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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (10 page)

BOOK: El gran desierto
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—Aún no soy capitán, teniente.

—¡Ja! Y además del grado tienes una inteligencia perspicaz.

Mal estudió al irlandés. Se sentía menos intimidado que el día anterior en el restaurante.

—¿Qué ganas tú con esto? Eres experto en resolver casos, no quieres el puesto de Jack Tierney.

—Quizá sólo quiera tenerte cerca, muchacho. Tienes grandes probabilidades de llegar a jefe de Policía o sheriff del condado, teniendo en cuenta el magnífico trabajo que hiciste en Europa, liberando a nuestros perseguidos hermanos judíos. A propósito, aquí viene el contingente hebreo.

Ellis Loew guió a Lesnick hasta el salón y lo acomodó en una mecedora junto al hogar. El anciano se apoyó un paquete de Gauloises, un encendedor y un cenicero sobre las rígidas piernas, cruzándolas para sostenerlos. Loew dispuso sillas en semicírculo; Smith parpadeó y se sentó. Mal advirtió que el comedor estaba lleno de cajas de cartón atiborradas de carpetas; en un rincón había cuatro máquinas de escribir apiladas. Ellis Loew se preparaba para la guerra, y su casa era el cuartel general.

Mal ocupó la silla libre. El doctor Lesnick encendió un cigarrillo, tosió y empezó a hablar. Tenía la voz de un intelectual judío de Nueva York que respiraba con un solo pulmón; Mal entendió que el discurso estaba adaptado para policías y fiscales.

—El señor Satterlee ha incurrido en una seria omisión al no profundizar más su simplista historia de los elementos subversivos en Estados Unidos. Ha olvidado mencionar la Depresión, el hambre y la gente desesperada y preocupada que desea cambiar esas terribles condiciones.

Lesnick hizo una pausa, recobró el aliento y apagó el Gauloise. Mal observó los jadeos de aquel pecho huesudo, clasificó al anciano de cadáver ambulante y comprendió que Lesnick vacilaba entre el dolor de hablar y el afán de justificar su deplorable deber. Al fin respiró hondo y continuó, los ojos iluminados por una especie de fervor.

—Yo era una de esas personas, hace veinte años. Firmé peticiones, escribí cartas y asistí a mítines sindicales que resultaron en nada. El Partido Comunista, a pesar de sus connotaciones malignas, era la única organización que no parecía ineficaz. Su reputación le daba cierto ímpetu, cierto prestigio, y los hipócritas que lo condenaban sin discriminación me hicieron desear pertenecer a él para oponerme a ellos.

»Fue una decisión imprudente que he llegado a lamentar. Siendo psiquiatra, se me designó analista oficial del Partido Comunista en Los Ángeles. El marxismo y el análisis freudiano estaban muy en boga, y varias personas a quienes luego reconocí como conspiradores contra este país me contaron sus… secretos, por así llamarlos, emocionales y políticos. Muchos de ellos pertenecían al mundillo de Hollywood: escritores, actores y sus satélites, trabajadores tan engañados como yo acerca del comunismo, gentes que deseaban acercarse a personas de Hollywood por sus conexiones con el cine. Poco antes del pacto entre Hitler y Stalin el Partido me desilusionó. En el 39, durante una investigación del HUAC de California, me ofrecí para ser confidente del FBI. He llevado a cabo esta labor durante más de diez años, mientras mantenía mi puesto de psiquiatra del PC. En secreto puse mis archivos a disposición de los investigadores del HUAC en 1947, y ahora haré lo mismo con este gran jurado. Los archivos implican a miembros de la UAES esenciales para la investigación, y si ustedes necesitan ayuda para interpretarlos, no tienen más que acudir a mí.

El anciano casi se atragantó con las últimas palabras. Buscó el paquete de cigarrillos; Ellis Loew, con un vaso de agua, llegó primero junto a él. Lesnick carraspeó y tosió, Dudley Smith entró en el comedor y tanteó las cajas y las máquinas de escribir con sus botas lustradas con saliva. Necesitaba estirar las piernas.

En la calle sonó un bocinazo. Mal se levantó para dar las gracias a Lesnick y darle la mano. El hombre desvió la mirada y trató de levantarse, casi sin éxito. La bocina sonó de nuevo; Loew abrió la puerta y le hizo señas al taxista para que entrara en la calzada. Lesnick salió arrastrando los pies y aspiró el aire fresco de la mañana.

El taxi se alejó; Loew encendió un ventilador de pared.

—¿Cuánto durará, Ellis? —preguntó Dudley Smith—. ¿Le enviarás una invitación para la celebración de tu victoria en el 52?

Loew levantó fajos de archivos del suelo y los apoyó en la mesa del comedor; repitió la operación hasta que hubo dos altas pilas de documentos.

—Durará el tiempo que lo necesitemos.

Mal se acercó y echó un vistazo a las pruebas: elementos para obtener información.

—Pero no atestiguará ante el gran jurado, ¿verdad?

