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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

El guardián de la flor de loto (10 page)

BOOK: El guardián de la flor de loto
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—Si crees de corazón que debes dar un paso, en cualquier dirección, ¿qué puedo decirte yo?

Ahora sé lo que Malcolm deseaba decirme en ese momento y no me dijo. Algo que él tantas veces había hablado con Lobsang Singay. Quizá el lama médico también estaba observándome desde el mundo intermedio. Deseaba decirme que no hay ninguna vida que sea nuestra por entero, ningún camino cierto. Que al final casi nada importa. Que cuando nos sentamos frente al abismo y miramos hacia atrás sólo se percibe entre las sombras el amor recibido de quien nos quiso de verdad. Que cualquier camino es bueno si sirve para preservar ese sentimiento absoluto, el único por el que merece la pena vivir y morir. Me habría ayudado escuchar sus palabras en la terraza del hotel Imperial, pero él sabía que esas verdades han de salir de uno mismo para que surtan algún efecto. Ni Malcolm, ni Singay desde el cuarto cielo, dijeron nada. No aquella noche.

Capítulo 7

Al llegar a casa me dediqué a preparar todo lo necesario para el viaje. Teniendo en cuenta el cambio horario era un buen momento para llamar a Martha, preguntar por la niña y explicarle mi cambio de planes. Temía su reacción y prefería hacerlo cuanto antes. Fui al dormitorio a buscar el móvil y marqué el número. Martha descolgó al instante.

—Diga.

—Hola…

—¡Jacobo! —se sorprendió—. No esperaba tu llamada. ¿Qué hora es allí?

—Tarde, pero ya sabes. ¿Recibiste el mensaje que te envié al llegar a Delhi?

—Sí.

—¿Qué tal está Louise?

—Muy bien. Y de sus cosas, sin problemas.

—¿Cómo se lleva con la nueva profesora?

—De maravilla, aunque ayer debió de dar tanta guerra en clase que la tuvo que echar junto con otras tres. Cuando regresé de dar las clases de la tarde, la encontré haciendo los deberes sola, de puro arrepentimiento.

—No estará por ahí…

—No. Han salido de excursión al lago.

—Bueno, dile que he llamado y le das muchos besos.

—Claro. He hablado con mi padre.

—Me lo ha dicho.

—He visto que no le habías comentado nada de… nosotros.

—En eso quedamos.

—Tú quedaste —corrigió.

—Es igual, déjalo ahora.

Una interferencia interrumpió la comunicación durante un segundo. Resultó perfecta para cambiar de tema.

—¿Qué tal es esa chica?

—¿Asha?

—Sí. Ya la conoces, ¿no?

Por un momento dudé qué debía contestar.

—Es fantástica. Nunca había visto a tu padre así de…

—Todavía no puedo creer que no me lo haya contado hasta hoy.

—Le preocupaba cómo te lo pudieras tomar.

—No me vengas con ésas, por favor. Estoy harta de que todo el mundo se preocupe tanto por mí que no me diga nada de lo que pasa.

—No es eso, ya lo sabes. —Tenía que decírselo cuanto antes—. Hay un cambio de planes. Mañana salgo hacia Dharamsala.

—¿Por qué?

—Se trata de Singay. Voy a sustituir a tu padre en la autopsia y en la reunión.

—No comprendo.

—Tampoco te ha dicho tu padre nada de esto…

—Creo que voy a colgar —se limitó a decir más seca que nunca.

—No, no, no cuelgues. Están siendo unos días muy difíciles. Todo está ocurriendo muy deprisa. —Esperé unos segundos antes de continuar—. Al parecer una secta radical llamada la Fe Roja envenenó a Singay.

—¿Qué dices? ¡Eso es imposible!

—Aquí estamos todos igual de sorprendidos. Tu padre se había ofrecido al Kashag para mantener una reunión extraoficial con el líder de la secta a fin de intentar aclarar el asunto antes de que la crisis trascienda y ya no se la pueda controlar. Pero a él le resulta imposible acudir.

