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Authors: James Ellroy

Tags: #Intriga, Policiaco

El gran desierto (7 page)

BOOK: El gran desierto
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Danny decidió eliminar a Albanese como sospechoso: el hombre era estúpido, no tenía antecedentes delictivos y parecía sincero cuando negaba conocer a Martin Mitchell Goines. Danny le dijo que se le devolvería el Buick al cabo de tres días, colgó y fue a la oficina en busca de fotos y favores.

Karen Hiltscher había salido a comer; Danny agradeció que la muchacha no estuviera para comérselo con la mirada y palparle los bíceps en tanteos experimentales mientras el sargento de guardia reía para sus adentros. Había dejado las fotos en el escritorio. Vivo y con ojos, Martin Mitchell Goines tenía un aspecto joven y saludable: el peinado a lo Pompadour era el rasgo más sobresaliente de sus fotos de frente, de perfil derecho y de perfil izquierdo. Eran las fotos tomadas después de su segundo arresto por tenencia de marihuana: un letrero que le colgaba del cuello rezaba: «Departamento de Policía de Los Ángeles, 16/4/44.» Seis años atrás; tres y medio en San Quintín. Goines había envejecido prematuramente, y al morir parecía mayor de treinta y tres años.

Danny le dejó una nota a Karen Hiltscher: «Querida, por favor hazme un par de favores: 1) Llama a Yellow, Beacon y las compañías de taxis independientes. Pregunta si recogieron a algún varón en Sunset entre Doheny y La Cienega y las calles laterales, entre las 3.00 y las 4.00 de anoche. Pregunta también por un hombre borracho, Central y Slauson al 1200, calle St. Andrews, 12.30 - 1.30 de la mañana. Consigue todos los datos disponibles sobre pasajeros en esas horas y lugares. 2) Seamos amigos, ¿vale? Lamento haber cancelado esa cita para almorzar. Tuve que prepararme para un examen. Gracias — D. U.»

La mentira enfureció a Danny con la muchacha, con el Departamento del sheriff y consigo mismo por su actitud servil. Pensó en llamar a la Sección de la Setenta y Siete para avisar que iba a operar en territorio de la ciudad, luego desechó la idea. Era como pedir disculpas a la policía de Los Ángeles porque el Departamento del sheriff daba refugio a Mickey Cohen. Pensó en eso con desprecio. Un matón con aspiraciones a cómico de club nocturno y sentimientos piadosos por los perros extraviados y los niños lisiados ponía de rodillas al Departamento de Policía de una gran ciudad con una grabación: policías de Antivicio aceptando sobornos y actuando como chóferes de prostitutas; el turno de noche de la Sección Hollywood follando con las rameras de Brenda Allen en jergones, en plena celda. Mickey C. usando todo su arsenal de difamaciones porque los altos oficiales de la ciudad pedían otro diez por ciento sobre los negocios de usura y apuestas. Corrupción. Estupidez. Codicia. Error.

Danny canturreó esa letanía mientras se dirigía al distrito negro: al este por Sunset hasta Figueroa, Figueroa hasta Slauson, al este por Slauson hasta Central, la ruta hipotética del asesino y ladrón de coches. Anochecía, y los nubarrones eclipsaban el ocaso que intentaba iluminar las barriadas negras: chozas derruidas con cerca de alambre, salas de billar, bodegas e iglesias en todas las calles, hasta que empezaba la tierra del jazz. Una larga manzana de desquiciada vitalidad en medio de tanta sordidez.

Bido Lito's parecía un Taj Mahal en miniatura, aunque de color rojo; Malloy's Nest era una choza de bambú en cuya fachada había falsas palmeras hawaianas con adornos navideños. Rayas de cebra eran la única decoración de Tommy Tucker's Playroom, un obvio almacén reformado y coronado por saxofones, trompetas y claves musicales de yeso. El Zamboanga, Royal Flush y Katydid Klub, rosados y brillantes, con toques de rojo y verde vómito, compartían un edificio que parecía un hangar subdividido, con las respectivas entradas perfiladas en neón. Y el Zombie era una mezquita árabe que presentaba a un sonámbulo de tres pisos de altura creciendo desde la fachada: un negro de ojos rojos y relucientes saltando hacia la noche.

Los clubes estaban unidos entre sí por enormes aparcamientos; negros musculosos rondaban puertas y letreros que anunciaban cenas «Early Bird». Había pocos coches aparcados; Danny dejó el Chevy en una calle lateral y empezó sus averiguaciones.

Los porteros del Zamboanga y Katydid recordaban haber visto a Martin Mitchell Goines «por ahí»; un hombre que colocaba el letrero del menú frente al Royal Flush llevó la identificación un poco más lejos: Goines era un trombonista de segunda fila al que habitualmente contrataban cuando faltaba gente. Desde «Navidad» había tocado en la banda de Bido Lito's. Danny escrutó cada una de esas suspicaces caras negras buscando indicios de que le ocultaban información; sólo tuvo la sensación de que esos sujetos pensaban que Martin Goines era un ingenuo.

