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Authors: Michael Ende

El espejo en el espejo (5 page)

BOOK: El espejo en el espejo
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Pasó un rato antes de que el bombero recobrara el conocimiento y pudiese sentarse. Le dolía la cabeza, su ojo izquierdo estaba hinchado y cerrado, sangraba de la boca y la nariz. Comprobó que había perdido el casco, que la chaqueta y el pantalón estaban hechos jirones. Ahora tenía también el aspecto de una de las figuras miserables que pululaban alrededor suyo, pero sin preocuparse ya de él. Intentó ponerse en pie, pero volvió a caerse en seguida de bruces. Todo le daba vueltas y sintió náuseas. Vomitó.

Un poco más tarde se arrastró a gatas entre los pies de la multitud y descubrió finalmente en una de las paredes un confesionario que la cera que caía había convertido en una especie de gruta de estalactitas. Con gran esfuerzo se metió dentro, cerró la puerta, se recostó y volvió a perder el conocimiento.

No sabía cuánto tiempo había estado sentado así cuando un leve ruido cerca de su oído le hizo despertar. Fuera, en la nave, el clamor y los gritos seguían tan violentos como antes, pero este ruido le llegaba a través de la pequeña rejilla del tabique que dividía el confesionario en dos celdas, y sonaba como el desesperado sollozo ahogado de un niño. Eso sorprendió al bombero, pues hasta entonces no había visto niños en toda la catedral de la estación. Intentó mirar a través de los agujeros de la rejilla, pero no pudo ver nada. En cambio oyó entre los sollozos palabras susurradas:

—Dios mío, ¿dónde estás…? ¿Y dónde se ha quedado el mundo…? No puedo encontrarlo…, ya no existe…, yo ya estoy muerto… y ni siquiera he nacido aún…

—Tú, ¿quién eres? —preguntó el bombero—. No quería escuchar, pero estaba aquí todo el tiempo. ¡Perdona, por favor! Sólo quisiera decirte que esto es sólo una estación de paso, es decir, hay… ¡eh, tú! ¿Me estás oyendo? ¿No quieres hablar conmigo?

Pero el otro lado permaneció en silencio. Abrió la puerta del confesionario para asomarse, pero no había nadie. En el asiento sólo estaba la pesada bolsa de viaje.

Lo único que le había quedado de su equipo de bombero era el hacha reluciente. La sacó de la funda.

—¡Ni un minuto más! —dijo en voz alta—. ¡Ni un minuto más!

Con el dorso punzante del hacha rompió el cierre de la bolsa de viaje, luego la abrió despacio y con la mayor cautela. La bolsa estaba vacía.

Se irguió. Sudor frío caía de sus sienes por las mejillas.

«Setecientos sesenta y ocho…», tronó el altavoz, «setecientos sesenta y siete…, setecientos sesenta y seis…».

Y débilmente, pero de forma clara e inconfundible, pudo oírse detrás de la voz impasible que recitaba los números el tictac, cada vez más fuerte y amenazador.

El bombero luchó por salir de la nave de la catedral. Un par de veces fue empujado hacia atrás, pero al cabo de algún tiempo logró alcanzar los andenes. El altavoz daba números ininterrumpidamente, el tictac martilleaba.

«Ciento cincuenta y tres…, ciento. cincuenta y dos…, ciento cincuenta y uno…, ciento cincuenta…, ciento cuarenta y nueve…»

Cuando por fin llegó otra vez al lugar donde las vías salían al espacio vacío, encontró en el suelo el hábito de penitente que había llevado la joven. Lo recogió y se sentó en el borde extremo del andén.

A lo lejos vio otras islas que cruzaban el espacio crepuscular como nubes al atardecer, algunas oscuras, otras iluminadas como aquella sobre la que se alzaba la catedral de la estación.

