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Authors: Kate Morton

El jardín olvidado (9 page)

BOOK: El jardín olvidado
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Una gardenia medio marchita cerca de su maleta llamó la atención de Nell, y recordó que no había pensado en alguien para que regara su jardín. La niña que vivía detrás había accedido a poner leche para los gatos que la visitaban y había hablado con una mujer para que recogiera su correo de la tienda, pero las plantas se le habían pasado por completo. Como para mostrarle en dónde tenía la cabeza, se había olvidado de aquello que la enorgullecía y alegraba. Tendría que pedírselo a una de sus hermanas, telefonear desde el aeropuerto, o incluso desde el otro extremo del mundo. Les daría una sorpresa, de esas que habían llegado a esperar de Nell, la hermana mayor.

Era difícil creer que hubieran estado tan unidas alguna vez. De las muchas cosas que la confesión de su padre le había robado, la pérdida de ellas era la herida más profunda. Tenía once años cuando la primera de ellas llegó al mundo pero el vínculo instantáneo fue abrumador. Supo, incluso antes de que su madre se lo dijera, que era su responsabilidad cuidar de sus hermanitas, asegurarse de que estuvieran a salvo. Su recompensa era su devoción, su insistencia en que Nell las consolara cuando se lastimaban, con sus firmes cuerpecitos apretados contra el suyo, después de haber tenido una pesadilla y de refugiarse en su cama para sobrellevar la larga noche.

Pero el secreto de su padre lo había cambiado todo. Sus palabras habían echado por la borda el libro que había sido su vida y las páginas habían volado desordenadas, sin que fuera posible reunirlas para contar la misma historia. Descubrió que no podía mirar a sus hermanas sin ver su propia diferencia, y sin embargo no podía decirles la verdad. El hacerlo hubiera sido destruir en ellas algo en lo que creían ciegamente. Nell razonó que era mejor que la consideraran rara antes que una desconocida.

Un taxi negro y blanco dobló por la esquina y ella alzó su brazo para llamarlo. El conductor cargó las maletas mientras Nell subía al asiento trasero.

—¿Adónde? —preguntó, cerrando de un golpe su portezuela.

—Al aeropuerto.

Asintió y emprendieron la marcha, serpenteando por el laberinto de las calles de Paddington.

Cuando cumplió los veintiuno, su padre le reveló la susurrada confesión que le había robado su propia esencia.

—Pero ¿quién soy? —había preguntado.

—Tú eres tú. La misma de siempre. Eres Nell, mi Nellie.

Sabía cuánto deseaba él que así fuera, pero intuía que ya no era posible. La realidad había dado un giro de muchos grados, dejándola fuera de sincronía con todos. Esa persona que era, o pensaba ser, en realidad no existía. No había una Nell O'Connor.

—Pero ¿quién soy realmente? —volvió a preguntarle, días después—. Dímelo, por favor, papá.

Él negó con la cabeza.

—No lo sé, Nellie. Tu madre y yo nunca lo averiguamos. Y nunca nos importó.

Intentó que el asunto no le importara, pero la verdad es que sí lo hacía. Las cosas habían cambiado y ya no podía mirar a su padre a los ojos. No era que lo quisiera menos, solo que la familiaridad había desaparecido. El afecto que sentía por él, invisible, sin preguntas del pasado, había adquirido un peso, una voz que le susurraba cuando lo miraba: «No eres realmente suya». Le costaba creer, sin importar con cuánta vehemencia le insistiera, que la quería como decía, que la quería tanto como a sus hermanas.

—Claro que sí —le aseguraba cuando se lo preguntaba. Sus ojos revelaban su sorpresa, su dolor. Sacaba un pañuelo y se lo pasaba por la boca—. Te conocí a ti primero, Nellie. Te he querido por más tiempo.

Pero no era suficiente. Era una mentira, había estado viviendo una mentira, y se negó a seguir haciéndolo.

En el transcurso de los meses siguientes, una vida que había tardado veintiún años en edificarse fue sistemáticamente desmantelada. Ella renunció a su trabajo en la agencia de noticias del señor Fitzsimmons y encontró otro como acomodadora en el nuevo teatro Plaza. Empaquetó sus ropas en dos pequeñas maletas y se buscó un apartamento para compartir con la amiga de una amiga. Y rompió su compromiso con Danny. No de golpe; no fue tan valiente entonces para cortar por lo sano. Dejó que languideciera unos meses, negándose a verlo la mayoría de las veces, comportándose de forma desagradable cuando consentía verlo. Su cobardía la hacía odiarse más a sí misma, un odio consolador que la confirmaba en su sospecha de que merecía todo lo que estaba sucediéndole.

Le llevó un largo tiempo sobreponerse a la ruptura con Danny. Su rostro recio, sus ojos honestos y su sonrisa fácil. Lógicamente, él quería saber por qué, pero ella no reunió el valor para decírselo. No había palabras para explicarle que la persona que amaba y con quien esperaba casarse ya no existía. ¿Cómo podía pretender que la valorara, que siguiera queriéndola, cuando se enterara de que era un ser desechable? ¿Que su verdadera familia la había descartado?

