Read El jardín olvidado Online

Authors: Kate Morton

El jardín olvidado (5 page)

BOOK: El jardín olvidado
8.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Pero Cassandra no sabía nada de eso. Era una niña y tenía la resistencia de los niños para los climas difíciles. Dejó que la puerta mosquitero se cerrara de golpe a su paso y siguió el sendero hacia el jardín trasero. Las flores de
frangipani
se habían desprendido y se cocían al sol, negras, resecas, arrugadas. Las aplastó con sus zapatos al avanzar. Sintió un secreto placer al observar las manchas sobre el blanco cemento.

Se sentó en el pequeño banco de hierro en el claro que había en la parte más alta, y miró en dirección al extraño jardín de su misteriosa abuela, hacia la casa parcheada más allá. Se preguntó de qué estarían hablando su madre y su abuela, y por qué habían ido de visita hoy, pero, por más que dio vueltas a las preguntas en su mente, no consiguió dar con la respuesta.

Después de un rato, la distracción del jardín demostró ser muy poderosa. Sus preguntas se desvanecieron, y comenzó a recoger unas judías del huerto, mientras un gato negro observaba en la distancia, fingiendo desinterés. Cuando hubo juntado una buena cantidad, Cassandra se subió a la rama más baja del mango en un rincón del jardín, con las judías delicadamente sujetas en sus manos, y comenzó a romperlas, una por una. Disfrutó de las semillas frías y pegajosas que se deslizaban entre sus dedos, de la sorpresa del gato cuando una de las cascaras cayó entre sus zarpas, de su excitación cuando creyó que era un saltamontes.

Cuando todas las vainas estuvieron vacías, Cassandra se limpió las manos en sus shorts y dejó vagar la mirada. Al otro lado de la alambrada había un enorme edificio rectangular. Sabía que era el teatro Paddington, aunque ahora estaba cerrado. En algún lugar de los alrededores su abuela tenía una tienda de antigüedades. Cassandra había estado allí una vez, antes, durante otra visita imprevista de Lesley a Brisbane. Se había quedado con Nell mientras su madre salió a encontrarse con alguien o hacer alguna cosa.

Nell le había permitido pulir un juego de té de plata. Cassandra había disfrutado haciéndolo: el olor del limpiaplata, observar cómo el paño se ennegrecía y la tetera brillaba. Nell incluso le explicó algunas de las marcas —el león por la libra esterlina, la cabeza de leopardo por Londres, una letra por el año de fabricación—. Era como un código secreto. Cassandra había recorrido esa semana su casa, esperando hallar plata que pulir y descifrar para Lesley. Pero no había encontrado nada. Había olvidado hasta ese momento cuánto disfrutó de la tarea.

Con el paso de los minutos, cuando las hojas del mango comenzaron a desfallecer lánguidas por el calor y las urracas se atragantaban con su canto, regresó por el sendero del jardín. Su madre y Nell seguían en la cocina —podía distinguir sus siluetas destacarse a través de la tela de las cortinas— por lo que continuó por el lateral. Había una gran puerta corredera de madera y cuando tiró del picaporte se abrió para mostrar el área fresca y sombría de debajo de la casa.

La oscuridad constituía tal contraste con el brillo exterior que era como cruzar la frontera a otro mundo. Cassandra sintió un estremecimiento de excitación al entrar y caminar por el perímetro de la habitación. Era un gran espacio, pero Nell había hecho lo posible por llenarlo. Cajas de varias formas y tamaños estaban apiladas desde el suelo hasta el techo en tres de los muros, y a lo largo del cuarto se recostaban extraños marcos de ventanas y puertas, algunas con los paneles de cristal rotos. El único espacio sin cubrir era una puerta, en medio de la pared más alejada, la que daba a lo que Nell denominaba «el apartamento». Espiando en su interior, Cassandra pudo ver que era del tamaño de un dormitorio. Estantes improvisados, cargados de libros, cubrían dos de las paredes y había un catre en un rincón, con una colcha roja, blanca y azul, cubriéndolo. Una pequeña ventana dejaba entrar la única luz a la habitación, pero alguien había clavado unas estacas de madera para trabarla. Para mantener a distancia a los ladrones, supuso Cassandra. Aunque no podía imaginarse qué podrían querer de semejante habitación.