—Quizás ha salido un tren, después de todo —dijo el bombero hacia el vacío— no sé a dónde quería ir ella, pero a lo mejor ha llegado mientras tanto…

Y mientras sus manos acariciaban la pesada tela negra del traje roto, oyó cómo el tictac del altavoz se hacía insoportablemente fuerte y la voz impasible recitaba los últimos números:

«Siete…, seis…, cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno…, cero…»

P
esado paño negro perdiéndose hacia los lados y hacia arriba en la oscuridad cuelga en pliegues verticales que movidos por una corriente de aire imperceptible ondean un poco de vez en cuando.

Le habían dicho que ése era el telón del escenario y que en cuanto empezase a alzarse, él debería iniciar inmediatamente su baile. Le habían inculcado que no se dejase confundir por nada, pues desde allí arriba se tenía a veces la impresión de que el patio de butacas no era más que un oscuro abismo vacío, otras veces parecía que se contemplaba el ajetreo de un mercado o una calle animada, un aula de colegio o un cementerio, pero que todo eso era una ilusión de los sentidos, en una palabra, que sin preocuparse lo más mínimo por la sensación que tuviese, por si alguien le miraba o no, empezase, al mismo tiempo que se alzaba el telón, a bailar su solo.

Así estaba, pues, allí, con una pierna cruzada sobre la otra, la mano derecha colgando, la izquierda apoyada sueltamente en la cadera esperando el comienzo. De tiempo en tiempo, cuando el cansancio le obligaba, cambiaba esa postura, convirtiéndose, por así decirlo, en su imagen inversa reflejada.

Todavía no quería alzarse el telón.

La poca luz que venía de algún lugar en lo alto, se concentraba sobre él, pero apenas era lo bastante fuerte para que él pudiese ver sus propios pies. El círculo de claridad que le rodeaba le permitía distinguir vagamente el pesado paño negro que tenía delante. Ese era el único punto de referencia para la dirección que tenía que seguir, pues el escenario se hallaba en absoluta oscuridad y era vasto como una llanura.

Se preguntó si había decorados y lo que podían representar. Para su baile no tenían mayor importancia, pero le hubiera gustado saber en qué entorno le iban a ver. ¿Un salón festivo? ¿Un paisaje? Sin duda, al alzarse el telón cambiaría de iluminación. Entonces también se aclararía esa cuestión. Estaba de pie esperando, con una pierna cruzada sobre la obra, la mano izquierda colgando, la derecha apoyada descuidadamente en la cadera. De tiempo en tiempo, cuando el cansancio le obligaba, cambiaba de postura, convirtiéndose de nuevo en la imagen inversa de su imagen reflejada.

No debía dejarse distraer, pues en cualquier momento podía alzarse el telón. Entonces tenía que estar presente con cuerpo y alma. Su baile comenzaba con un poderoso golpe de timbal y un furioso torbellino de saltos. Si se retrasaba en la entrada todo estaba perdido, nunca recuperaría el compás inicial. Mentalmente repasó una vez más todos los pasos, las piruetas, entrechats, jettés y arabesques.

Estaba satisfecho, tenía todo presente. Estaba seguro de que estaría bien. Ya oía crecer los aplausos como el dorado fragor del mar. También repasó una vez más el saludo, pues era importante. Quien lo hacía bien podía a veces prolongar considerablemente el aplauso. Mientras pensaba todo esto estaba de pie esperando, una pierna cruzada sobre la obra, la mano derecha colgando, la izquierda apoyada ligeramente en la cadera. De tiempo en tiempo, cuando el cansancio le obligaba, cambiaba de postura, transformándose de nuevo en la inversa imagen reflejada de su imagen reflejada.

