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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (63 page)

BOOK: El gran desierto
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—¿Calibre doce, patrón?

—Más grande, Chico. Lo más grande que tengas.

42

La escopeta era un calibre 10 con cañón de treinta centímetros. Los cartuchos tenían perdigones de triple grado. Las cinco cargas de la recámara bastaban para transformar la tienda de Mickey Cohen y a los guardaespaldas de la cumbre de la droga en comida para perros. Buzz llevaba el arma en la caja de una persiana, envuelva en papel de regalo.

Su coche de alquiler estaba aparcado a media manzana al sur de Sunset. Los alrededores de la tienda estaban atestados de artillería judía y cañoneras italianas; había un centinela apostado junto a la puerta del frente, ahuyentando clientes; el hombre de la puerta trasera parecía medio dormido, sentado en una silla al sol de la mañana. Dos pistoleros neutrales estaban allí. Dudley y el cuarto hombre tenían que estar dentro.

Buzz hizo una seña al sujeto de la esquina: un cómplice reclutado en un bar, a quien ya le había pagado. El sujeto entró en el aparcamiento con aire furtivo, tanteando picaportes de Cadillacs y Lincolns, bordeando las últimas hileras de coches. Buzz se preparó, esperando a que el centinela reparara en él y actuara.

El que tomaba el sol tardó casi medio minuto en reaccionar y acercarse, una mano dentro de la chaqueta. Buzz corrió a toda velocidad, un relámpago gordo con zapatillas.

El centinela se volvió en el último momento, Buzz le pegó con la caja envuelta en papel de regalo y lo arrojó contra el capó de un Continental 49. El hombre sacó su arma, Buzz le sacudió un rodillazo en los testículos, le pegó en la nariz con la palma y vio cómo la automática 45 caía al asfalto. Con otro rodillazo lo dejó gimiendo en el suelo, apartó la pistola a un lado de una patada, abrió la caja y usó la culata de la recortada para dejarlo fuera de combate de un golpe.

Su cómplice se había ido. El centinela sangraba por la boca y la nariz, de viaje por el país de los sueños, tal vez para siempre. Buzz se guardó la automática en el bolsillo, caminó hasta la puerta trasera y entró.

Risas y charlas de camaradería, un corto pasillo con vestuarios. Buzz se acercó a una cortina, la entreabrió y observó.

La reunión cumbre estaba en su apogeo. Mickey Cohen y Jack Dragna se felicitaban uno al otro, de pie junto a una mesa atiborrada de canapés, botellas de cerveza y licor. Davey Goldman, Mo Jahelka y Dudley Smith bebían. Una hilera de matones de Dragna estaba de pie ante las ventanas del frente. Johnny Stompanato no estaba porque ya debía de ir camino de San Pedro, esperando que cierto hombre gordo sobreviviera a la mañana. A la izquierda se realizaban negocios: dos mexicanos contaban una maleta llena de dinero mientras un hombre de Mickey y otro de Jack probaban el polvo marrón blancuzco guardado en bolsas de papel reforzado que había en otra maleta. Sus sonrisas indicaban que la sustancia era de buena calidad.

Buzz corrió la cortina y se unió a la fiesta, metiendo una bala en la recámara para llamar la atención. Varias cabezas se volvieron al oír el ruido, bebidas y platos cayeron al suelo; Dudley Smith sonrió, Jack Dragna miró el cañón. Buzz vio a alguien con aire de polizonte junto a los mexicanos. Veinte contra uno a que él y Dudley eran los dos únicos contratados, Dudley era demasiado listo para intentar algo. Mickey Cohen mostraba una expresión compungida. Dijo:

—Pongo a Dios por testigo de que te haré algo peor que al sujeto que mató a Hooky Rothman.

Buzz sintió que todo el cuerpo se le echaba a volar. Los mexicanos empezaban a parecer asustados, un golpe en el escaparate llamaría la atención del hombre de la calle. Se situó en un lugar desde donde pudiera observar las caras de todos los presentes y apuntó el cañón hacia donde causaría el mayor daño: Jack y Mickey se evaporarían en cuanto apretara el gatillo.

—El dinero y la droga en una de tus bolsas, Mick. Despacio pero seguro.

—Davey —jadeó Mickey—. Va a disparar. Hazlo.

Davey Goldman se acercó a los mexicanos y les habló en español. De reojo, Buzz vio que guardaban bolsas de papel y dólares en un bolso con cierre de cremallera. Buzz veía lona y rayas rojas en el trasfondo, la cara de Mickey Cohen en primer plano.

—Si me envías a Audrey, no le tocaré ni un pelo y no te mataré lentamente —dijo Mickey—. Si la encuentro contigo, no puedo prometer piedad. Haz que vuelva.

Un golpe de un millón de dólares, y Mickey Cohen sólo podía pensar en una mujer.

