estoy yo mismo en el aire —prosigue el viejo con voz lastimera— es algo que usted apenas puede imáginar, querido joven. Todos los señores me consideran su criado personal: ¡Haga esto! ¡Tráigame aquello! ¡Pero que sea de prisa! Y yo no puedo defenderme porque cada uno puede convertirse en el nuevo amo. ¡Sencillamente, no doy abasto ya! Piense que me utilizan para espiarse los unos a los otros. Y yo no puedo enojar a ninguno. Y esto a un hombre acostumbrado a vivir desde el pensamiento, desde la razón. Es el infierno.

El viejo se seca los ojos con el pañuelo.

—Pero ¿qué sucederá cuando se arregle la situación? ¿Qué será entonces de mí? ¡Dígamelo! ¿Podré conservar mi puesto? ¿Me pagarán al menos por este trabajo sobrehumano? ¿O me echarán finalmente a la calle a pesar de todos mis esfuerzos, viejo y achacoso como estoy? Esta espada de Damocles sobre mi cabeza paraliza, como usted comprenderá, mis ganas de trabajar. ¡Y precisamente por eso ayudo a que se rompa el cabello del que pende esa espada! ¡Los seres humanos son crueles! ¡Joven, tiene ante usted a un desesperado!

Sollozando, el viejo se apoya en el pecho del estudiante. Este le acaricia confuso y murmura:

—En realidad debería estar trabajando, pero en los últimos días y noches he estudiado tan intensamente que quizás me venga bien un poco de ejercicio. Así que si puedo echarle una mano, entonces…

El viejo criado se consuela en seguida.

—Por supuesto —dice—, el trabajo físico es muy sano, casi tanto como dormir. ¡Tome el plumero y vaya empezando ya! ¡Pero con cuidado, por favor! ¡No rompa nada!

Camina hacia la puerta, se vuelve y dice severo:

—Pasaré más tarde para ver si has trabajado como es debido. ¡Así que esfuérzate, muchacho, si no me vas a conocer! Hale, ¿a qué esperas?

El viejo sale y el estudiante le sigue asombrado con la mirada. Luego se encoge de hombros sonriendo débilmente y empieza a quitar el polvo con el plumero. Envuelto en una nube de polvo se detiene tosiendo y queda sumido en cavilaciones.

—Un momento —murmura—, ¿cómo era aquello? Tengo que escribirlo…

Se dirige a la mesa alrededor de la que están sentados los herederos inmóviles y empieza a escribir en el polvo con el dedo.

—d sigma elevado al cuadrado igual a c al cuadrado dt al cuadrado…, si introducimos la coordenada imaginaria del tiempo raíz de menos uno ct igual a x cuatro, entonces, según la ley de la constancia de la expansión de la luz ds al cuadrado igual a dx uno al cuadrado más dx tres al cuadrado más dx cuatro al cuadrado igual a cero…

Acerca una silla a la larga mesa, se sienta entre dos herederos, apoya la cabeza en la mano y sigue haciendo cálculos.

—Puesto que esta fórmula expresa un hecho real, la fórmula ds tiene que tener también un significado real, incluso cuando los puntos vecinos del continuo cuatridimensional espacio—temporal se encuentran de tal manera que ds desaparece…, no, alto, no desaparece…, no desaparece…, no…

Su cabeza desciende lentamente sobre el tablero de la mesa y con la mejilla sobre las fórmulas escritas en el polvo duerme tranquilo y respirando profundamente como un niño.

L
a catedral de la estación se alzaba sobre una gran roca de color pizarra que flotaba por el espacio crepuscular vacío.