Danny llegó a Bido Lito's. Un letrero anunciaba a DICKY MCCOVER Y SUS JAZZ SULTANS - ESPECTÁCULOS A LAS 7.30, LAS 9.30 Y LAS 11.30 TODAS LAS NOCHES - DISFRUTE DE NUESTRO CESTO DE POLLO ESPECIAL. Entró, y fue como entrar en una alucinación.

Las paredes eran de satén claro iluminado por focos de color que daban a la tela un tono difuso; en el escenario había una imitación de las pirámides en cartón chispeante. Las mesas tenían bordes fluorescentes, y las camareras negras llevaban comida y bebida y usaban ceñidos disfraces de tigre. Todo el lugar olía a fritanga. Danny sintió un gruñido en el estómago. Recordó que no había comido desde hacía veinticuatro horas y se acercó a la barra. Aun bajo esa luz alucinatoria advirtió que el camarero se daba cuenta de que era un policía.

Le mostró las fotos.

—¿Conoce a este hombre?

El barman cogió las fotos, las examinó a la luz de la caja registradora y se las devolvió.

—Martin. Toca el trombón con los Sultans. Si quiere hablar con él, lo encontrará antes del primer turno de comida.

—¿Cuándo lo vio por última vez?

—Anoche.

—¿En la última sesión de la banda?

El camarero curvó los labios en una sonrisa; Danny intuyó que «banda» era vocabulario de no iniciados.

—Le he hecho una pregunta.

El hombre limpió el mostrador con un trapo.

—No creo. Recuerdo haberlo visto en la sesión de medianoche. Por ser Noche Vieja ayer los Sultans hicieron dos sesiones tardías.

Danny reparó en un anaquel donde había botellas de whisky sin etiqueta.

—Quiero hablar con el gerente.

El camarero apretó un botón; Danny se sentó en un taburete y giró para mirar el escenario. Un grupo de negros abría cajas de instrumentos, de donde sacaron un saxo, una trompeta y platillos. Un mulato gordo con traje cruzado se acercó a la barra con una sonrisa aduladora.

—Creí que conocía a todos los muchachos del Escuadrón —dijo.

—Trabajo para el Departamento del sheriff —replicó Danny.

La sonrisa del mulato se evaporó.

—Habitualmente trato con la Siete Siete, amigo.

—Éste es asunto del condado.

—Éste no es territorio del condado.

Danny señaló hacia atrás con el pulgar y movió la cabeza hacia los focos.

—Aquí hay alcohol ilegal, esas luces pueden causar incendios y el condado se encarga del control de bebidas y de las normas de higiene y seguridad. Tengo una libreta de citaciones en el coche. ¿Quiere que vaya a buscarla?

El mulato volvió a sonreír.

—Claro que no. ¿En qué puedo servirle, señor?

—Hábleme de Martin Goines.

—¿Qué quiere que le diga?

—Todo, por ejemplo.

El gerente se tomó su tiempo para encender un cigarrillo; Danny sabía que lo estaba evaluando. Al fin el hombre exhaló y dijo:

—No hay mucho que contar. Nos lo mandaron cuando el trombón de los Sultans empezó a beber de nuevo. Habría preferido un hombre de color, pero Martin tiene fama de llevarse bien con los negros, así que lo acepté. Salvo anoche, que dejó plantados a los muchachos, Martin siempre se había comportado con corrección. Su trabajo era satisfactorio. No era el mejor músico del mundo; tampoco era el peor.

Danny señaló a los músicos del escenario.

—Esos muchachos son los Sultans, ¿no?

—Así es.

—¿Goines tocó con ellos en una sesión que terminó después de medianoche?

El mulato sonrió.

—La rítmica versión de
Old Lang Syne
tocada por Dicky McCover. Hasta Bird se la envidia…

—¿Cuándo terminó la sesión?

—Alrededor de las doce y veinte. Doy quince minutos de descanso a los muchachos. Como le decía, Martin faltó a ésa y al cierre de las dos. La única vez que me ha fallado.

Danny indagó la coartada de los Sultans.

—¿Los otros tres hombres estaban en el escenario durante las dos últimas sesiones?

El gerente asintió.

—Así es. Tocaron para una fiesta privada que yo celebraba después. ¿Qué hizo Martin?

—Fue asesinado.

El mulato se ahogó con el humo que estaba inhalando. Carraspeó, tiró el cigarrillo al suelo y lo pisoteó.

—¿Quién cree que lo hizo? —jadeó.

—Ni usted ni los Sultans. Veamos: ¿Goines tenía un hábito?

—¿Hábito de qué?

—No se haga el tonto. Droga, H mayúscula, heroína. El gerente retrocedió un paso.

—No contrato a drogadictos.

—Claro que no. Y tampoco sirve alcohol de contrabando. Intentemos otra cosa: Martin y las mujeres.

—Nunca oí nada sobre eso.

—¿Enemigos? ¿Alguien que le guardara rencor?

—Nada.

—¿Amigos, socios, hombres que preguntaran por él?

—No, no y no. Martin ni siquiera tenía familia.

Danny decidió sonreír, una técnica de interrogatorio que practicaba ante el espejo del dormitorio.

—Lamento haber sido tan brusco.

—No es nada.

