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Authors: Paul Sussman

Tags: #Aventura, intriga

El guardián de los arcanos (11 page)

BOOK: El guardián de los arcanos
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—¡Basta, Jalifa! Basta, ¿me has oído?

Todo su cuerpo temblaba. Se había formado una espuma de saliva en las comisuras de su boca.

—Tus trastornos psicológicos son problema tuyo, pero yo he de dirigir una comisaría de policía y no pienso reabrir un caso de hace quince años sólo porque un idiota está sufriendo una crisis de conciencia. Careces de pruebas, no hay nada que indique que Mohammed Yamal no asesinó a Hannah Schlegel, excepto en tu mente, que, a juzgar por lo que has dicho acerca de plumas y ranas, no parece demasiado equilibrada. Siempre he sabido que no tienes madera de policía, Jalifa, y esto no hace más que confirmarlo. Si no puedes soportar el calor, lárgate de la cocina. Dedícate a la arqueología, o a lo que siempre te ha gustado, y deja que me ocupe yo del trabajo de detener delincuentes. Delincuentes reales, no imaginarios.

Olvidando que llevaba peluquín, se rascó furiosamente la cabeza, y la peluca resbaló hasta la mitad de su frente. Se la quitó con un rugido de furia y la tiró al otro lado de la habitación, mientras volvía a su mesa y se sentaba, con la respiración entrecortada.

—Olvídalo, Jalifa —añadió, con voz cansada de repente—. ¿Lo has entendido? Por el bien de todos. Mohammed Yamal asesinó a Hannah Schlegel, Jansen murió de manera accidental y no existe ninguna relación entre ambos. No pienso reabrir el caso.

Bajó la vista, negándose a sostener la mirada de Jalifa.

—Bien, hay una
hawagaya
en el Palacio de Invierno convencida de que le han robado las joyas. Quiero que vayas a investigarlo. Olvídate de Jansen y haz un buen trabajo de policía por una vez en la vida.

Removió una pila de papeles que tenía frente a él, con la mandíbula apretada. Jalifa se dio cuenta de que era inútil seguir discutiendo, de manera que se puso en pie y caminó hacia la puerta.

—Las llaves —gruñó Hasani—. No quiero que vayas a husmear a casa de Jansen a mis espaldas.

Jalifa se volvió, sacó las llaves de Jansen del bolsillo y se las lanzó a Hasani, que las capturó con una mano.

—No me lleves la contraria en esto, Jalifa. ¿Me has entendido? En esto no.

El detective abrió la puerta y salió al pasillo.

11

Jerusalén

Laila no podía atravesar la puerta de Damasco, con su imponente arco rematado por dos torres, baldosas ennegrecidas de mugre, y la multitud de mendigos y vendedores de fruta, sin recordar la primera vez que había ido allí con sus padres, a los cinco años de edad.

—Mira, Laila —había dicho con orgullo su padre, acuclillado a su lado mientras le acariciaba el pelo, negro y largo hasta la cintura—. ¡Al-Quds! La ciudad más hermosa del mundo. Nuestra ciudad. Mira el brillo de la piedra bajo el sol de la mañana. Huele el
zaatar
y el pan recién horneado, escucha la llamada del muecín y los gritos de los vendedores de
turnar hindi.
Recuerda estas cosas, Laila, guárdalas dentro de ti. Porque, si los israelíes se salen con la suya, nos expulsarán a todos y al-Quds se convertirá en un lugar sobre el que leeremos en los libros de historia.

Laila había pasado un brazo protector alrededor de su cuello.

—¡No los dejaré, papá! —había gritado—. Lucharé contra ellos. No tengo miedo.

Su padre había reído, para luego alzarla y apretarla contra su pecho, liso y duro como mármol.

—¡Mi pequeña guerrera! ¡Laila la Invencible! ¡Qué hija me ha sido concedida!