—Ni hablar. Le aterra perder su credibilidad como psiquiatra. El secreto profesional, ya sabes. Es un buen refugio para los abogados, y a los médicos también les gusta. Desde luego, para ellos no es legalmente vinculante. Lesnick estaría acabado como profesional si testificara.

—Pero parece que quiere ir al encuentro de su creador como un norteamericano bueno y patriótico —comentó Dudley—. Se ofreció voluntariamente, y eso debería ser una gran satisfacción para alguien que pronto pasará a mejor vida.

Loew rió.

—Dudley, ¿alguna vez has dado un paso sin calcular todos los ángulos?

—¿Y tú, abogado? ¿Tú, capitán Considine?

—En algún momento de los Locos Veinte —respondió Mal, pensando que en un enfrentamiento personal prefería al matón callejero de Dublín antes que al Phi Beta Kappa de Harvard—. Ellis, ¿cuándo empezamos con los testigos?

Loew tocó las pilas de archivos.

—Pronto, después que hayáis digerido esto. A partir de lo que aprendáis aquí, daréis los primeros pasos. Buscaréis puntos débiles y personas débiles que parezcan dispuestas a cooperar. Si pudiéramos hacernos con un grupo de testigos voluntarios deprisa, sería perfecto. Pero si no obtenemos suficiente colaboración inicial, tendremos que hacer una infiltración. Nuestros amigos de los Transportistas han oído charlas en los piquetes. Parece que la UAES planea realizar mítines estratégicos destinados a plantear exigencias contractuales exorbitantes a los estudios. Si se nos presentan muchos obstáculos iniciales, daremos marcha atrás e infiltraremos un señuelo en la UAES. Quiero que ambos penséis en policías listos, duros y de aire idealista que podamos usar si llegamos a este punto.

Mal sintió un escalofrío. Se había granjeado su reputación en Antivicio infiltrando señuelos, dirigiendo. Era su especialidad como policía.

—Lo pensaré —dijo—. ¿Dudley y yo somos los únicos investigadores?

Loew hizo un ademán que abarcaba su casa entera.

—Empleados de la ciudad se reúnen aquí para encargarse del papeleo, Ed Satterlee para el uso de sus contactos, Lesnick para el asesoramiento psiquiátrico. Vosotros dos para los interrogatorios. Podría conseguir un tercer hombre para que busque material delictivo, situaciones comprometedoras.

Mal ansiaba leer, pensar, trabajar.

—Iré a atar algunos cabos sueltos en el Ayuntamiento, volveré a casa y me pondré a trabajar —dijo.

—Yo voy a entablar pleito a un agente de bienes raíces por conducir borracho la motocicleta de su hijo.

Dudley Smith brindó en honor de su jefe con una copa imaginaria.

—Ten piedad. La mayoría de los agentes de bienes raíces son buenos y patrióticos republicanos, y tal vez un día necesites su ayuda.

En el Ayuntamiento, Mal hizo algunas llamadas para satisfacer su curiosidad acerca de sus dos nuevos colegas. Bob Cathcart, un experto agente de la Sección Criminal del FBI con quien había trabajado, le pasó datos sobre Edmund J. Satterlee. Según Cathcart el hombre era un fanático religioso que tenía el comunismo entre ceja y ceja, y sus puntos de vista eran tan extremos que Clyde Tolson, el número dos de Hoover en el FBI, a menudo le hacía cerrar el pico cuando actuaba como agente de la oficina de Waco, Texas. Se estimaba que Satterlee ganaba cincuenta mil dólares anuales por sus conferencias anticomunistas; Contracorrientes Rojas era «un mero engaño»: «Dejarían libre a Karl Marx si les pagaran lo suficiente.» Se rumoreaba que habían echado a Satterlee de la Sección de Inmigración porque había intentado montar una operación ilegal: recibir talonarios de los prisioneros japoneses a cambio de hacerse cargo de su propiedad confiscada hasta que los liberasen. El resumen del agente Cathcart: Ed Satterlee estaba loco de remate, aunque era rico y competente, un experto en inventar teorías conspiratorias que resultaban convincentes en un tribunal; muy eficiente en reunir pruebas y en crear interferencias externas para los investigadores de un gran jurado.

Una llamada a un viejo compañero del Escuadrón Metropolitano del Departamento de Policía de Los Ángeles y otra a un ex ayudante del fiscal de distrito que ahora estaba en la oficina de la Fiscalía General del Estado le proporcionaron la verdadera historia del doctor Saul Lesnick. El viejo era y seguía siendo miembro del PC; era soplón de los federales desde el 39. Dos agentes de la oficina de Los Ángeles habían ido a verlo para proponerle un trato: él suministraría datos psiquiátricos confidenciales a diversos comités y agencias policiales, y su hija quedaría libre de su sentencia de cinco a diez años por conducir en estado de embriaguez y atropellar a una persona sin detenerse. Había pasado un año en prisión y le quedaban por lo menos cuatro. La muchacha estaba cumpliendo la sentencia en Tehachapi. Lesnick aceptó; ella obtuvo la libertad condicional indeterminada, la cual sería revocada si el buen doctor anunciaba públicamente su actividad o se negaba a colaborar. Lesnick, que contaba con un máximo de seis meses en su lucha contra el cáncer pulmonar, había arrancado una promesa a un alto funcionario del Departamento de Justicia: cuando él muriera, todos los archivos confidenciales que había prestado se destruirían; los antecedentes de su hija por atropellar a una persona con el coche se eliminarían de toda documentación oficial relacionada con Lesnick, y sus confidencias sobre pacientes subversivos serían quemadas. Nadie sabría que Saul Lesnick, comunista y psiquiatra, había actuado durante diez años en ambos bandos y se había salido con la suya.