Danny se sonrojó, y esperó que aquella loca iluminación lo disimulara.

—¿Tiene un hombre vigilando el aparcamiento?

—No.

—¿Recuerda un Buick verde aparcado allí anoche?

—No.

—¿Sus empleados de cocina remolonean por allí?

—Hombre, mis empleados de cocina están demasiado ocupados para remolonear por ninguna parte.

—¿Las camareras? ¿Hacen algún «trabajito» después del trabajo?

—Hombre, usted está fuera de jurisdicción y muy fuera de lugar.

Danny apartó al mulato y se abrió paso entre los clientes para llegar al escenario. Los Sultans lo vieron venir e intercambiaron miradas: gente acostumbrada a la policía. El batería dejó de arreglar su equipo; el trompetista retrocedió y se quedó junto a las cortinas que daban tras el escenario; el saxofonista dejó de ajustar la boquilla y se plantó donde estaba.

Danny subió a la plataforma. La luz blanca y caliente le obligó a parpadear. Calculó que el saxofonista era el jefe y optó por una táctica suave. El interrogatorio tenía demasiado público.

—Departamento del sheriff. Es por Martin Goines.

El batería le respondió.

—Martin está limpio. Acaba de curarse.

Una pista. Un ex convicto sacando la cara por otro.

—No sabía que era adicto.

El saxofonista resopló.

—Durante años, pero logró desengancharse.

—¿Dónde?

—En el Hospital Estatal de Lexington, Kentucky. ¿Es por la libertad condicional?

Danny retrocedió para captar a los tres hombres de un vistazo.

—Anoche asesinaron a Martin. Creo que lo secuestraron cerca de aquí, después de la sesión de medianoche.

Tres reacciones limpias: el trompetista se asustó, probablemente temeroso de la policía por principio; el batería tembló; el saxofonista se intimidó, pero reaccionó con furia.

—Todos tenemos coartadas, por si no lo sabe.

Danny pensó: Martin Mitchell Goines, en paz descanses.

—Lo sé, así que nos limitaremos a la rutina habitual. ¿Martin tenía enemigos que ustedes conozcan? ¿Problemas con mujeres? ¿Otros adictos que lo acuciaran?

—Martin era un cero a la izquierda —contestó el saxofonista—. Lo único que sé es que renunció a su libertad condicional. Deseaba tanto abandonar la droga que se fue a Lexington como prófugo. Hay que tener agallas. Es un hospital federal, y pudieron haber averiguado quién era. Un cero a la izquierda. Ni siquiera sabíamos dónde vivía.

Danny reflexionó y miró al trompetista asomado tras las cortinas, aferrando el instrumento como si fuera un amuleto para espantar demonios.

—Creo que tengo algo para usted —intervino el trompetista.

—¿Qué?

—Martin me dijo que tenía que encontrarse con un sujeto después de la sesión de medianoche, y vi que cruzaba hasta el aparcamiento del Zombie.

—¿Mencionó algún nombre?

—No, sólo un sujeto.

—¿Comentó algo más sobre él? ¿Qué iban a hacer… algo por el estilo?

—No, y dijo que volvería enseguida.

—¿Usted cree que fue a comprar droga?

El saxofonista clavó en Danny sus ojos azul claro.

—Mire, le he dicho que Martin estaba limpio y quería seguir limpio.

El público empezó a abuchear; bolas de papel pegaron contra las piernas de Danny. Parpadeó ante las luces y sintió que el sudor le empapaba el cuerpo. Alguien lo insultó y lo aplaudieron; un ala de pollo medio mordida chocó contra la espalda de Danny. El saxofonista le sonrió, lamió la boquilla y le guiñó el ojo. Danny contuvo las ganas de hacerle tragar el saxo y se largó del club deprisa, por una salida lateral.

El aire nocturno le enfrió el sudor y lo hizo temblar; la pulsación del neón le lastimó los ojos. Los borbotones de música se mezclaban con estrépito y el sonámbulo negro de la azotea del Zombie parecía anunciar el fin del mundo. Danny caminó directamente hacia la aparición.

El portero miró la placa con respeto y le cedió el paso a cuatro paredes de humo y ruidos rechinantes: la banda del frente de la sala llegaba a un crescendo. La barra estaba a la izquierda. Tenía forma de ataúd y ostentaba el emblema del sonámbulo. Danny se acercó, aferró un taburete, llamó con el dedo a un hombre blanco que secaba vasos.

El camarero apoyó una servilleta ante él.

—¡Un burbon doble! —aulló Danny por encima del bullicio. Apareció un vaso; Danny engulló el trago; el camarero volvió a llenar el vaso. Danny bebió de nuevo y sintió que los nervios se le calmaban. La música terminó con un estruendo chillón; las luces se encendieron entre grandes aplausos. Cuando terminaron los aplausos, Danny buscó en el bolsillo. Extrajo un billete de cinco dólares y las fotos de Goines.

—Dos dólares por las copas —dijo el camarero.

Danny se guardó los cinco en el bolsillo de la camisa y le mostró las fotos.

—¿Le conoce?

El hombre entornó los ojos.

BOOK: El gran desierto
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