Sintió la imperiosa necesidad de tumbarse en el catre, de sentir el frescor de la colcha contra su piel tibia, pero Nell había sido muy explícita —podía jugar en el piso inferior pero no tenía permiso para entrar en el apartamento— y Cassandra acostumbraba a obedecer. En vez de entrar en el apartamento y dejarse caer sobre la cama, se volvió. Regresó al lugar en donde algún niño, mucho tiempo atrás, había pintado los rectángulos de una rayuela sobre el suelo de cemento. Revolvió en los rincones del cuarto en busca de una piedra adecuada, rebuscando hasta encontrar una regular, sin aristas que la enviaran en direcciones inesperadas.

Cassandra la hizo rodar —un aterrizaje perfecto en medio del primer cuadrado— y comenzó a saltar. Estaba en el número siete cuando la voz de su abuela, aguda como un vidrio quebrado, le llegó desde el piso superior.

—¿Qué clase de madre eres tú?

—No peor de lo que tú fuiste.

Cassandra permaneció inmóvil, balanceándose en una pierna en medio del cuadrado, mientras escuchaba. Se hizo el silencio, o al menos hasta donde pudo oír. Lo más probable es que hubieran vuelto a bajar la voz, recordando que los vecinos estaban a apenas unos metros a cada lado. Len a menudo le recordaba a Lesley cuando discutían que no ayudaría el que unos desconocidos estuvieran al tanto de sus asuntos. No parecía importarles que Cassandra escuchara cada una de sus palabras.

Comenzó a balancearse, perdió el equilibrio y apoyó el otro pie. Fue sólo por un segundo, pero luego volvió a levantarlo. Incluso Tracy Waters, que tenía fama entre las niñas de quinto grado por ser la más estricta de las juezas de rayuela, lo habría permitido, le habría dejado continuar su vuelta, pero Cassandra había perdido el entusiasmo por el juego. El tono de voz de su madre la había alterado. El vientre había comenzado a dolerle.

Tiró a un lado la piedra y se apartó de los cuadrados.

Hacía demasiado calor para salir fuera. Lo que en verdad quería hacer era leer. Escapar hacia el Bosque Encantado, trepar al Árbol Lejano o, como en las novelas de Los Cinco, al Cerro del Contrabandista. Evocó su libro, olvidado sobre su cama, en donde lo había dejado esa mañana, justo al lado de la almohada. Había sido una estupidez de su parte no traerlo; escuchó la voz de Len, como siempre que hacía alguna tontería.

Pensó entonces en los estantes de Nell, los viejos libros que rodeaban el apartamento. Seguramente a Nell no le importaría si elegía uno y se sentaba a leer. Pondría mucho cuidado en no dañarlo y dejar las cosas tal como las había encontrado.

El olor a polvo y tiempo estancado en el interior era intenso. Cassandra dejó que la vista recorriera la hilera de lomos de los libros, rojos, verdes y amarillos, y esperó a que un título la atrapara. Una gata atigrada estaba repantigada en el tercer estante, balanceando el rabo entre los libros, bajo un rayo de luz solar. Cassandra no la había visto antes y se preguntó de dónde habría salido y cómo habría entrado en el apartamento sin que lo advirtiera. La gata, notando que estaba siendo examinada, extendió las patas delanteras y miró fijamente a Cassandra con aires de reina. Después dio un salto en un prolongado y fluido movimiento, se dejó caer al suelo y desapareció bajo la cama.

Cassandra la observó esconderse, preguntándose cómo sería moverse con tanta facilidad, para desaparecer por completo. Parpadeó. Tal vez no por completo. En donde la gata había pasado por debajo de la manta se veía algo. Era pequeño y blanco. Rectangular.

