El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas (46 page)

BOOK: El fin del Mundo y un despiadado País de las Maravillas
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«Entonces el Sistema se hallaba en una situación crítica. Los semióticos habían descifrado la práctica totalidad de sistemas de codificación de datos que el Sistema había creado para proteger la información. Cuanto más complicaba el Sistema las fórmulas, más sofisticados eran los procedimientos de descodificación que usaban los semióticos.

Y así sucesivamente. Era como dos vecinos que compiten en la altura de las vallas. Uno levanta una valla alta y el otro, para no quedarse atrás, la construye más alta todavía; hasta que las vallas son tan altas que dejan de ser funcionales. Pero el Sistema no podía retirarse de la competición. Ya se sabe, si uno se retira, pierde. Y el vencido pierde toda razón de ser. Por este motivo, el Sistema decidió desarrollar un método de codificación de datos basado en un principio completamente distinto que no pudiera descifrarse con facilidad. Y me propusieron dirigir el equipo encargado do desarrollarlo.

»Fue una sabia decisión que me eligieran a mí. Porque yo, en aquella época, y también ahora, por supuesto, era el científico más competente y ambicioso que existía en el campo de la fisiología cerebral. Como no presentaba trabajos de investigación, ni impartía conferencias en congresos científicos ni hacía otras estupideces por el estilo, el mundo académico me ignoraba, pero en conocimientos sobre el cerebro nadie me superaba. Y el Sistema lo sabía. Por eso vieron en mí a la persona idónea. Deseaban un cambio de concepción radical, drástico, desde la base; un método alejado de la dificultad y sofisticación de los sistemas anteriores. Una labor que no puede acometer un hombre de ciencia que trabaja de la mañana a la noche en el laboratorio de una universidad y que está obligado a publicar tesis inútiles y a ir contando el dinero que gana. Un científico verdaderamente original debe ser libre.

—Sin embargo, usted, al entrar en el Sistema, renunció a su libertad, ¿no es así? —le dije.

—En efecto —admitió—. Tiene razón. Soy muy consciente de esto. No me arrepiento, pero sé bien lo que hice. No pretendo disculparme con ello, pero yo deseaba con todas mis fuerzas poder aplicar mis teorías. En aquella época, ya había concebido y elaborado una teoría, pero no había tenido ocasión de contrastarla con la realidad. Éste es el principal problema con el que se topa la fisiología cerebral: no puede experimentarse con animales, como sucede con otras ramas de la fisiología. Porque el cerebro de un simio, por ejemplo, no posee funciones complejas equiparables al subconsciente o a la memoria del ser humano.

—Es decir —dije—, que nos utilizó como cobayas humanas.

—Bueno, bueno, no se precipite en sus conclusiones. Deje primero que le explique mis ideas. Hay una teoría general sobre las claves. Y es que no existe ninguna clave que no pueda ser descifrada. Es cierto, sin excepción. Porque todas las claves se basan en un principio u otro. Y este principio, por complejo y elaborado que sea, está condicionado en última instancia por el límite medio del entendimiento humano. Y en cuanto descubres el principio, descifras la clave. Una de las claves más fiables es la llamada
book-to-book system.
En ésta, los dos individuos que se envían mensajes en clave poseen dos ejemplares de la misma edición de un libro y descifran los mensajes basándose en las palabras de determinada línea de determinado número de página. Pero tiene un punto débil y es que, como usted podrá inferir, en cuanto se identifica el libro, se descubre la clave. Además, es necesario llevar siempre el libro consigo, lo que entraña un gran peligro.

«Entonces se me ocurrió. Sólo podía haber una clave perfecta. Aquella que procesara el mensaje en un sistema que nadie pudiera comprender. Es decir, que codificara la información a través de una caja negra perfecta y que la descodificara utilizando la misma caja negra utilizada al procesarla. Ni siquiera el dueño de la caja conocería el contenido ni el principio en que ésta se fundamenta. Podría servirse de ella, pero ignoraría en qué consistía. Y al no saber nada, nadie podría arrancarle información por la fuerza. ¿Qué le parece? Es perfecto, ¿no cree?

—En resumen, que esa caja negra es el subconsciente de un ser humano, ¿verdad?

—Exacto. Pero permítame que añada algo. Todos los seres humanos actúan basándose en sus propios principios. No hay dos individuos iguales. Es, por decirlo así, una cuestión de identidad. ¿Y qué es la identidad? Simplemente, el sistema de pensamiento original que resulta de la suma de recuerdos de experiencias pasadas. Simplificando, a eso se le puede llamar «corazón», o también «mente». Ningún individuo tiene el corazón o la mente iguales al de otro. Sin embargo, el ser humano apenas conoce su propio sistema de pensamiento. Ni usted ni yo lo conocemos. La parte que conocemos, o que creemos conocer, a duras penas va de la quinceava a la veinteava parte del total. No es más que la punta del iceberg. Para que lo entienda, permítame que le formule una pregunta. ¿Es usted una persona audaz o apocada?