El taxi dobló por la avenida Albión y aceleró hacia el este, en dirección al aeropuerto.

—¿Adónde vuela? —se interesó el conductor, mirando a Nell a los ojos por el espejo retrovisor.

—A Londres.

—¿Tiene familia allí?

Nell miró por la sucia ventanilla del automóvil.

—Sí —contestó. Al menos eso esperaba.

No le había dicho a Lesley adonde se dirigía. Había pensado en ello, se imaginó cogiendo el teléfono y marcando el número de su hija —el último de una lista que serpenteaba por su índice y daba la vuelta a la página—, pero cada vez que lo hizo descartó la idea. Lo más probable es que estuviera de regreso incluso antes de que Lesley se diera cuenta de que se había marchado.

Nell no necesitaba indagar dónde habían empezado los problemas con Lesley, lo tenía muy claro. Su relación había comenzado con el pie izquierdo, y nunca habían recuperado el paso. El nacimiento había sido una conmoción, la impetuosa aparición de un bulto con vida, lloroso y aullante, todo extremidades y encías y dedos aterrados.

Noche tras noche, Nell había yacido despierta en el hospital estadounidense, esperando sentir la conexión de la que hablaba la gente. Saber que ella estaba vinculada de modo poderoso y absoluto a esa personita que había crecido en su interior. Pero ese sentimiento nunca llegó. Sin importar cuánto lo intentara, cuánto lo deseara, Nell permanecía aislada de la pequeña gatita montesa que chupaba, rasgaba y arañaba sus pechos, siempre queriendo más de lo que ella podía dar.

Al, por su parte, se había quedado prendado. Conquistado. No parecía darse cuenta de que el bebé era aterrador. A diferencia de la mayoría de los hombres de su generación, se deleitaba en coger a su hija, en acunarla en el hueco de su brazo y en llevarla a caminar por las amplias avenidas de Chicago. A veces Nell lo observaba, con una blanda sonrisa pegada al rostro, mientras él miraba, desbordando amor, a su niñita. Él alzaba la vista y, en sus ojos húmedos, Nell podía ver reflejado el vacío de los suyos.

Lesley había nacido con algo salvaje que le corría por las venas, pero la muerte de Al en 1961 lo desató. Incluso en el momento de darle Nell la mala noticia, pudo apreciar la fina lámina de hastío que cubrió los ojos de su hija. En los meses siguientes, Lesley, siempre misteriosa para Nell, se metió aún más en su caparazón de seguridad adolescente despreciando a su madre y sin querer tener que ver nada con ella.

Era comprensible, claro, aunque no aceptable; tenía catorce años, una edad impresionable, y su padre había sido la niña de sus ojos. El regreso a Australia no había ayudado, pero eso era agua pasada. Y Nell sabía que no debía permitirse mirar atrás a la hora de enfrentarse al veredicto de culpabilidad contra sí misma. Había hecho lo que consideró mejor en su momento: ella no era estadounidense, la madre de Al había muerto unos años antes, y a todos los efectos estaban solas. Extrañas en una tierra extraña.

Cuando Lesley se fue de casa a los dieciocho años, haciendo autoestop por toda la cadera este de la costa de Australia y bajando hasta el muslo, es decir, Sydney, Nell se quedó feliz por dejarla marchar. Con Lesley fuera de la casa, creyó que por fin se desharía del perro negro que colgaba de su espalda desde hacía diecisiete años, diciéndose que, por supuesto, era una madre horrible, que lógicamente su hija no la toleraba, estaba en su sangre, porque desde el primer momento ella no había querido tener niños. No importaba lo entrañable que hubiera sido Lil, Nell provenía de una tradición de malas madres, de esas que abandonan a sus hijos fácilmente.

Y no había resultado tan mal. Doce años más tarde, Lesley vivía más cerca que nunca de ella, en la llamada Costa de Oro con su última pareja y su propia hija, Cassandra. Nell sólo había visto a la niña un par de veces. Dios sabía quién era su padre; Nell evitaba preguntarlo. Fuera quien fuera, debía de ser alguien con sentido común, porque la nieta mostraba pocos signos del lado salvaje de su madre. Todo lo contrario. Cassandra era una niña cuya alma parecía haber envejecido antes de tiempo. Quieta, paciente, pensativa, leal con Lesley; una hermosa niña, en verdad. Había una seriedad subyacente en los oscuros ojos azules de bordes descendentes, y una bonita boca que Nell sospechaba sería maravillosa si alguna vez sonreía con despreocupada alegría.

El taxi, negro y blanco, se detuvo frente a las puertas de Qantas, y mientras Nell pagaba, hizo a un lado todo pensamiento relacionado con Lesley y Cassandra.

Había pasado suficiente tiempo de su vida atrapada en el arrepentimiento, ahogada en falsedades e incertidumbres. Ahora era el momento de conocer las respuestas, de averiguar quién era. Bajó y miró al cielo mientras un avión pasaba volando bajo.

—Que tenga un buen viaje, señora —dijo el taxista, llevando las maletas de Nell hasta un carrito.

—Así lo espero.