Cassandra se agachó y alzó el borde de la manta. Espió debajo. Era una pequeña maleta, una vieja maleta. Estaba medio cerrada y Cassandra pudo distinguir algo de lo que contenía. Papeles, telas blancas, una cinta azul.

La certidumbre se adueñó de ella de repente, la sensación de que debía saber con exactitud qué contenía, incluso si significaba violar aún más las reglas de Nell. Con el corazón palpitante, tomó la maleta y la abrió, apoyando la tapa contra la cama. Comenzó a mirar los objetos del interior.

Un cepillo de plata, viejo, y con seguridad valioso, con una pequeña cabeza de leopardo labrada cerca de las cerdas para indicar que era de Londres. Un vestido blanco, pequeño y bonito, el tipo de vestidos antiguos que Cassandra nunca había visto, y mucho menos poseído; las niñas de la escuela se reirían si vistiera semejante prenda. Un fajo de papeles sujeto con una pálida cinta azul. Cassandra dejó que el nudo se deshiciera entre sus dedos y lo apartó para ver qué encontraba.

Un dibujo, un boceto en blanco y negro. La mujer más hermosa que Cassandra hubiera visto nunca, de pie bajo un arco en un jardín. No, no era un arco, era una arcada cubierta de hojas, la entrada a un túnel de árboles. Un laberinto, pensó ella de repente. Esa extraña palabra le llegó a la mente completamente formada.

Hileras de pequeñas líneas negras se combinaban mágicamente para dar forma a la imagen, y Cassandra se preguntó qué se sentiría al crear algo así. La imagen era extrañamente familiar, y al principio no pudo pensar cómo era posible eso. Después se dio cuenta: la mujer se parecía a un personaje de un libro de cuentos infantiles. Como una ilustración de un viejo relato de hadas, la doncella que se convierte en princesa cuando el apuesto príncipe la descubre bajo sus raídas ropas.

Dejó el boceto en el suelo, a su lado, y concentró su atención en el resto del manojo. Había algunos sobres con cartas en su interior, y un cuaderno con renglones que alguien había cubierto con floridas letras. Por lo que Cassandra sabía, podía haber estado escrito en otro idioma, pues no logró descifrarlo. Folletos y páginas de revistas habían sido apiladas con una vieja fotografía de un hombre y una mujer y una niña pequeña con largas trenzas. Cassandra no reconoció a nadie.

Debajo del cuaderno encontró un libro de relatos infantiles. La tapa era de cartón verde, la escritura dorada:
Relatos mágicos para niñas y niños
, de Eliza Makepeace. Cassandra repitió el nombre de la autora, disfrutando del misterioso susurro contra sus labios. Lo abrió, y más allá de la portada encontró la imagen de un hada sentada en el nido de un pájaro: largos cabellos flotantes, una corona de estrellas en torno a su cabeza, y grandes alas traslúcidas. Al observar con más detenimiento, se dio cuenta de que el rostro del hada era el mismo de la mujer del dibujo. Unas líneas en cursiva, como tela de araña, se enredaban en la base del nido, proclamándola como «Vuestra narradora, la señorita Makepeace». Con un delicioso escalofrío, se volvió al primer cuento de hadas, enviando sorprendidos pececillos de plata a escabullirse en todas las direcciones. El tiempo había amarilleado las páginas, deformando y estropeando sus esquinas. El papel estaba polvoriento al tacto y, cuando frotó una esquina gastada, le pareció que se desintegraba ligeramente, convirtiéndose en polvo.

No pudo contenerse. Se acurrucó en medio del catre. Era el lugar perfecto para leer: fresco, tranquilo y secreto. Cassandra siempre se escondía para leer, aunque no sabía bien por qué. Era como si no pudiera desembarazarse de la sospecha de que estaba siendo perezosa, que el entregarse tan completamente a algo tan placentero debía de estar, seguramente, mal.