—No lo sé —respondí con franqueza—. Unas veces soy audaz, otras apocado. No puedo definirme con una palabra.

—Algo similar ocurre con el pensamiento de una persona. No puede definirse con una palabra. Según las circunstancias y el objeto ante el que reaccione, usted oscilará instintivamente, de manera casi instantánea, entre la audacia y la cobardía. Porque su mente está dotada de este sofisticado programa. Sin embargo, usted apenas conoce los detalles o el contenido de este programa. Porque no tiene ninguna necesidad de conocerlo. Aunque no lo conozca, usted puede funcionar como individuo. Eso es la caja negra. Es decir que, en nuestra mente, se esconde un enorme cementerio de imágenes que el hombre jamás ha explorado. Exceptuando el macrocosmos, es la última
tena incógnita
que le queda a la especie humana.

»No, la expresión "cementerio de imágenes" no es correcta. Porque no es un depósito de recuerdos muertos. Sería más exacto hablar de "fábrica de formas". Allí se seleccionan innumerables retazos de memoria y de conocimientos; los fragmentos resultantes de esta selección se combinan entre sí de un modo complejo hasta formar una línea; a su vez estas líneas se combinan de modo complejo hasta formar un haz, y la suma de estos haces constituye un sistema. Y esto es, precisamente, una fábrica. Un lugar de producción. Usted es el jefe de la fábrica, pero no puede visitarla. Al igual que le ocurre a Alicia en el País de las Maravillas, para introducirse en ella necesitará un brebaje especial. Sin duda Lewis Carroll escribió una obra notable.

—Entonces, ¿nuestros patrones de conducta se configuran según las instrucciones procedentes de esa fábrica de formas?

—Exacto. En resumen...

—Espere —lo interrumpí—. Permítame hacerle una pregunta.

—Adelante, adelante.

—Comprendo lo que dice. Pero creo que estos patrones de conducta no acaban de funcionar en actos insignificantes de la vida real. Por ejemplo, cuando me levanto por la mañana, con el pan tomaré leche, café o té según el humor que tenga.

—Estoy de acuerdo —dijo el profesor asintiendo con énfasis—. También hay que tomar en consideración que el subconsciente de un individuo se halla en perpetuo cambio. Para establecer una similitud, es como una edición revisada diaria de la enciclopedia. Para fijar el sistema de pensamiento del ser humano es necesario superar dos problemas.

—¿Problemas? —me sorprendí—. ¿Dónde está el problema? ¿No son acciones humanas normales y corrientes?

—Bueno, bueno —dijo el profesor en tono conciliador—. Si seguimos por ahí, entraremos en el campo de la teología. Toparemos con el determinismo y temas similares, y acabaremos debatiendo sobre si los actos de los individuos están previamente determinados por la voluntad divina o si son fruto del libre albedrío. A partir de la edad moderna, la ciencia ha avanzando fundamentándose en la espontaneidad fisiológica del hombre. No obstante, nadie puede explicar qué entiende por voluntad. Nadie ha desentrañado el secreto de la fábrica de formas que existe en nuestra mente. Freud y Jung, entre otros, publicaron diversas teorías, pero, en definitiva, se limitaron a inventar conceptos útiles para poder abordar el tema. Un instrumento práctico, no lo niego, pero eso no implica que fundamentaran la espontaneidad del ser humano. En mi opinión, no hicieron más que dar a la psicología los colores de la filosofía escolástica.

En este punto, el profesor volvió a carcajearse. Su nieta y yo esperamos pacientemente a que acabara de reír.

—Soy un hombre más bien pragmático prosiguió el profesor—. Citando el antiguo imperativo: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Al fin y al cabo, la metafísica no es más que una cháchara semiótica. Antes de tomar estos derroteros, hay montones de cosas por hacer en campos bien acotados. Como, por ejemplo, el asunto de la caja negra. La caja negra se puede dejar tal como está. Y también se puede usar. Sólo que... —dijo alzando el índice— deben resolverse los dos problemas de los que quería hablarle. Uno de ellos es la casualidad inherente al plano de los actos superficiales, y el otro, el cambio que se produce en la caja negra conforme el individuo va adquiriendo nuevas experiencias. Ni uno ni otro son problemas fáciles de resolver, se lo aseguro. Porque, tal como ha dicho usted antes, son actos humanos perfectamente normales. El hombre, mientras vive, tiene experiencias diversas y éstas, minuto a minuto, segundo a segundo, van acumulándose en el interior de su mente. Interrumpir este proceso implica la muerte del individuo.

«Llegados a este punto, me planteé una hipótesis. ¿Qué sucedería si, en un momento concreto, se fijara la caja negra que poseyera un individuo en ese instante? Después podría cambiar tanto como quisiera. La caja negra continuaría inalterada, idéntica a como era en el instante en que fue fijada, y, en el caso de requerirla, respondería bajo su forma primigenia. Vamos, una especie de congelación del instante.