El telón seguía sin alzarse y se preguntó cuál podría ser la causa. ¿Habían olvidado quizás que él ya estaba allí en el escenario, listo para empezar? ¿Le buscaban quizás en su camerino, en la cantina del teatro o incluso en su casa, le buscaban angustiados y desesperados? ¿Debía hacerse notar en la oscuridad del escenario, avisar o hacer una señal con la mano? ¿O no le buscaban y había sido aplazada la representación por algún motivo? ¿La habrían suspendido al final sin avisarle? Quizás se habían ido todos hacía tiempo sin acordarse de que él estaba allí esperando su actuación. ¿Cuánto tiempo llevaba ya allí? ¿Quién le había asignado además ese lugar? ¿Quién le había dicho que ése era el telón y que en cuanto se alzase debía iniciar su baile? Empezó a calcular cuántas veces se había convertido ya en su imagen reflejada y en la imagen reflejada de su imagen reflejada, pero inmediatamente se lo prohibió para no verse sorprendido por el súbito alzamiento del telón o quedarse mirando impotente al público sin recordar su papel. ¡No, tenía que permanecer tranquilo y concentrado! Pero el telón no se movía.

Poco a poco la feliz excitación inicial fue dando paso a una profunda amargura. Tenía la sensación de que estaban abusando de él. Tenía ganas de echar a correr del escenario para quejarse enérgicamente en alguna parte, para gritar a alguien a la cara su desilusión, su rabia, para armar un escándalo. Pero no sabía muy bien a dónde tenía que correr. Lo poco que veía del paño negro que tenía delante era su única orientación. Si abandonaba aquel lugar, andaría a ciegas en la oscuridad y perdería infaliblemente toda orientación. Y era muy posible que precisamente en ese instante se alzase el telón y sonase el golpe de timbal del comienzo. Y entonces estaría en un lugar totalmente incorrecto, con las manos extendidas como un ciego, quizás incluso de espaldas al público. ¡Imposible! La idea le hizo enrojecer de vergüenza. No, no, tenía que permanecer a toda costa donde estaba, quisiera o no, y esperar a que le diesen una señal, si es que se la daban. Así que estaba allí de pie, con una pierna cruzada sobre la otra, la mano izquierda colgando lacia, la derecha apoyada pesadamente en la cadera. De tiempo en tiempo, cuando el agotamiento le obligaba, cambiaba de postura, convirtiéndose por enésima vez en su imagen reflejada.

En algún momento perdió la fe en que el telón se alzase alguna vez, pero al mismo tiempo supo que no podía abandonar su sitio, ya que no podía descartarse la posibilidad de que a pesar de todo se alzase, contra todo pronóstico. Hacía tiempo que había desistido de abrigar esperanzas o de irritarse. Sólo podía seguir de pie donde estaba, sucediera lo que sucediera. Ya no le importaba su actuación, que se convirtiese en un éxito o un fracaso o que no tuviese lugar. Y como ya no le importaba nada su baile, olvidó uno tras otro todos los pasos y saltos. De tanto esperar, olvidó incluso por qué esperaba. Pero se quedó de pie con una pierna cruzada sobre la otra, ante sí el pesado paño negro que se perdía hacia arriba y hacia los lados en la oscuridad.

E
s una habitación y al mismo tiempo un desierto. Las paredes desnudas se alzan lejanas y brumosas en el horizonte. Alrededor nada más que arena, montículo, interminable en todas las direcciones. Arriba en el cenit cuelga un sol candente, ¿o es una lámpara con una pantalla de esmalte azulado? La deslumbrante luz mata todos los colores, deja sólo superficies blancas y sombras negras: el esqueleto de la luz, cegador, insoportable, mortífero, el maligno brillo de un aparato de soldar cósmico.

La habitación tiene dos puertas gigantescas, colocadas en la incandescencia azul del cielo, una al Norte y otra al Sur sobre el horizonte tembloroso.

De la puerta septentrional, una huella serpenteante de pequeños cráteres de arena conduce hacia el desierto. Allí avanza un hombre pequeño como una hormiga. A cada paso se hunde hasta los tobillos, se tambalea, rema con los brazos.

Es el novio.

