El hombre que calculaba (15 page)

BOOK: El hombre que calculaba
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¿Pero cuál es el origen del número?

No sabemos, señora, responder a esta pregunta.

Caminando por el desierto el beduino avista a lo lejos una caravana.

La caravana pasa lentamente. Los camellos avanzan transportando hombres y mercancías.

¿Cuántos camellos hay? Para responder a esta pregunta hay que emplear el “número”.

¿Serán cuarenta? ¿Serán cien?

Para llegar al resultado el beduino precisa poner en práctica cierta actividad. El beduino necesita “contar”.

Para contar, el beduino relaciona cada objeto de la serie con cierto símbolo: “uno”, “dos”, “tres”, “cuatro”…

Para dar el resultado de la “cuenta”, o mejor el “número”, el beduino precisa inventar un “sistema de numeración”.

El más antiguo sistema de numeración en el “quinario”, esto es el sistema en el que las unidades se agrupan de cinco en cinco.

Una vez contadas cinco unidades se obtiene una serie llamada “quina”. Como unidades serían así 1 “quina” más 3 y se escribiría 13. Conviene aclarar que, en este sistema, la segunda cifra de la izquierda vale cinco veces más que si estuviese a la derecha. El matemático dice entonces que la base de dicho sistema de numeración es 5.

De tal sistema se encuentran aún vestigios en los poemas antiguos.

Los caldeos tenían un sistema de numeración cuya base era el número 60.

Y así, en la antigua Babilonia el símbolo:

1.5

indicaría el número 65.

El sistema de base veinte se empleó también en varios pueblos.

En el sistema de base veinte nuestro número 90 vendría indicado por la notación:

4.1

que se leería: cuatro veinte más diez.

Surgió después, señora, el sistema de base 10, que resulta más ventajoso para la representación de grandes números. El origen de dicho sistema se explica por el número total de dedos de las dos manos. En ciertos tipos de mercaderes encontramos decidida preferencia por la base “doce”; en esto consiste el contar por docenas, medias docenas, cuartos de docena, etc.

La docena presenta sobre la decena ventaja considerable: el número 12 tiene más divisores que el número 10.

El sistema decimal ha sido universalmente adoptado. Desde el tuareg que cuenta con los dedos hasta el matemático que maneja instrumentos de cálculo, todos contamos de diez en diez. Dadas las divergencias profundas entre los pueblos, semejante universalidad es sorprendente: no se puede jactar de algo semejante ninguna religión, código moral, forma de gobierno, sistema económico, principio filosófico, ni el lenguaje, ni siquiera ningún alfabeto. Contar es uno de los pocos asuntos en torno al cual los hombres no divergen pues lo consideran la cosa más sencilla y natural.

Observando, señora, a las tribus salvajes y la forma de actuar de los niños, es obvio que los dedos son la base de nuestro sistema numérico. Por ser 10 los dedos de ambas manos, comenzamos a contar con dicho número y basamos todo nuestro sistema en grupos de 10.

Posiblemente el pastor que al anochecer necesitaba estar seguro de que todas sus ovejas habían entrado al redil, tuvo que pasar, al contarlas, de la primera docena. Numeraba las orejas que desfilaban ante él doblando por cada una un dedo, y cuando ya había doblado los diez dedos, cogía una piedra del suelo. Terminada la tarea, las piedrecillas representaban el número de “manos completas” –decenas— de ovejas del rebaño. Al día siguiente podía rehacer la cuenta contando los montoncitos de piedras. Luego ocurrió que algún cerebro con facilidad para la abstracción descubrió que se podía aplicar aquel proceso de otras cosas útiles como las frutas, el trigo, los días, las distancias y las estrellas. Y si en vez de apartar piedrecillas se hacían marcas diferentes y duraderas, entonces se dispondría ya un sistema de “numeración escrita”.

Todos los pueblos adoptaron en su lenguaje oral el sistema decimal. Los otros sistemas fueron quedando olvidados. Pero la adaptación de tal sistema a la numeración escrita se hizo muy lentamente.

Fue necesario un esfuerzo de varios siglos para que la humanidad descubriera una solución perfecta para el problema de la representación gráfica de los números.

Para representarlos imaginó el hombre caracteres especiales llamados guarismos o cifras, cada una de las cuales representaba uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve. Otros signos auxiliares como d, c, m, indicaban que la cifra que la acompañaba representaba decena, centenar, milla, etc. Así, un matemático antiguo representaba el número 9.765 por la notación 9m7c6d5. Los fenicios, que fueron los más destacados mercaderes de la Antigüedad, usaban acentos en vez de letras: 9'' '7' '6'5.

Los griegos al principio no adoptaron este sistema. A cada letra del alfabeto, aumentada mediante un acento, la atribuían un valor. Así, la primera letra –alfa— era 1; la segunda letra –beta— era 2; la tercera –gamma— era 3, y así sucesivamente hasta el número 19. El 6 constituía una excepción y tenía signo propio.