Y así sería; las respuestas estaban por fin a su alcance. Después de toda una vida siendo una sombra se iba a convertir en alguien de carne y hueso.

* * *

La pequeña maleta blanca había sido la clave, o mejor dicho, su contenido. El libro de cuentos de hadas publicado en Londres en 1913 con la ilustración en su portada. Nell había reconocido el rostro de la narradora de inmediato. Una parte enterrada y profunda de su mente le suministró los nombres antes de que su consciencia los atrapara, nombres que había creído que pertenecían a un juego de niños. La dama. La Autora. No sólo sabía que la dama era real, también sabía su nombre. Eliza Makepeace.

Su primer pensamiento, naturalmente, fue pensar que esa Eliza Makepeace era su madre. Cuando preguntó en la biblioteca apretó los puños mientras aguardaba, esperando que la bibliotecaria descubriera que Eliza Makepeace había perdido una niña o había pasado la vida buscando a su hija perdida. Pero eso, por supuesto, era una explicación demasiado sencilla. La bibliotecaria averiguó muy poco sobre Eliza, pero lo suficiente para saber que la escritora de ese nombre no había tenido hijos.

La lista de pasajeros ofreció muy poca información. Nell había revisado todos los barcos que partieron de Londres hacia Maryborough a fines de 1913, pero el nombre de Eliza Makepeace no aparecía en ninguno de ellos. Había una posibilidad de que Eliza fuera su seudónimo como escritora, claro, y que hubiera comprado el pasaje con su verdadero nombre, o incluso con uno inventado, pero Hugh no le había dicho a Nell en qué barco había llegado, y sin esa información no había modo de reducir la lista de probabilidades.

Sin embargo, Nell no se amilanó. Eliza Makepeace era importante, había jugado un papel en su pasado. Ella
se acordaba
de Eliza. No con claridad, eran viejos recuerdos reprimidos, pero eran reales. Viajar en barco. Esperar. Esconderse. Jugar. Y había comenzado a recordar también otras cosas. Era como si el recordar a la Autora hubiera levantado una tapa. Retazos de recuerdos comenzaron a aparecer: un laberinto, una mujer vieja que la atemorizaba, una larga travesía por mar. Supo que a través de Eliza se encontraría a sí misma, y para encontrar a Eliza necesitaba ir a Londres.

Gracias a Dios, tenía dinero para afrontar el viaje. Gracias a su padre, en realidad, porque él tenía más que ver con eso que Dios. Dentro de la blanca maleta, junto al libro de cuentos infantiles, el cepillo, el vestido de niña, Nell había encontrado una carta de Hugh, atada junto a una fotografía y un cheque. No era una fortuna —no había sido un hombre adinerado—, pero lo suficiente como para marcar la diferencia. En su carta le decía que quería que contara con dinero extra, que no había querido que las otras lo supieran. Él las había ayudado financieramente en vida pero Nell siempre había rechazado toda asistencia. De ese modo, creía, no podría decir que no.

Después se disculpaba, explicando que esperaba que algún día ella pudiera perdonarlo, incluso aunque él no fuera capaz de perdonarse a sí mismo. Tal vez le complacería saber que nunca había superado la culpa, que se había quedado hundido. Había pasado su vida deseando no habérselo dicho, y si hubiera sido un hombre más valiente, hubiera deseado no habérsela quedado. Pero el desear eso hubiera sido desear que Nell no fuera parte de su vida, y prefería quedarse con la culpa antes que dejarla a ella.

La fotografía era una que ya conocía, aunque había pasado mucho tiempo. Era en blanco y negro —mejor dicho, sepia y blanco—, tomada décadas atrás. Hugh, Lil y Nell, antes de que vinieran las hermanas y la familia se ampliara con sus risas, voces y gritos infantiles. Era una de esas fotos de estudio en donde los retratados parecen un tanto sorprendidos. Como si hubieran sido arrancados de la vida real, miniaturizados, y luego colocados dentro de una casa de muñecas llena de objetos desconocidos. Contemplándola, Nell tuvo la absoluta certeza de que podía recordar cuándo fue tomada. No tenía muchos recuerdos de su infancia, pero estaba segura de recordar la inmediata repulsión que le produjo ese estudio, el olor químico de los líquidos de revelado. Dejó la foto a un lado y volvió a coger la carta de su padre.

No importaba las veces que la leyera, siempre terminaba preguntándose por su elección de palabras: su culpa. Imaginó que se refería a la culpabilidad por haber desestructurado su vida con su confesión, y, sin embargo, la palabra no parecía del todo exacta. Que lo lamentara o se arrepintiera, tal vez, pero ¿sentirse culpable? Le parecía una elección extraña. Porque, por mucho que Nell deseó que no hubiera sucedido, por mucho que le resultara imposible continuar con una vida que sabía que era falsa, ella nunca pensó que sus padres fueran culpables. Después de todo, habían hecho lo que consideraban mejor, lo que
era
mejor. Le habían dado una casa y amor cuando carecía de ambos. Que su padre se considerara culpable, que se imaginara que
ella
pensaba eso, era perturbador. Y, sin embargo, era demasiado tarde para preguntarle qué había querido decir.

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