Pero a pesar de ello se entregó. Se dejó caer por la madriguera del conejo en dirección a un cuento de magia y misterio, sobre una princesa que vivía con una vieja ciega en una cabaña en los límites de un oscuro bosque. Una valiente princesa, más valiente de lo que Cassandra nunca sería.

Estaba a un par de páginas de terminar cuando los pasos en el piso de arriba le llamaron la atención.

Estaban acercándose.

Se incorporó rápidamente, retirando los pies de la cama y apoyándolos en el suelo. Quería, con desesperación, terminar de leer, averiguar qué le pasaría a la princesa. Pero no había tiempo. Guardó los papeles, metió otra vez todo en el maletín y lo deslizó debajo de la cama, borrando toda evidencia de su desobediencia.

Salió del apartamento, tomó una piedra y se volvió otra vez hacia la rayuela.

Para cuando su madre y Nell aparecieron junto a la puerta corredera, Cassandra ofrecía una imagen bastante convincente de alguien que había estado jugando a la rayuela toda la tarde.

—Ven aquí, pequeña —dijo Lesley.

Cassandra se sacudió los shorts y fue hasta su madre, sorprendida de que Lesley pasara un brazo sobre sus hombros.

—¿Te estás divirtiendo?

—Sí—contestó Cassandra cauta. ¿La habría descubierto?

Pero su madre no estaba enfadada. Todo lo contrario. Casi parecía triunfante. Miró a Nell.

—¿Te lo dije o no? Ésta sabe ocuparse de sí misma.

Nell no respondió y su madre continuó:

—Vas a quedarte aquí con la abuela Nell por un tiempo, Cassie. Una aventura.

Esto era una sorpresa; su madre debía de tener otros asuntos en Brisbane.

—¿Me quedaré a almorzar?

—Todos los días, supongo, hasta que vuelva a buscarte.

Cassandra fue súbitamente consciente de las agudas aristas de la piedra que sostenía. Del modo en que los bordes presionaban contra la yema de sus dedos. Miró a su madre y a su abuela. ¿Era un juego? ¿Estaba su madre bromeando? Esperó a ver si Lesley estallaba en risas.

No lo hizo. Simplemente miró a Cassandra, con sus enormes ojos azules.

Cassandra no pudo pensar en nada que decir.

—No he traído pijama —articuló finalmente.

Su madre, entonces, sonrió, rápida y ampliamente, aliviada, y Cassandra entrevio que de alguna manera la posibilidad de oponerse había pasado.

—No te preocupes por eso, tontorrona. Te he preparado una bolsa que está en el coche. No pensarías que iba a dejarte sin una bolsa, ¿verdad?

Durante toda la conversación, Nell permaneció en silencio, rígida, mirando a Lesley de una manera que Cassandra reconoció como desaprobadora. Supuso que su abuela no quería que se quedara. Las niñas tenían el hábito de entorpecerlo todo, es lo que Len estaba diciendo siempre.

Lesley fue hasta el automóvil, se inclinó por la ventanilla trasera, abierta, y tomó la bolsa. Cassandra se preguntó cuándo la habría preparado, y por qué no habría dejado que lo hiciera ella.

—Aquí está, pequeña —dijo Lesley, lanzándole la bolsa—. Ahí dentro hay una sorpresa para ti, un vestido nuevo. Len me ayudó a elegirlo.

Se enderezó y le dijo a Nell:

—Sólo una o dos semanas, te lo prometo. Sólo mientras Len y yo arreglamos nuestras cosas. —Lesley acarició los cabellos de Cassandra—. Tu abuela Nell está ansiosa por tenerte de visita. Serán unas auténticas vacaciones de verano, algo que contar a los otros niños cuando regreses a la escuela.

BOOK: El jardín olvidado
8.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Deed of Paksenarrion by Elizabeth Moon
Watcher by Valerie Sherrard
Vigilante by Robin Parrish
Whistle by Jones, James