Los tres habían rodeado la ciudad por fuera, siguiendo las murallas, que en aquel momento se le habían antojado inconmensurablemente altas y amenazadoras, un gran maremoto de piedra que se alzaba sobre sus cabezas, y después habían atravesado la puerta de Damasco para adentrarse en el laberinto de calles. Habían bebido Coca-Cola en un pequeño café, mientras su padre fumaba una pipa
sbisba
y conversaba animadamente con un grupo de ancianos. Luego caminaron por la calle al-Wad hacia Arma al-Sharif, parando de vez en cuando para que él pudiera señalar una panadería en la que había comido pasteles cuando era niño, una plaza donde había jugado al fútbol, una vieja higuera que crecía en una pared y cuya fruta solía robar.

—No para comer —había explicado—. Era demasiado dura y amarga. Nos las tirábamos los unos a los otros. Una vez, me alcanzaron en la nariz. ¡Tendrías que haber oído el crujido! ¡Había sangre por todas partes!

Había prorrumpido en carcajadas al recordar aquel incidente, y Laila también había reído, y le había dicho que lo consideraba muy divertido, aunque la historia la había horrorizado, la sola idea de su padre herido. Le quería mucho y deseaba complacerle, demostrarle que no era débil ni miedosa, sino fuerte como él, valiente, una verdadera palestina.

Desde la higuera se habían internado en el laberinto de calles angostas, hasta llegar a un punto en el que los edificios de cada lado se arqueaban sobre sus cabezas y formaban un túnel. Un grupo de soldados israelíes parados allí los miraron con suspicacia cuando pasaron.

—Fíjate en cómo nos miran —había comentado su padre con un suspiro—. Consiguen que nos sintamos como ladrones en nuestra propia casa.

La cogió de la mano para guiarla hacia una puerta baja de madera, coronada por un dintel tallado con un trabajado dibujo de uvas y tallos de vid. Una placa de latón anunciaba que era la Yeshiva Alder Cohén Memorial. Había una
mezuzah
metida en la jamba de piedra derecha.

—Nuestra casa —había dicho con tristeza, al tiempo que acariciaba la puerta—. Nuestra hermosa casa.

La familia de Laila había huido durante los combates de junio de 1967. Abandonaron la ciudad con unas pocas pertenencias y se refugiaron en el campo de Aqabat Jabr, a las afueras de Jericó; regresaron en cuanto las hostilidades cesaron, pero para entonces los israelíes se habían apoderado de la casa y, por más que se quejaron a los nuevos amos de la ciudad, nunca pudieron recuperarla. Desde entonces vivían como refugiados.

—Yo nací aquí —había explicado su padre, mientras recorría con la mano los paneles de madera y tocaba el dintel tallado—. Y también mi padre. Y su padre, y el padre de éste. Catorce generaciones. Trescientos años. Todo ha desaparecido, así.

Chasqueó los dedos. Laila alzó la vista y vio lágrimas en aquellos grandes ojos castaños.

—No pasa nada, papá —había dicho mientras le abrazaba, con la intención de comunicarle toda su fuerza y amor—. Algún día la recuperarás. Viviremos todos juntos. Todo será estupendo.

—Ojalá fuera cierto, mi querida Laila —había susurrado el hombre—. Pero no todas las historias acaban bien. En especial para nuestro pueblo. Ya lo aprenderás cuando seas mayor.

Éste y otros recuerdos desfilaron por su mente mientras atravesaba la puerta y entraba en la pendiente pavimentada de la calle al-Wad.