Había aún otras islas similares, mayores o menores, que pasaban volando a diferentes distancias, algunas tan lejos que no se podía distinguir lo que sucedía sobre ellas, otras lo bastante cerca para poder hacerles señales. Algunas tenían la misma velocidad, permanecían, por lo tanto, siempre igual de alejadas entre sí, otras avanzaban más despacio o más de prisa, de manera que se adelantaban o quedaban atrás hasta que se perdían de vista. La mayoría parecían deshabitadas o estaban oscuras, en todo caso sólo unas pocas estaban iluminadas, como aquella sobre la que estaba la catedral de la estación, una construcción babilónica de desconcertantes dimensiones, lejos aún de estar terminada, como demostraban los numerosos andamios. A través de los muros calados en filigrana resplandecía y centelleaba la luz. Música de órgano sonaba del interior.

Un altavoz tronó: «¡Atención! ¡Atención! ¡Viajeros con enlace! El tren suplente procedente de d sigma elevado al cuadrado hará su entrada por la vía ct a las t más dt según el horario previsto…»

Por la nave del andén iban y venían masas humanas grises, pasaban formando ríos apretados llevando cargas, gritando, gesticulando y trabándose. Aquí y allá había grupos sentados en el suelo o sobre montañas de equipaje, cajas, cajones y paquetes atados provisionalmente. Toda aquella gente estaba vestida con andrajos sucios, chusma harapienta y mendigos piojosos, legañosos, cubiertos de costras, desastrados. Sin embargo, las cestas, las maletas y los sacos que llevaban consigo rebosaban de billetes de banco. Carros de equipaje que eran empujados trabajosamente entre ellos estaban cargados hasta arriba con pilas de fajos de billetes.

En el borde extremo de un andén, donde se abría una nave al exterior y una docena de vías salía al espacio vacío, un bombero miraba el trajín con ojos perplejos. Llevaba un uniforme azud oscuro con relucientes botones de latón, el casco con el cubrenuca de cuero sobre la cabeza, la rutilante hacha niquelada en la funda del cinturón. Un grueso bigote negro adornaba su labio superior.

Muy cerca de él, una mujer joven flaca se afanaba con una gran bolsa de viaje que apenas podía arrastrar. Vestía una especie de traje de penitente, un hábito de monje de pesada tela negra toda rota. La capucha enmarcaba una delgada cara pálida, ascética, con ojos ardientes.

El bombero se acercó a la joven.

—¿Me permite? —preguntó—. ¿Puedo ayudarla?

Ella accedió asombrada a que de cogiese da bolsa y se la cargase al hombro.

—¿A dónde vamos?

—¿Oye el órgano? —dijo ella—. Pronto será mi turno. He de ir a las taquillas.

Él fue por delante, pasó por encima de algunas figuras miserables que dormían en el suelo con la cabeza sobre fajos de billetes.

—¿Qué es esto? —gritó volviéndose—, quiero decir, ¿cómo se llama la estación?

—Estación de paso —contestó ella.

—¿Ah? dijo él mirándola de reojo, pues con el ruido no estaba seguro de haber comprendido bien—. ¿Para usted también? Yo sólo estoy aquí de paso, ¡gracias a Dios! Sólo hago aquí transbordo.

—Eso se lo creen todos —contestó ella—, yo también lo creía. Pero la estación de paso es la estación terminal, al menos mientras no cese el jadeo éste. Y no cesa. No cesa.

El altavoz tronó: «Trece mil setecientos once…, trece mil setecientos diez…»

Un grupo de seres como espantapájaros se abrió paso entre ellos separándoles. Cuando la joven regresó braceando a donde estaba él, dijo atropelladamente:

—No llegaremos nunca. Ninguno de los que estamos aquí. Eso lo sabe usted tan bien como yo, ¿verdad?

—¿Qué he de saber? —preguntó él, cargándose la pesada bolsa de viaje sobre el otro hombro—, yo no sé nada.

—Que no llega ni sale ningún tren. ¡Es todo mentira!

—¡Tonterías! —respondió él—, yo he llegado hace poco y no tengo la intención de quedarme. Aquí no se me ha perdido nada.

Ella soltó una risita descorazonada.

—¿De verdad? Eso ya se verá. ¿A dónde va usted?