—¿Vas a reunirte tú con los asesinos? ¿No hay nadie en toda la India que pueda hacerlo?

—Aceptaron precisamente porque se trataba de tu padre, y yo voy a ir en su nombre. Entiende que si ahora cancelamos el encuentro no querrán concertar otro. —Martha guardó silencio—. ¿Qué te pasa? —pregunté con dulzura.

Me sentía peor a cada momento.

—Supongo que creía que volverías incluso antes de lo previsto, eso me pasa. No esperaba esto.

—Pero…

—Ya hablaremos. Además estoy muy nerviosa, yo también he pasado unos días muy malos con la niña.

—Pero si has dicho que estaba bien…

—No te preocupes, ya sabes que yo siempre puedo ocuparme de todo. Te aseguro que en otras ocasiones lo hemos pasado las dos mucho peor que ahora. Haz lo que tengas que hacer y ya me irás diciendo dónde estás.

No alcanzaba a reconocernos en aquella conversación. Sentía a Martha tan lejos que hubiese podido afirmar que no éramos nosotros los que hablábamos. No era capaz de imaginar que pretendiese hacerme daño con aquello.

—Martha… —susurré.

Entonces oí que ya había colgado.

Me quedé mirando la pequeña pantalla del móvil, que aún permanecía iluminada. Cuando se apagó me di cuenta de que nuestra separación era real. Hasta entonces no había barajado la posibilidad de que no hubiese vuelta atrás.

En ese momento oí la puerta de la calle.

—¿Malcolm? —pregunté extrañado.

—¿Jacobo? —contestó alguien.

Era la voz de Asha.

Salí y me encontré con ella en mitad del salón.

—No te esperaba tan pronto.

—Es que tengo muchas cosas que preparar. Mañana voy contigo a Dharamsala.

—¿En serio?

—Al final me he decidido. A Malcolm no le hacía mucha gracia que fuera, pero en cualquier caso prefiere que vaya contigo.

—Es una buenísima noticia.

—Eso sí, me ha dicho que ni se me ocurra participar en nada relacionado con la reunión. He tenido que prometerle que me mantendré alejada del Kashag en todo momento y que no hablaré con nadie sobre Lobsang Singay. En realidad le he prometido que no te veré hasta que hayas terminado. Me limitaré a ocuparme de los asuntos de la embajada y después regresaremos juntos a Delhi.

Un gesto de gravedad cubrió mi rostro.

—¿Qué te pasa? —me preguntó.

—No es nada. Acabo de hablar con Martha.

—¿Es por tu hija?

—No, somos nosotros. Estamos atravesando un mal momento… En realidad ya se ha convertido en una mala temporada.

—Vaya, lo siento.

—No te preocupes.

—Malcolm no me había dicho nada…

—Hemos tratado de mantenerle al margen. Son demasiadas cosas: el trabajo en la selva, la niña… Es como si hubiésemos dejado de ser los dueños de nuestra propia vida.

Asha me miró sin saber qué decir.

—Últimamente, cuando estoy en Puerto Maldonado no paramos de discutir —seguí confesándome con ella—. Después me voy a las inspecciones sin haber solucionado nada, paso semanas fuera de casa y cada vez que vuelvo es más difícil tratar de arreglar las cosas. Lo peor es que a Martha tampoco le quedan muchas fuerzas para intentarlo.

—No podéis rendiros…

—Querría saber cómo salir de esta encrucijada. Quizá estemos pagando un precio demasiado alto por nuestros sueños. Llegamos a Perú convencidos de que era lo único que queríamos hacer, pero el tiempo corre, mi nuevo trabajo nos ha separado, es muy complicado para Martha mantener en funcionamiento ella sola la escuela, y mucho más con la enfermedad de Louise… Todo se nos ha ido un poco de las manos, y a veces pienso que soy el único responsable. Si supiera que renunciando a las inspecciones las cosas volverían a ser como antes…

Se me hizo un nudo en la garganta.