Por lo general, esta parte de la ciudad bullía de actividad, con tenderetes de todos los colores donde se vendían flores, frutas y especias, multitudes de compradores que iban de un lado a otro, niños que pasaban como una exhalación sobre carretillas cargadas de carne o desperdicios. La calma que reinaba aquel día no era normal; resultado sin duda de la invasión de los Guerreros de David. Un par de ancianos estaban sentados bajo la marquesina de hojalata acanalada de un café desierto. A su izquierda, una campesina estaba acuclillada ante una puerta cerrada con postigos, con una pirámide de limas delante y el rostro hundido en sus manos arrugadas. Por lo demás, los únicos presentes eran miembros del ejército y la policía israelíes: tres jóvenes reclutas de la brigada Givati agachados tras una barricada de bolsas de arena; una unidad de la policía fronteriza con boinas verdes, holgazaneando delante del café, además de un grupo de la policía regular que patrullaba junto a la puerta. Sus chaquetas azules se fundían con las sombras, de manera que la cabeza, los brazos y las piernas parecían hundirse en un hueco que ocupaba el lugar del torso.

Laila enseñó su tarjeta de identificación a uno de ellos, una hermosa muchacha que habría podido pasar por modelo de no ser policía, y preguntó si era posible acercarse a la casa ocupada.

—La calle está cortada más abajo —respondió la chica, mientras lanzaba una mirada desaprobadora a la tarjeta—. Pregunte allí.

Laila asintió y se internó en la ciudad. Dejó atrás el Hospicio Austríaco, la Vía Dolorosa, la callejuela donde estaba la higuera que su padre le había enseñado veinte años antes. No parecía haber crecido más en todo ese tiempo. Oyó gritos más adelante, y al avanzar hacia allí la presencia de policías y militares se hizo más evidente. Empezó a abrirse paso entre grupos de
shebab
, jóvenes palestinos, algunos con las cintas negras y blancas de Fatah en la cabeza, otros con la bandera palestina, roja, verde, negra y blanca. Los grupos se fundían formando una multitud, y la multitud una masa, cuyos gritos resonaban en la estrecha calle, convertida en un bosque de puños alzados. Había tropas israelíes apostadas a ambos lados, para impedir que las protestas avanzaran hacia el centro de la ciudad. Los rostros inexpresivos de los soldados contrastaban con las expresiones de furia y desafío de los manifestantes. Se veían manchas de ceniza y cartones quemados en los adoquines, allí donde habían encendido hogueras improvisadas. Cámaras de vigilancia israelíes colgaban de los soportes sujetos a las paredes como cadáveres de animales muertos, con las lentes destrozadas.

Laila avanzó entre la muchedumbre, más densa a cada paso que daba, y ya pensaba que no podría salir cuando la reconoció un joven al que había entrevistado un par de meses antes, para un artículo que estaba escribiendo sobre el Movimiento Juvenil Fatah. La saludó y, convertido en su protector, se abrió paso entre la masa de cuerpos, hasta llegar a las barreras erigidas por los israelíes en mitad de la calle. Un pequeño grupo de manifestantes del grupo israelí Paz Ahora se había reunido entre los palestinos, y una mujer tocada con un gorro de punto la llamó.

—¡Espero que escribas sobre esos bastardos, Laila! ¡Van a desencadenar una guerra!

—¡Eso es justo lo que quieren! —gritó un hombre a su lado—. ¡Van a matarnos a todos! ¡Colonos fuera! ¡Queremos paz! ¡Paz ahora!

Se inclinó para agitar el puño en dirección a la fila de policías de fronteras armados hasta los dientes que había al otro lado de la barrera. Detrás de estos, un puñado de periodistas y equipos de televisión, muchos protegidos con cascos y chalecos antibalas, se habían congregado ante la casa ocupada. En la misma calle, más abajo, había una segunda barrera, la cual contenía a una multitud de judíos
haredim
e israelíes de extrema derecha que habían acudido a mostrar su solidaridad con los ocupantes. Uno sostenía un cartel que rezaba: ¡
KAHANE TENÍA RAZÓN
!, y otro una pancarta que proclamaba:
ASESINOS ÁRABES, FUERA DE TIERRA JUDÍA.

Laila mostró su tarjeta de identificación a uno de los soldados de la barrera y, después de que éste consultara con su superior, la dejaron pasar. Llegó al grupo de periodistas y se detuvo junto a un hombre panzudo con barba, gafas de montura metálica y casco protector.