—Un momento, por favor. Eso implicaría que un único individuo poseería dos sistemas de pensamiento distintos, ¿no es así?

—Exacto, exacto —dijo el anciano—. Es usted muy inteligente. Responde a mis expectativas. Sí, tiene razón. El sistema de pensamiento A está en conservación permanente. Y, en la otra fase, va cambiando de forma continua a A', A", A'", etcétera. Como si usted tuviera un reloj parado en el bolsillo derecho y otro que funcionara en el izquierdo. Según sus necesidades, podría coger uno u otro. Con esto, uno de los dos temas conflictivos quedaba zanjado.

»El segundo problema se resolvería siguiendo el mismo principio. Bastaba con suprimir la posibilidad de seleccionar el nivel superficial del sistema de pensamiento A. ¿Me comprende?

Le dije que no.

—Se trata de raspar la capa superficial, como hace el dentista con el esmalte dental. Y dejar solamente el factor central necesario, el núcleo de la conciencia. Así se elimina la divergencia. Y el sistema de pensamiento superficial eliminado se congela y se arroja dentro de un pozo: «¡plass!». Este es el arquetipo del sistema
shuffling.
Ésta es, más o menos, la teoría que había esbozado antes de entrar en el Sistema.

—Está hablando de operaciones quirúrgicas cerebrales, ¿verdad?

—De momento, es necesario operar —dijo el profesor—. Si se producen avances en la investigación, quizá deje de serlo en el futuro. Tal vez pueda utilizarse la hipnosis, o algo similar, para crear el mismo estado. Pero en la fase en que nos encontramos, es imposible. Sólo se consigue descargando estímulos eléctricos en el cerebro. En otras palabras, se trata de cambiar de forma artificial el curso de los circuitos cerebrales. No es una intervención excepcional. De hecho, no difiere mucho de las operaciones cerebrales que se les practica hoy en día a las personas epilépticas. De este modo, se compensan las descargas eléctricas producidas por una irritación en el cerebro... ¿Puedo omitir los detalles técnicos?

—Omítalos, por favor. Me basta con saber lo esencial.

—En suma, se trata de establecer una conexión con el curso de las ondas cerebrales. Una bifurcación. Al lado, se implanta un electrodo y una pequeña pila. Y como reacción a determinada señal, la conexión cambia.

—¿Eso significa que me han metido en la cabeza una pila y un electrodo?

—Por supuesto.

—¡Estamos apañados! —dije.

—No es tan peligroso ni tan extraño como usted cree. No son más grandes que una judía roja, y el mundo está lleno de personas que van por ahí con cosas de ese tamaño implantadas en su cuerpo. Debo añadir que el circuito del sistema original de pensamiento, es decir, el del reloj detenido, es un circuito cerrado. Al entrar en él, usted no puede reconocer en absoluto el curso de sus propios pensamientos. O sea que, mientras tanto, usted no sabe lo que piensa o hace. De no ser así, existiría el peligro de que fuera cambiando su propio sistema de pensamiento.

—También está el problema de la irradiación del núcleo puro de la conciencia a la que le han raspado la superficie, ¿verdad? Después de que me operaran, un miembro de su grupo me comentó que esta irradiación podía afectar brutalmente al cerebro.

—Es cierto. Sin embargo, nada concreto se sabe sobre eso. Sólo podemos conjeturar. No se ha experimentado nada, sólo se ha dicho que podía ocurrir.

»Antes ha hablado usted de cobayas humanas y, lo reconozco, hemos experimentado con seres humanos. Pero sepa que no podíamos permitir bajo ningún concepto que un material tan precioso como ustedes, los calculadores, corriera el menor riesgo. El Sistema eligió a diez hombres, y nosotros les practicamos la intervención quirúrgica y observamos los resultados.

—¿Qué tipo de personas buscaban?

—A nosotros no nos lo dijeron. Las únicas condiciones eran que fueran diez jóvenes que gozaran de buena salud, sin antecedentes de enfermedades mentales y con un coeficiente intelectual de más de ciento veinte. Nosotros ignorábamos en qué lugares los buscaban y cómo los traían. Los resultados fueron regulares. De diez personas, a siete les funcionó la conexión. A las otras tres no les funcionó, y el sistema de pensamiento o bien les quedó unidireccional, de uno u otro lado, bien se les confundió. Pero con siete obtuvimos un resultado positivo.

—¿Y qué pasó con los que se les confundió?

—Los devolvimos a su estado original, claro está. No sufrieron daños. Mientras entrenábamos a los siete restantes, detectamos un par de problemas. Uno era de carácter técnico, y el otro tenía su origen en los individuos sometidos a examen. El primero se derivaba de la ambigüedad de la señal para cambiar la conexión. Al principio, habíamos elegido como señal un número de cinco cifras, pero, por alguna razón, algunos sujetos cambiaban la conexión al oler zumo de uva natural. Lo descubrimos cuando les sirvieron zumo de uva en el almuerzo.

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