Nos dimos un abrazo.

Asha apoyó en unos libros una fotografía polaroid que algún invitado le había tomado en la presentación; retrataba el momento en el que Malcolm la cogía de la mano para dar la noticia. Se dirigió al dormitorio para meter en una bolsa la ropa que había venido a buscar. Tras despedirnos hasta el día siguiente, cerró la puerta de la calle sin hacer ruido.

Me tumbé en la cama. El círculo que describían las aspas del ventilador me recordó a la corona mortuoria que los buitres dibujan en el cielo. Respiré hondo y dejé caer la cabeza hacia un lado. Todas mis dudas aprovecharon ese despiste para abalanzarse sobre mí.

Capítulo 8

Malcolm nos había provisto de un todoterreno con conductor para viajar a Dharamsala. La única forma segura, según él, de atravesar las primeras cumbres en la época de lluvias.

Antes de partir, Asha y yo pasamos por la embajada para recoger su maletín con toda la documentación que necesitaba llevar. Estaba situada cerca de la casa de Malcolm. Había gente por todos los rincones y cada uno parecía saber lo que tenía que hacer en cada momento. Se despidió de algunos compañeros sin perder tiempo.

Después nos detuvimos en la delegación de la Unión Europea. Ocupaba un edificio con cristales tintados de marrón que reflejaban el jardín y devolvían una imagen cobriza de las palmeras. La secretaria de Luc Renoir nos entregó las cartas de recomendación que éste había dejado preparadas en el interior de un sobre con timbre oficial. Las guardé junto a otra carta que Malcolm había escrito al regresar a casa una vez terminó la presentación. «Es una especie de informe en el que explico con detalle el resultado de nuestras indagaciones, por si crees oportuno mostrárselo a alguien», había dicho, sabiendo que su buena reputación en la capital exiliada también me serviría de aval.

Sin más demoras enfilamos la carretera hacia la región de Himachal Pradesh. Al principio disfrutamos la falsa ilusión de que la doble vía quizá se alargase durante unos kilómetros, pero al momento llegaron los atascos de tuc-tucs, un camello portando sacos de cereal, calor, sudor, ciclomotores que cargaban una familia de cinco miembros, atascos de bicicletas, puestos de comida dudosa, atascos de autobuses, otra vez calor, sudor y una parada para pagar las tasas, con un mono, un oso y una cobra que ayudaban a unos mendigos a pedir limosna. Y de repente, como por un encantamiento en el que también cabían el mono, el oso y la cobra, sólo carretera. Sólo silencio y carretera.

Así transcurrió toda la jornada.

—Al menos no ha sido necesario utilizar la tracción total. ¡Eso en esta época es una suerte! —exclamó el conductor antes de irse a dormir.

Pasamos la noche en un hostal situado a medio camino, en mitad de ninguna parte. Apenas fui capaz de cerrar los ojos un par de horas. Cuando me acosté ya estaba pensando en el momento de levantarme para continuar el viaje; no dejé de dar vueltas en aquel camastro del que se me salían los pies. Antes de amanecer me asomé por la ventana y vi cómo el conductor ponía el vehículo en marcha y manipulaba unas correas.

El segundo día fue más duro. Tuvimos que sortear varios desprendimientos. Mirando el mapa parecía increíble que bien avanzada la tarde aún estuviésemos traqueteando por las faldas de la cordillera. Ni siquiera habíamos parado para comer. Sólo las largas conversaciones con Asha lo hacían más llevadero. Llegué a pensar que el viaje habría merecido la pena por el mero hecho de ir con ella, tal era el grado de intimidad que habíamos logrado a pesar de que acabábamos de conocernos. El conductor no decía nada. Cuando le preguntábamos cuánto faltaba para llegar contestaba con una sonrisa forzada y de nuevo fijaba la vista al frente. Era preciso concentrarse para evitar que las ruedas patinasen con la gravilla de los socavones.