—No.

Cerraron el bolso, Goldman se acercó muy despacio. Buzz tendió el brazo izquierdo, Mickey temblaba como un adicto en pleno síndrome de abstinencia. Buzz se preguntó qué diría a continuación; el pequeño gran hombre dijo:

—Por favor.

Buzz cogió el bolso y el brazo se le arqueó. Dudley Smith parpadeó.

—Volveré a por ti, muchacho —amenazó Buzz—. Díaz y Hartshorn.

Dudley rió.

—No sobrevivirás a este día.

Buzz retrocedió hacia las cortinas.

—No salgáis por la puerta trasera. Está minada.

Mickey Cohen dijo:

—Por favor. No puedes irte con ella. No le tocaré ni un pelo.

Buzz se escabulló.

Johnny Stompanato lo esperaba en el motel. Tendido en la cama, escuchaba ópera en la radio. Buzz dejó caer el bolso, lo abrió y sacó diez fajos de diez mil dólares cada uno. Johnny se quedó boquiabierto. El cigarrillo se le cayó sobre el pecho y le abrió un agujero en la camisa. Apagó la colilla con la almohada y dijo:

—Lo has logrado.

Buzz arrojó el dinero en la cama.

—Cincuenta para ti, cincuenta para Celeste Considine, Gramercy Sur 641, Los Ángeles. Tú harás la entrega y le dirás que es para educar al chico.

Johnny Stompanato abrazó la pila de dinero regodeándose en el espectáculo.

—¿Cómo sabes que no me lo quedaré todo?

—Te gusta demasiado mi estilo como para joderme.

Buzz se dirigió a Ventura, aparcó frente a la casa del agente Dave Kleckner y llamó al timbre. Audrey abrió la puerta. Llevaba una vieja camisa de Mickey y pantalones holgados, como la primera vez que la había besado. Audrey miró el bolso y dijo:

—¿Piensas quedarte una temporada?

—Tal vez. Pareces cansada.

—He estado toda la noche despierta, pensando.

Buzz le rozó la cara con las manos, alisando un mechón de pelo suelto.

—¿Dave está en casa?

—Dave está de servicio hasta tarde, y creo que está enamorado de mí.

—Todos están enamorados de ti.

—¿Por qué?

—Porque les haces sentir miedo de estar solos.

—¿Eso te incluye a ti?

—A mí especialmente.

Audrey saltó a sus brazos. Buzz soltó el bolso y le dio una patada para darse buena suerte. Llevó a su leona al dormitorio y trató de apagar la luz. Audrey le cogió la mano.

—Déjala encendida. Quiero verte.

Buzz se quitó la ropa y se sentó en el borde de la cama, Audrey se desnudó despacio y saltó sobre él. Se dieron besos diez veces más largos que de costumbre y prolongaron todas las cosas que alguna vez habían hecho juntos. Buzz la penetró enseguida, pero se movió muy despacio; ella movió las caderas con más fuerza que la primera vez. No pudieron prolongarlo más, y no querían; Audrey enloqueció con él. Como la primera vez, desordenaron las sábanas y se abrazaron sudando. Buzz recordó que había asido la muñeca de Audrey con el dedo para mantener el contacto mientras recuperaba el aliento. Lo hizo de nuevo, pero esta vez ella le estrujó la mano como si no supiera qué significaba el gesto.

Se abrazaron, Audrey se acurrucó contra él. Buzz miró el extraño dormitorio. En la mesilla de noche había solicitudes de pasaporte y pilas de folletos turísticos sudamericanos. Cajas con ropa femenina esperaban junto a la puerta junto a una maleta nueva. Audrey bostezó, le besó el pecho como si fuera hora de dormir y bostezó de nuevo.

—Cariño, ¿Mickey te pegó alguna vez? —preguntó Buzz.

Un somnoliento cabeceo.

—Hablaremos después. Después.

—¿Alguna vez lo hizo?

—No, sólo a hombres. —Otro bostezo—. Recuerda nuestro trato. Nada de hablar de Mickey.

—Sí, lo recuerdo.

Audrey lo abrazó de nuevo y se puso a dormir. Buzz recogió el folleto que tenía más cerca, material publicitario para Río de Janeiro. Lo hojeó, vio que Audrey había marcado casas que ofrecían tarifas para recién casados y trató de imaginar a un polizonte y asesino en fuga con una ex
strip-teaser
de treinta y siete años gozando del sol sudamericano. No lo consiguió. Trató de imaginar a Audrey esperándolo mientras él procuraba entregar doce kilos de heroína a un hampón que no hubiera oído hablar del atraco ni del precio puesto a su cabeza. No lo consiguió. Trató de imaginar a Audrey con él cuando la policía estrechara el cerco, polizontes ansiosos de gloria conteniendo el fuego porque el asesino estaba con una mujer. No lo consiguió. Pensó en Picahielo Fritzie encontrándolos juntos, atravesando la cara de Audrey con el picahielo, y eso fue fácil. Mickey diciendo «Por favor» y derritiéndose con ganas de perdonar era aún más fácil.