—A una fiesta —dijo inseguro—, un desfile o algo así…, van a darme una condecoración…, creo —un poco irritado, concluyó—: Perdone, pero esto no es cosa suya.

Ambos fueron empujados de un dado a otro por dos mendigos y la joven se agarró a su brazo.

—¡Nadie llegará! —le chilló al oído—, ¡Nadie! ¡Nadie!

Tuvieron que esquivar un carro de hierro de ruedas chirriantes que empujaba hacia ellos un sujeto gigantesco, calvo, con la cabeza cubierta de pústulas. Sobre el carro había un ataúd azul celeste de niño. La tapa estaba entreabierta, el ataúd rebosaba billetes de banco. El bombero se quedó mirándolo perplejo y con la mano libre se quitó de la frente el sudor que le brotó de repente. Siguió caminando a prisa y apartó a su vez sin contemplaciones a un grupo de hambrientos.

Él y la joven habían alcanzado casi el gran arco que formaba la entrada a la nave de taquillas. La música de órgano era aquí tan fuerte que resultaba difícil entenderse. Cuando cesó un instante, él dijo:

—¿Sabe una cosa? Estoy oyendo el tictac del despertador en su bolsa de viaje.

Ella palideció aún más.

—No es un despertador —repuso secamente.

«Doce mil novecientos tres…», tronó el altavoz, «doce mil novecientos dos:.., doce mil novecientos uno…».

Tras abrirse paso hasta la nave de taquillas a través de un río de gente, el bombero colocó la bolsa de viaje en el suelo. Estaban uno junto ad otro, apretados contra un pilar del arco de la entrada.

La nave de las taquillas era gigantesca y se perdía hacia arriba en la oscuridad. En el lado izquierdo había una especie de ábside, a la derecha, a media altura, una planta intermedia sobre la que se erguía, grande como una montaña, el órgano. En lo alto del ábside figuraba en lugar del rosetón un gran reloj cuya esfera estaba iluminada por dentro, pero faltaban las manecillas. Debajo, sobre un plano elevado, estaba el altar, en cuyo centro se alzaba el tabernáculo. Tenía la forma de una enorme caja de caudales con cinco cerrojos de números en la puerta, ordenados como un pentagrama inverso. No sólo el altar y el tabernáculo, sino cada saliente, cada balaustrada, cualquier lugar que lo permitía, estaba cubierto de velas encendidas. Por todas partes la cera goteante había formado cascadas solidificadas, barbas y estalactitas. Cientos de escaleras de diversa altura estaban apoyadas por doquier contra las paredes. El bullir de los miserables era en esta nave aún más terrible que afuera junto a las vías. La masas formaban verdaderos remolinos y corrientes que chocaban entre sí. El aire estaba caliente como en un horno, nubes de humo y polvo vagaban de un lado a otro, olía a sudor y basura.

Delante del altar brincaban, como en una danza ritual, algunos pobres diablos vestidos con batas de color gris sucio que llegaban hasta sus tobillos, figuras grotescas con narices en forma de uva, bocios, jorobas, vientres caídos, nucas cubiertas de bubones, bocas desdentadas y miembros deformes. Manipulaban toda

clase de aparatos o hacían con los dedos señales por encima de las cabezas de la multitud, como agentes de Bolsa. De cuando en cuando se abría la caja de caudales, entonces caía afuera una carga de billetes en fajos. Uno de los miserables tomaba un fajo, lo sostenía solemnemente en alto con ambas manos y lo mostraba a la multitud. Esta caía de rodillas, el órgano rugía poderosamente y un coro de mil voces gritaba: «¡Milagro y misterio!» Los fajos eran repartidos a las primeras filas de los miserables y la caja de caudales se cerraba. El ritual comenzaba de nuevo. Los receptores se abrían paso entre la multitud para poner a salvo su ganancia y los que venían detrás ocupaban sus puestos. Por las escaleras subían y bajaban constantemente ágiles ayudantes que depositaban los fajos de billetes en alguna parte en lo alto de las paredes.

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