Nuevos colegas en un viejo negocio, pensó Mal. Selnick obtenía un buen precio a cambio de su colaboración. Su baile con los federales valía la pena: evitaba a su hija violaciones con mango de escoba y una perniciosa anemia causada por la célebre comida de Tehachapi, puro almidón, a cambio del resto de su vida, acortada por un suicidio con tabaco francés. Él habría hecho lo mismo por Stefan, no lo hubiera pensado dos veces.

Había documentos cuidadosamente amontonados en el escritorio; Mal, mirando de soslayo la enorme pila del gran jurado, se puso a trabajar. Escribió notas a Ellis Loew para sugerirle investigadores que obtendrían pruebas de respaldo; mecanografió tarjetas asignando archivos a los inexpertos agentes de la Fiscalía de Distrito que se encargarían de los juicios ahora que Loew dedicaba todo su tiempo a combatir el comunismo. El asesinato de una ramera de Chinatown quedó en manos de un chico que había salido seis meses atrás de la peor escuela de leyes de California; era probable que el culpable, un rufián conocido por su afición a torturar a sus víctimas con un objeto fálico con remaches de metal, quedara en libertad. La muerte de dos negros quedó en manos de un joven que aún no había cumplido veinte años. Un miembro de la banda Cobra Púrpura había disparado contra una multitud de chicos frente a la Escuela de Artes Manuales con la esperanza de que hubiera gente de Escorpión Púrpura entre ellos. No los había; una aventajada alumna y su novio cayeron muertos. Mal le daba una probabilidad del cincuenta por ciento: los negros que mataban negros aburrían a los jurados blancos, que a menudo emitían sentencias caprichosas.

El asalto a mano armada en Minnie Robert's Casbash quedó en manos de un protegido de Loew; redactar la síntesis de los tres casos le llevó cuatro horas y le acalambró los dedos. Al terminar miró la hora y vio que eran las tres y diez: Stefan ya habría vuelto de la escuela. Si Mal tenía suerte, Celeste estaría visitando a su vecina, parloteando en checo, charlando acerca de la madre patria antes de la guerra. Mal cogió su pila de informes psiquiátricos y se dirigió a casa, reprimiendo un impulso pueril: parar en una tienda de artículos militares y comprar un par de barras plateadas de capitán.

Vivía en el distrito Wilshire, en una gran casa de dos plantas que le devoraba los ahorros y casi todo el sueldo. Esa casa habría sido demasiado buena para Laura: no valía la pena para un matrimonio juvenil basado en la atracción sexual. La había comprado al regresar de Europa en el 46, sabiendo que Laura salía y Celeste entraba, intuyendo que amaba al chico más de lo que nunca podría amar a esa mujer, que el matrimonio estaba destinado a proteger a Stefan. En las cercanías había un parque con aros de baloncesto y un campo de béisbol; la tasa de criminalidad del vecindario era prácticamente nula y las escuelas locales tenían la calificación académica más alta del estado. Era un final feliz para la pesadilla de Stefan.

Mal aparcó en la calzada y atravesó el césped: el deslucido trabajo de jardinería de Stefan, la pelota y el bate de su hijo apoyados contra el seto que se había olvidado de podar. Al entrar oyó voces: la riña bilingüe en la que había arbitrado mil veces. Celeste barbotaba conjugaciones verbales en checo, sentada en el sofá de su cuarto de costura, mientras dirigía gestos a Stefan, cautivo en una silla. El niño jugaba con objetos de una mesa: dedales y carretes de hilo, ordenándolos según el color; era tan listo que tenía que estar ocupado incluso mientras le daban una lección. Mal permaneció lejos de la puerta y observó, amando a Stefan por su temperamento; le alegraba que fuera moreno y regordete como su verdadero padre, no flaco y rubio como Celeste, aunque Mal era rubio y eso proclamaba a los cuatro vientos que no llevaban la misma sangre.

—Es el idioma de tu gente —dijo Celeste.

Stefan apiló los carretes formando una casita: colores oscuros para los cimientos, colores claros arriba.

—Pero ahora seré norteamericano. Malcolm dijo que puede conseguirme la ciud-ciud-ciudadanía.

—Malcolm es hijo de un pastor anglicano, un policía que no entiende nuestras tradiciones. Tu legado, Stefan. Aprende a hacer feliz a tu madre.

Mal notó que el chico no lo creía; sonrió cuando Stefan derrumbó la casa de carretes con los ojos oscuros despidiendo llamas.

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