Este número se representaba mediante un signo especial –estigma—.

Combinando después las letras: dos a dos, representaba el 20, 21, 22, etc.

El número 4004 era representado en el sistema griego por dos cifras, el número 2022, por tres cifras diferentes; el número 3333 era representado por 4 cifras que diferían por completo una de otras.

Menor prueba de imaginación dieron los romanos, que se conformaron con tres caracteres, I, V y X para formar los diez primeros números y con los caracteres L –cincuenta—, C –cien—, D –quinientos—, M –mil— que combinaban con los primeros.

Los números escritos en cifras romanas eran así de una complicación absurda y se prestaban muy mal a las operaciones más elementales de la Aritmética, de tal modo que una suma era un tormento. Con la escritura romana la suma podía en verdad hacerse pero era preciso colocar los números uno debajo de otro, de tal modo que las cifras con el mismo final quedaran en la misma columna, lo que obligaba a mantener entre las cifras unos intervalos para mostrar en la línea de cuenta la ausencia de cualquier orden que faltara.

Así se hallaba la ciencia de los números hace cuatrocientos años cuando un hindú, cuyo nombre no ha llegado hasta nosotros, ideó un signo especial, el “cero”, para señalar en un número escrito, la falta de toda unidad de orden decimal, no efectivamente representada en cifras. Gracias a esta invención, todos los signos especiales, las letras y los acentos resultaban inútiles. Quedaron solo nueve cifras y el cero. La posibilidad de escribir un número cualquiera por medio de diez caracteres solamente, fue el primer gran milagro del cero.

Los geómetras árabes se apoderaron de la invención del hindú, y descubrieron que añadiendo un cero a la derecha de un número se elevaba automáticamente al orden decimal superior a que pertenecían sus diferentes cifras. Hicieron del cero un operador que efectúa instantáneamente toda multiplicación por diez.

Y al caminar por la larga y luminosa senda de la ciencia debemos tener siempre ante nosotros el sabio consejo del poeta y astrónomo Omar Khayyam —¡a quien Allah tenga en su gloria!—. He aquí lo que Omar Khayyam enseñaba:

Que tu sabiduría no sea humillación para tu prójimo. Guarda el dominio de ti mismo y nunca te abandones a la cólera. Si esperas la paz definitiva, sonríe al destino que te hiere; no hieras a nadie.

Y aquí termino, con la evocación de un famoso poeta, las pequeñas indicaciones que pretendía desarrollar sobre el origen de los números y de las cifras. Veremos en la próxima clase —¡si Allah quiere!— cuáles son las principales operaciones que podemos efectuar con los números y las propiedades que éstos presentan.

Se calló Beremiz. Había terminado la segunda clase de Matemáticas.

Oímos entonces la voz cristalina de Telassim que recitaba estos apasionantes versos:

Dame, Oh Dios, fuerzas para hacer que mi amor sea fructífero y útil.

Dame fuerzas para no despreciar jamás al pobre ni plegar mis rodillas ante el poder insolente.

Dame fuerzas para levantar el espíritu bien alto, por encima de las banalidades cotidianas.

Dame fuerzas para que me humille, con amor ante ti.

No soy más que un trozo de nube desgarrada que vaga inútil por el cielo, ¡oh sol glorioso!

Si es deseo o placer tuyo, toma mi nada, píntala de mil colores, irísala de oro, hazla ondear al viento y extenderse por el cielo en múltiples maravillas…

Y después, si fuera tu deseo terminar con la noche tal recreo, yo desapareceré desvaneciéndome en las tinieblas, o tal vez en la sonrisa del alba, en el frescor de la pureza transparente.

—¡Es admirable! Balbuceó a mi lado el gramático Doreid.

—Sí, le dije. La Geometría es admirable.

—¡Nada dije de la Geometría!, protestó mi importuno compañero. No viene aquí para oír esa historia infinita de números y cifras. Eso no me interesa. Lo que dije que era admirable es la voz de Telassim…

Y como yo lo mirara espantado ante aquella ruda franqueza añadió con aire de malicia:

—Esperaba que durante la clase apareciera el rostro de la joven. Dicen que es hermosa como la cuarta luna del mes de Ramadán. ¡Es una verdadera Flor del Islam!

Y se levantó cantando en voz baja:

Si estás ociosa o descuidada, dejando que el cántaro flote sobre el agua, ven, ven a mi lado.

Verdean las hierbas en la cuesta, y las flores silvestres se abren ya.

Tus pensamientos volarán de tus ojos negros como los pájaros vuelan de sus nidos.

Y se te caerá el velo a los pies.

Ven, ¡oh, ven hacia mí!

Dejamos con plácida tristeza la sala llena de luz. Noté que Beremiz no llevaba ya en el dedo el anillo que había ganado en la hostería el día de nuestra llegada. ¿Habría perdido tan hermosa joya?

La esclava circasiana miraba vigilante como si temiera el sortilegio de algún djin invisible.