Buzz escuchó la respiración de Audrey, sintió que se le enfriaba la piel sudorosa. Trató de imaginarla encontrando un trabajo de contable, regresando a Mobile, Alabama y conociendo a un amable corredor de seguros en busca de una beldad sureña. No lo consiguió. Hizo un último intento: ellos dos saliendo del país cuando a él lo buscaban por matar a un policía. Hizo un gran esfuerzo para imaginarlo, y no encontró el modo.

Audrey se movió, alejándose de él. Buzz vio a Mickey cansado de ella a los pocos años, dejándola por una mujer más joven, dándole un bonito regalo de despedida. Vio a policías del sheriff y de la ciudad, a federales y a matones de Cohen persiguiéndolo hasta la luna. Vio a Ellis Loew y Ed Satterlee dándose la gran vida y al viejo doctor Lesnick acosándolo con: «¿Y cómo arreglará eso?»

Lesnick lo decidió. Buzz se levantó, entró en el salón, cogió el teléfono y pidió a la operadora que le pusiera con Los Ángeles CR-4619.

—Sí —respondió una voz. Era Mickey.

—Está en Montebello Drive 1006, Ventura —dijo Buzz—. Si llegas a tocarle un pelo, te mataré más despacio de lo que nunca pensaste hacer conmigo.


Mazel tov
—dijo Mickey—. Amigo mío, todavía no estás muerto, pero morirás deprisa.

Buzz colgó el auricular, regresó al dormitorio y se vistió. Audrey estaba en la misma posición, la cabeza enterrada en la almohada. No se le veía la cara.

—Has sido la única —se despidió Buzz, apagando la luz. Al salir cogió el bolso y dejó la puerta sin llave.

Conduciendo por carreteras secundarias, llegó al Valle de San Fernando después de las siete y media. Era una noche negra y estrellada. La casa de Ellis Loew estaba a oscuras y no había coches aparcados enfrente.

Buzz fue hasta el garaje, rompió el candado y abrió la puerta. El claro de luna alumbró una bombilla colgada de un cable. Tiró del cable y vio lo que buscaba en un anaquel bajo: dos bidones de gasolina. Los levantó y advirtió que estaban casi llenos. Los llevó hasta la puerta del frente y usó su llave de investigador especial para entrar.

La luz se encendió, el salón se puso blanco: paredes, mesas, cajas de cartón, anaqueles, montículos de papel. El gran viaje político de Loew y compañía. Gráficos, planos, miles de páginas de testimonios forzados. Cajas de fotografías con caras en círculos para probar traición. Una gran carga de mentiras unidas para demostrar una teoría que era fácil de creer porque creer era más fácil que atravesar un charco de estiércol para decir: «Equivocado.»

Buzz roció las paredes y anaqueles y mesas y pilas de papel con gasolina. Empapó las fotos de Sleepy Lagoon. Rompió los gráficos de Ed Satterlee, vació los bidones en el suelo y trazó una huella de gasolina hasta el porche. Encendió una cerilla, la arrojó al suelo. El blanco se volvió rojo y estalló.

El fuego se propagó, la casa se transformó en una llamarada gigantesca. Buzz subió al coche y se alejó. El fulgor rojo se reflejaba en el parabrisas. Tomó por calles secundarias hacia el norte, hasta que el fulgor desapareció y oyó sirenas que iban en dirección contraria. Cuando el ruido murió, Buzz ya trepaba por las colinas y Los Ángeles se había convertido en un borrón de neón en el espejo retrovisor. Su futuro estaba en el asiento: escopeta recortada, heroína, ciento cincuenta mil dólares. Faltaba algo, así que encendió la radio y encontró una emisora de música del Oeste. La música era demasiado suave y triste, como un lamento por un tiempo en que todo resultaba fácil. Escuchó de todos modos. Las canciones le hicieron pensar en sí mismo, en Mal y en el pobre Danny Upshaw. Tipos duros, policías renegados y cazadores de rojos. Tres hombres peligrosos siguiendo rumbos desconocidos.

Notas

1)
Título concedido a quienes se distinguen en el mundo académico norteamericano.
(N. del T)

2)
United Alliance of Extras and Stagehands.

3)
HUAC:
House Un-American Activities Committee
, «Comité de Actividades Antiamericanas Internas».
(N. del T)

4)
Norteamericanos de origen mexicano, habitualmente de pocos recursos y pertenecientes a pandillas callejeras identificadas con tatuajes.
(N. del T)

5)
Fourthsquare Church
: culto fundamentalista originado en el sur de California después de la Primera Guerra Mundial.
(N. del T)

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