La carretera era estrecha y el borde del terraplén corría junto a nosotros.

Asha abrazaba sus piernas encogidas, subidas en el asiento trasero. Vestía un pantalón de seda naranja con unos abalorios cosidos en los bajos que tintineaban cada vez que cambiaba de postura. De vez en cuando me volvía para hablarle entre los reposacabezas. Al menos, a medida que se acercaba la noche resultaba más fácil olvidarse de la humedad sofocante.

—Algunos lamas entrarán en trance para provocar el despertar de Lobsang Singay en el estado intermedio —me explicaba mientras las horas seguían estirándose sin remedio—. Hasta entonces su conciencia se encuentra más perdida que nunca. No sabe adónde irá a parar.

—Le pasa igual que a mí.

Hice como si se tratase de una broma, apenas esbozando una sonrisa.

—No me vengas con ésas otra vez —se quejó.

Consiguió que me sintiera a disgusto con mi actitud. Me prometí que no volvería a lamentarme.

—Ha sido una suerte conocerte —dije.

—Yo también me alegro de haberte conocido. Lo más valiente que puede hacer un hombre es enfrentarse a sí mismo.

Me recliné en el asiento, echando la cabeza hacia atrás.

—Quizá en otra vida —dije, ahora sí bromeando.

—No aspires a encontrarte en otra vida —replicó ella con dulzura—. Ya no serás tú. Has de actuar hoy, porque ni siquiera mañana serás tú.

Sentí un nudo en el estómago al imaginar mi encuentro con los miembros de la Fe Roja.

—Estamos llegando. Las estupas de aquella colina llevan al primer monasterio de Dharamsala —dijo por fin el conductor señalando a lo lejos.

Sacó el todoterreno de la carretera y se dirigió hacia un descampado. Desde el camino sólo se veía una caseta que a duras penas aguantaba en pie y un cartel metálico que se balanceaba movido por el viento. Cuando se dispersó el polvo comprobamos que se trataba de una gasolinera. Nos acercamos a un grifo oxidado que parecía esconderse detrás del cartel en el que podía leerse «Indian Oil».

—Siempre reposto aquí antes de entrar en la ciudad. Es el único expendedor. El otro cerró hace meses —nos informó.

Bajamos del vehículo y nos estiramos hasta que casi se nos desencajaron las articulaciones.

—Dicen que las lluvias de verano apagan cada noche las mil velas de sus monasterios —dijo Asha sin dejar de contemplar el nuevo paisaje de pinos que, al fondo del valle, rodeaba Dharamsala.

Cuando nos disponíamos a seguir, después de beber agua y rociarme la nuca con lo que quedaba en la botella, el encargado salió correteando de la caseta. Llevaba en las manos un paquete algo mayor que una caja de zapatos. Tras intercambiar unas palabras con el conductor, le preguntaron algo a Asha.

—Nos pide que llevemos este paquete a la oficina de correos que hay en la ciudad —me informó ella.

—Por mí no hay problema —dije.

Lo introduje en la parte trasera y reanudamos la marcha. La tenue luz del ocaso iluminaba los tejados que comenzaban a divisarse. Arrancaba reflejos violáceos entre las banderas ceremoniales que se agitaban como si se hubieran percatado de nuestra llegada.

Al virar en una de las curvas que bajaban a la ciudad, un autoestopista se adentró en la carretera. Estaba claro que era extranjero. En lugar de mostrarnos la palma de su mano vuelta hacia abajo, como era habitual en los caminos de la India, agitaba ambos brazos como si le ocurriera algo grave. Vestía una camisa de cuadros desabotonada y unos vaqueros caídos. Sin dejar de sonreír, poco antes de que pasásemos junto a él nos mostró el bulto que llevaba atado a la espalda, una gran bolsa anudada por ambos lados con la bandera tibetana cosida en el centro. Sin duda había acudido allí en busca de las delicias espirituales de los monasterios de la zona exiliada. Asha me miró un instante y mandó parar al conductor.

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