El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (34 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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—El día 2, al mediodía, tenía que verme con el profesor. Quizá pretendía desactivar este programa especial, tan complejo, que me instalaron en el cerebro. Para que no llegara el fin del mundo. Pero las circunstancias han cambiado. Es posible que hayan asesinado al profesor, o que se lo hayan llevado a alguna parte. Ahora nuestra prioridad es encontrarlo.

—Espera un momento. Miraré un poco más adelante. Este código es complicadísimo.

Mientras ella ojeaba las páginas de la agenda, yo ordené el interior de la mochila y sustituí las pilas de mi linterna por otras nuevas. Los impermeables y las botas de goma de la taquilla habían sido violentamente arrojados al suelo, pero por fortuna no habían sufrido daños. Porque, si pasábamos bajo la cascada sin impermeable, saldríamos empapados de la cabeza a los pies, helados hasta el tuétano de los huesos. Y si cogía frío, volvería a dolerme la herida. Luego metí en la mochila las zapatillas de deporte de color rosa de la joven, que estaban tiradas por el suelo. Los dígitos tic mi reloj de pulsera señalaban que ya casi era medianoche. Habían transcurrido exactamente doce horas del plazo del que disponíamos para desactivar el programa.

—Después hay unas operaciones matemáticas bastante complicadas. Potencia eléctrica, velocidad de disolución, resistencias, márgenes de error y cosas por el estilo. Y eso no lo entiendo.

—Sáltate los trozos que no entiendas. Tenemos muy poco tiempo —la apremié—. Basta con que descifres lo que puedas entender.

—No hace falta descifrar nada.

—¿Por qué?

Me entregó la agenda y me señaló algo. Allí no había ningún código, sólo una enorme cruz junto con una fecha y una hora. En comparación con las letras de alrededor, tan pequeñas y pulcras que casi tenían que leerse con lupa, la cruz era excesivamente grande y la desproporción aumentaba más aún la impresión funesta que producía.

—¿Crees que significa «plazo límite»? —dijo ella.

—Es posible. Quizá éste sea el punto ®. Si en el ® se desactivaba el programa, lo de esta cruz no tenía por qué producirse. Pero si, por una razón u otra, no se pudiera desactivar, el programa seguiría adelante, rápidamente, hasta llegar a esta cruz.

—Es decir, que tenemos que encontrar a mi abuelo antes del día 2 a mediodía.

—Sí, si mis suposiciones son correctas.

—¿Y lo son?

—Creo que sí —dije en voz baja.

—¿Y cuánto tiempo nos queda? Para que llegue el fin del mundo, para que se produzca el
big bang,
quiero decir.

—Treinta y seis horas —contesté. No necesitaba mirar el reloj. Era el tiempo que tardaba la Tierra en dar una vuelta y media sobre su eje. En este lapso, repartirían dos veces la edición matutina del periódico y una vez la vespertina. El despertador sonaría dos veces, los hombres se afeitarían dos veces. Las personas con suerte tal vez hicieran el amor dos o tres veces. Treinta y seis horas no daban para más. Era la diecisietemilésima trigésima tercera parte de la existencia de un ser humano con una esperanza de vida de setenta años. Y cuando hubieran transcurrido estas treinta y seis horas, algo, quizá el fin del mundo, llegaría.

—¿Qué hacemos? —me preguntó la joven.

Cogí unos analgésicos de un botiquín arrojado delante de la taquilla, los ingerí con un poco de agua de la cantimplora y me cargué ésta a la espalda.

—Lo único que podemos hacer es bajar al subterráneo —contesté.

20
EL FIN DEL MUNDO
La muerte de las bestias

Las bestias habían perdido ya a varias compañeras. La mañana que siguió a la primera auténtica nevada del invierno, que duró toda la noche, los cuerpos de algunas bestias viejas, cuyo pelaje dorado había adquirido parte de la blancura invernal, yacían enterrados bajo una capa de nieve de unos cinco centímetros de grosor. El sol de la mañana asomaba entre los jirones de nubes y hacía brillar vivamente el paisaje helado. El aliento que exhalaban las bestias, en un número superior a mil, danzaba, blanco, en la luz matinal.