—La gran Laila al-Madani nos honra por fin con su presencia —se burló el hombre, con la voz casi ahogada por el griterío de la muchedumbre—. Me estaba preguntando cuándo aparecerías.

Onz Schenker era periodista de temas políticos del
Jerusalem Post.
La primera vez que habían coincidido, ella le arrojó un vaso de agua a la cara por un comentario despectivo sobre las mujeres palestinas, lo cual había marcado el tono de su relación posterior. Se trataban con una gélida cordialidad, pero no existía el menor aprecio entre ambos.

—Me encanta ese sombrero, Schenker —masculló ella.

—Te arrepentirás de no llevar uno cuando tus colegas árabes empiecen a tirar piedras y botellas —replicó el hombre.

Como para confirmar sus palabras, una botella llegó desde las filas palestinas y se estrelló en el suelo a pocos metros, a su derecha.

—Te lo dije —gritó el periodista—. Aunque imagino que a ti no te tirarían nada, sólo a los periodistas de verdad.

Laila abrió la boca para contestar al insulto, pero se limitó a hacerle un corte de mangas y se alejó hacia la fila de periodistas. Jerold Kessel, de la CNN, se estaba esforzando por hablar a la cámara en medio del tumulto. A la izquierda de Laila, la policía de fronteras israelí había levantado las barreras y obligaba a retroceder a los manifestantes palestinos. El griterío aumentó de intensidad. Dispararon un bote de gas lacrimógeno. Llovieron más piedras.

Permaneció inmóvil un momento, contemplando la escena, luego se descolgó la cámara del hombro y empezó a tomar fotos: las menorah pintadas con pulverizador a cada lado de la puerta (tarjeta de presentación de los Guerreros de David), la bandera israelí que colgaba sobre la fachada del edificio, las tropas estacionadas en las azoteas a ambos lados, sin duda para impedir que los ciudadanos invadieran la casa desde arriba. Acababa de volverse a la derecha para fotografiar a los manifestantes favorables a la ocupación, cuando notó que la muchedumbre se apretujaba más y se lanzaba hacia delante.

Se había abierto la puerta de la casa ocupada. Se hizo el silencio, y después salió a la calle la figura rechoncha de Baruch Har-Zion, acompañado de su guardaespaldas rapado, Avi Steiner. Los manifestantes favorables a la ocupación prorrumpieron en vítores y empezaron a cantar el «Atikva», el himno nacional de Israel. Los palestinos y los pacifistas, que no veían bien lo que estaba pasando porque los habían obligado a alejarse casi un centenar de metros, sacudieron las barreras y cantaron su propio himno, «My homeland, my homeland». Steiner propinó empujones airados al semicírculo de periodistas para hacerlos retroceder. Las cámaras destellaron como luces estroboscópicas.

Har-Zion vio a Laila y enseguida desvió la vista. Las preguntas se sucedieron como una salva de ametralladora, pero no hizo caso, volvió la cabeza a un lado y a otro, y por fin una sonrisa de satisfacción se insinuó en las comisuras de su boca. Después alzó lentamente la mano derecha para pedir silencio. Las preguntas enmudecieron y el grupo de periodistas avanzó unos centímetros más. Una batería de grabadoras se extendió hacia él. Laila se colgó la cámara al hombro y sacó la libreta.

—Hay un viejo dicho hebreo —salmodió Har-Zion en un inglés de fuerte acento, con voz grave y ronca, como rocas al caer—.
Hamechadesh betuvo bechol yom tamid ma'aseh bereishit.
Dios hace el mundo nuevo cada día. Ayer esta tierra estaba en manos de nuestros enemigos. Hoy ha vuelto a sus legítimos propietarios, el pueblo judío. Es un gran día. Un día histórico. Un día que jamás se olvidará. Y créanme, damas y caballeros, vendrán muchos días más como éste.

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