CAPITULO XXI

Comienzo a recopilar textos sobre Medicina. Grandes progresos de la invisible alumna. Beremiz es llamado a resolver un complicado problema. El rey Mazim y las prisiones de Korassan. Sanadik, el contrabandista. Un verso, un problema y una leyenda. La justicia del rey Mazim.

Nuestra vida en la bella ciudad de los califas se volvía cada día más agitada y trabajosa. El visir Maluf me encargó que copiara dos libros del filósofo Rhazes. Son libros que encierran grandes conocimientos de Medicina. Leía en sus páginas indicaciones de gran valor sobre el tratamiento del sarampión, la curación de las enfermedades de la infancia, de los riñones y de otros mil males que afligen a los hombres. Prendido en este trabajo quedé imposibilitado de asistir a las clases de Beremiz en casa del jeque Iezid.

Por las informaciones que oí de mi amigo, la “alumna invisible” había hecho extraordinarios progresos en las últimas semanas. Ya conocía cuatro operaciones con los números, los tres primeros libros de Euclides, y calculaba las fracciones con numerador 1, 2 o 3.

Cierto día, al caer la tarde, íbamos a iniciar nuestra modesta cena, que consistía solo en media docena de pasteles de carnero con cebolla, miel, harina y aceitunas, cuando oímos en la calle gran tropel de caballos y, en seguida, gritos, voces de mano y juramentos de soldados turcos.

Me levanté un poco asustado. ¿Qué ocurría? Tuve la impresión de que la hostería había sido rodeada por la tropa y que iba a realizarse otra violencia por cuenta del irritado jefe de la policía.

La algazara inesperada no perturbó a Beremiz. Enteramente ajeno a los sucesos de la calle, continuó como se hallaba, trazando con un pedazo de carbón figuras geométricas sobre una gran plancha de madera. ¡Qué extraordinario era aquel hombre! Los más graves peligros, las amenazas de los poderosos, no conseguían apartarlo de sus estudios matemáticos. Si Asrail, el Ángel de la Muerte, hubiera surgido de repente trayendo en sus manos la sentencia de lo irremediable, él hubiese continuado impasible trazando curvas, ángulos y estudiando las propiedades de las figuras, de las relaciones y de los números.

En el pequeño aposento en que nos hallábamos irrumpió el viejo Salim, acompañado por dos siervos negros y un camellero. Estaban todos asustados como si algo muy grave hubiera ocurrido.

—¡Por Allah! Grité impaciente. ¡No perturben los cálculos de Beremiz! ¿Qué barullo es ese? ¿Acaso hay una revuelta en Bagdad? ¿Se ha hundido la mezquita de Soliman?

—Señor, tartamudeó el viejo Salim con voz trémula y asustada. La escolta… Una escolta de soldados turcos acaba de llegar…

—¡Por el santo nombre de Mahoma! ¿Qué escolta es esa, oh Salim?

—Es la escolta del poderoso gran visir Ibrahim Maluf el Barad —¡A quien Allah cubra debeneficios!—. Los soldados traen orden de llevarse inmediatamente al calculador Beremiz Samir.

—¿Por qué tanto ruido, perros?, grité exaltado. ¡Eso no tiene importancia alguna! Naturalmente, el Visir, nuestro grande amigo y protector quiere resolver con urgencia un problema de Matemáticas y precisa del auxilio de nuestro sabio amigo.

Mis previsiones resultaron ciertas como los más perfectos cálculos de Beremiz.

Momentos después, llevados por los oficiales de la escolta, llegamos al palacio del visir Maluf.

Encontramos al poderoso ministro en el rico salón de las audiencias, acompañado por tres auxiliares de su confianza. Llevaba en la mano una hoja llena de números y cálculos.

¿Cuál nuevo problema sería aquel que había venido a perturbar tan profundamente el espíritu del digno auxiliar del Califa?

—El caso es grave, ¡oh calculador!, comenzó el visir dirigiéndose a Beremiz. Me encuentro de momento preocupado por uno de los más complicados problemas que haya tenido en mi vida. Quiero informarte minuciosamente de los antecedentes del caso, pues solo con tu auxilio podremos tal vez descubrir la solución.

Y el visir narró el siguiente caso:

—Anteayer, pocas horas después de salir nuestro glorioso Califa hacia Basora para una permanencia de tres semanas, hubo un pavoroso incendio en la prisión. Los detenidos, encerrados en sus celdas, sufrieron durante mucho tiempo un tremendo suplicio, torturados por indecibles angustias. Nuestro generoso soberano decidió entonces que fuera reducida a la mitad la pena de todos los condenados. Al principio no dimos importancia alguna al caso, pues parecía muy sencillo ordenar que se cumpliera con todo rigor la sentencia del rey. sin embargo, al día siguiente, cuando la caravana del Príncipe de los Creyentes se hallaba lejos ya, comprobamos que tal sentencia de última hora envolvía un problema extremadamente delicado, sin cuya solución no podría ser ejecutada perfectamente.

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