Me desperté antes del alba y descubrí que un manto de nieve inmaculado cubría la ciudad. Era una escena bellísima. En aquel paisaje uniformemente blanco se erguía la negra torre del reloj y, a sus pies, se deslizaba el río como una cinta oscura. El sol todavía no había ascendido por aquel cielo cubierto por entero, sin dejar un solo resquicio, de gruesos nubarrones. Me puse el abrigo y los guantes, y bajé a la ciudad por un camino desierto. Por lo visto, la nieve había empezado a caer justo después de que me durmiera y había cesado poco antes de que abriera los ojos. Sobre la nieve no había una sola pisada. Tomé un poco de nieve en la palma de la mano: tenía un tacto ligero y suave como el del azúcar. En la orilla del río, sobre la superficie del agua había una fina capa de hielo sobre la que se acumulaba un poco de nieve.

Mi aliento blanco era lo único que se movía en toda la ciudad. No soplaba el viento, no se veía ni oía pájaro alguno. Únicamente el crujido de las suelas de mis zapatos, que resonaba en las paredes de las casas de un modo exagerado, casi artificial, mientras hollaba la nieve.

Al acercarme a la Puerta del Oeste, distinguí, frente a la explanada, la silueta del guardián. Estaba bajo la carreta que había reparado tiempo atrás con mi sombra y, en aquellos instantes, estaba engrasando los ejes de las ruedas. Dentro de la carreta se alineaban unas tinajas, donde almacenaban aceite de colza, firmemente atadas a las tablas laterales para que no se volcaran. Me pregunté con extrañeza para qué querría el guardián tantísimo aceite.

El guardián asomó por debajo de la carreta y me saludó alzando la mano. Parecía de muy buen humor.

—¡Qué madrugador! ¿Qué te trae por aquí tan temprano?

—He venido a ver el paisaje nevado. Desde lo alto de la colina me ha parecido muy bonito.

El guardián se rió a carcajadas y posó, como de costumbre, su manaza en mi espalda. No llevaba guantes.

—¡Mira que eres raro! Venir hasta aquí para ver algo que, a partir de ahora, te hartarás de ver. Realmente, eres un bicho raro. —Exhalando una enorme nube de aliento blanco, como si fuera una máquina de vapor, clavó la vista en la puerta—, Pero, bueno, has venido en el momento adecuado. Sube a la atalaya y verás una cosa interesante. Las primicias de este invierno. Dentro de poco tocaré el cuerno. Tú mira bien hacia fuera.

—¿Las primicias?

—Cuando lo veas, sabrás de qué hablo.

Sin comprender a qué se refería, subí a la atalaya junto al guardián y contemplé el paisaje exterior. Sobre el manzanar se acumulaba una gran cantidad de nieve. Las sierras del Norte y del Este estaban teñidas casi por entero de blanco y sólo quedaban al descubierto las aristas de las rocas, como cicatrices.

Al pie de la atalaya dormían, como de costumbre, las bestias. Acurrucadas en el suelo, inmóviles, con las patas dobladas y el cuerno, de un blanco tan puro como el de la nieve, apuntando hacia delante, las bestias estaban sumidas en un plácido sueño. No parecían notar siquiera la nieve que se depositaba sobre sus lomos. Debían de dormir muy profundamente.

Poco a poco se fueron abriendo claros en el cielo y la luz del sol empezó a iluminar la superficie de las cosas, pero yo seguí de pie en la atalaya, contemplando el paisaje que me rodeaba. Los rayos del sol no eran más que una especie de focos que alumbraban parcialmente, aquí y allá, y, además, quería ver con mis propios ojos aquella «cosa interesante» de la que me había hablado el guardián.

Al poco, éste abrió la puerta e hizo sonar el cuerno de la forma acostumbrada: un toque largo y tres cortos. Al primer toque, las bestias abrieron los ojos, irguieron la cabeza y dirigieron la mirada hacia el son del cuerno. El abundante aliento blanco que exhalaban indicaba que sus cuerpos estaban listos para emprender un nuevo día. Cuando dormían, las bestias apenas respiraban.

Cuando el último eco del cuerno se disolvió en el aire, las bestias se levantaron. Primero estiraron las patas delanteras, despacio, como si las probaran; luego incorporaron la mitad anterior del cuerpo y estiraron las patas traseras. Después hincaron repetidas veces sus cuernos en el aire y, al final, como si la hubiesen descubierto de pronto, se sacudieron la nieve acumulada sobre sus lomos. E iniciaron la marcha hacia la puerta.

Una vez que las bestias hubieron cruzado la puerta, por fin comprendí qué quería enseñarme el guardián. Algunas bestias que yo había creído dormidas seguían en la misma posición, congeladas, sin vida. Más que muertas, parecían meditar sobre un asunto de vital importancia. Sin embargo, no hallarían la respuesta. De sus bocas y de sus ollares no se alzaba ninguna nube de aliento blanco. Sus cuerpos habían perdido la vida, sus mentes habían sido absorbidas por las tinieblas más profundas.