Su rostro está quemado por el sol, la piel resquebrajada y llena de ampollas, los labios blancos de saliva seca. Pelo incoloro, pálido, rodea su cabeza revuelto y tieso como si fueses de paja. Sus gafas, que se resbalan constantemente por la nariz sudorosa, las empuja una y otra vez a su sitio con sorda paciencia. En la mano izquierda balancea un viejo sombrero de copa abollado. El chaqué de la boda que lleva puesto quizás le sentaba bien en otros tiempos, pero ahora le está demasiado grande, los faldones le cuelgan hasta los talones. La tela está raída y se deshace por algunas partes. La camisa se ha salido del pantalón, pues éste también está demasiado amplio y tiene que subírselo a cada tres pasos. Un pie va metido en un zapato de charol cuya suela se desprende, el otro pie va envuelto en un pañuelo sucio para protegerle al menos un poco de la arena abrasadora.

Unos veinte metros por delante de este hombre marcha otro, un funcionario quizás: ropa extremadamente correcta, traje oscuro, sombrero oscuro, carpeta en una mano, en la otra un paraguas tersamente enrollado. Su rostro es un poco pálido y no tiene ningún rasgo distintivo, está como borrado.

La distancia entre ambos caminantes aumenta lenta pero constantemente. El novio se apresura, jadea luchando por respirar, se cae, se levanta, sigue su marcha dando tumbos, vuelve a caerse.

—¡Oiga, por favor! —grita, y su voz suena aguda y agotada como la de una vieja— ¡Espéreme! Quisiera preguntarle una cosa.

El hombre sin rostro ha oído perfectamente la llamada, pero sigue caminando un buen trecho todavía, antes de detenerse y volverse suspirando como si se tratase de los lloriqueos de un niño maleducado que trata por enésima vez de retenerle con algún pretexto. Apoyado con desgana en su paraguas, contempla cómo el novio trepa penosamente la duna sobre la que él se encuentra.

—¡Haga el favor de darse prisa! —dice con frialdad—. ¿Qué quiere ahora?

—Dígame —jadea el novio pensando visiblemente lo que quería preguntar en realidad—, dígame, por favor, ¿queda mucho todavía?

Al hablar se despegan sus labios hinchados con dificultad.

—Nada más que unos pasos —contesta el otro, tan correcto como antes—, hasta aquella puerta.

Al mismo tiempo señala con el paraguas la puerta al sur. Hace ademán de volverse para seguir caminando, pero el novio le sujeta.

—Perdone —logra articular con esfuerzo—, ¿a dónde, en este momento lo he olvidado, a dónde vamos en realidad?

—A reunirnos con su novia, señor mío —explica el otro y se nota que ya ha tenido que dar esa respuesta a menudo. Recalca cada sílaba y habla en voz alta como si se dirigiese a un sordo o a un tonto—. Le llevo a la habitación de su novia.

El novio le mira un rato fijamente con la boca abierta, luego se da con la mano en la frente y se ríe precipitadamente, como si quisiera disculparse. Esboza una sonrisa mientras dice:

—Cuando hayamos llegado a su casa todo estará en orden, ¿verdad? ¿No me pondrá peros, sólo porque ya no estoy tan bien vestido? Es todo por ella, supongo que lo comprenderá. Lo que he padecido la convencerá del amor que siento por ella. Me creerá, de eso estoy seguro. Me recibirá con los, brazos abiertos.

—Cuando hayamos llegado a su casa —constata el otro objetivamente.

—Claro, claro —murmura el novio—, será pronto, muy pronto. Por eso he escogido el camino directo desde aquella puerta de allí atrás a esta puerta de ahí delante. El camino directo es el más corto, ¿verdad? Eso lo saben hasta los niños.

—No —dice el otro, inexpresivo—, no en la habitación del mediodía. Se lo dije desde el principio, pero usted no quería creerlo. Cualquier rodeo hubiese sido más corto. Usted ni siquiera me escuchó. Y ahora es demasiado tarde. Ya hemos ido demasiado lejos.

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