Cuando las otras se dirigieron hacia la puerta, sus cadáveres quedaron atrás como pequeños bultos nacidos en la superficie de la tierra. Sus cuerpos estaban envueltos en una mortaja de nieve blanca. Sólo el cuerno, extrañamente lleno de vida, hendía el aire. La mayoría de bestias supervivientes, al pasar junto a ellas, doblaban profundamente sus cuellos, pateaban el suelo con sus cascos. Lloraban a las muertas.

Hasta que el sol lució alto en el cielo, hasta que la sombra del muro alcanzó mis pies y los rayos del sol empezaron a derretir calmosamente la nieve del suelo, yo permanecí contemplando los cuerpos solitarios de las bestias muertas. Me daba la sensación de que los rayos del sol de la mañana acabarían fundiendo incluso su muerte, y que aquellas bestias, que ahora parecían sin vida, al final se levantarían y emprenderían su marcha de todas las mañanas.

Pero no se movieron. Sólo su pelaje de oro, empapado en la nieve derretida, centelleaba bajo el sol matutino. Pronto empezaron a dolerme los ojos.

Bajé de la atalaya, crucé el río, subí la Colina del Oeste y, una vez en casa, me di cuenta de que el sol matutino me había lastimado los ojos mucho más gravemente de lo que pensaba. Al cerrar los ojos, un incesante torrente de lágrimas caía ruidosamente sobre mis rodillas. Me lavé los ojos con agua fría, pero no surtió efecto. Corrí las pesadas cortinas de la ventana y pasé muchas horas con los ojos cerrados, viendo líneas y dibujos de extrañas formas que emergían y se hundían en una oscuridad en la que había perdido el sentido de la distancia.

A las diez de la noche, el anciano llamó a la puerta de mi habitación trayendo una bandeja con café en la mano; me encontró tumbado boca abajo en la cama y me frotó los párpados con una toalla fría. Sentía un dolor punzante detrás de los oídos, pero ya no lagrimeaba tanto como antes.

—Pero ¿qué diablos has hecho? —me preguntó—. El sol de la mañana es mucho más fuerte de lo que crees. Sobre todo cuando ha nevado. ¿No sabes que los ojos de un lector de sueños no soportan la luz intensa? ¿Por qué has salido?

—He ido a mirar a las bestias —dije—. Han muerto muchas. Ocho o nueve. No, más aún.

—Y a partir de ahora morirán muchas más. Cada vez que nieve.

—¿Y cómo es que mueren con tanta facilidad? —le pregunté al anciano, aún tumbado boca arriba, quitándome la toalla de encima de los ojos.

—Son débiles. No resisten el frío, tampoco el hambre. Nunca han podido soportarlos.

—¿Y se van a morir todas?

El anciano sacudió la cabeza.

—Hace decenas de miles de años que sobreviven, y seguirán sobreviviendo. Durante el invierno mueren muchas, pero al llegar la primavera nacen las crías. La nueva vida expulsa a la vieja. Lo que ocurre es que el número de bestias que pueden alimentarse de los árboles y de la hierba de esta ciudad es limitado, ¿sabes?

—¿Y por qué no se trasladan a otro lugar? Si entraran en el bosque, tendrían tantos árboles como quisieran, y si se dirigieran hacia el sur, no encontrarían tanta nieve. No veo por qué tienen que quedarse aquí.

—Tampoco yo —dijo el anciano—. Pero las bestias no pueden alejarse de aquí. Pertenecen a esta ciudad, están atrapadas en ella. Exactamente igual que tú y que yo. Por instinto, saben que no pueden escapar. Quizá sólo puedan comer las hojas de los árboles y los brotes de la hierba que crecen en esta ciudad. O tal vez no sean capaces de cruzar el erial de carbón que se extiende al sur. No lo sé, pero, en cualquier caso, las bestias no pueden alejarse de aquí.

—¿Qué hacen con los cadáveres?

—Los quema el guardián —dijo el anciano caldeándose las grandes y secas manos con la taza de café—, A partir de ahora, ésta va a ser su actividad principal. Primero les corta la cabeza y les saca el cerebro y los ojos, y después limpia bien las cabezas hirviéndolas en una olla grande. Los cuerpos los amontona, los rocía con aceite de colza, les prende fuego y los quema.

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