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Authors: Julian Barnes

Tags: #Humor, Referencia, Relato

El loro de Flaubert (10 page)

BOOK: El loro de Flaubert
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Qué momento de ironía perfectamente dirigida hacia el blanco. Y también un momento moderno: ésta es la clase de combinación —lo cotidiano entrometiéndose en la sublime— que, con fuerte sentido de la propiedad, solemos creer que es característica de nuestra escéptica época, tan avanzada que ha superado las tomaduras de pelo. Agradecemos a Flaubert que recogiera la tarjeta. En cierto sentido, sólo hubo ironía a partir del momento en que él supo observarla. Otros visitantes hubieran podido ver la misma tarjeta como si sólo se tratase de simple basura: la tarjeta hubiese podido seguir allí, con sus chinchetas oxidándose lentamente, durante muchos años; pero Flaubert le otorgó una función.

Y si sentimos deseos de seguir haciendo interpretaciones, podemos analizar más a fondo esta breve circunstancia. ¿No es, quizá, una notable coincidencia histórica que el mayor novelista europeo del siglo XIX conociera en las Pirámides a uno de los más notables personajes de ficción que han sido creados en el siglo XX? ¿No es notable que Flaubert, húmedo todavía de sus relaciones con los espectadores muchachos de las casas de baños cairotas, encontrara el nombre del seductor nabokoviano de la menor de edad norteamericana? Es más, ¿cuál es el oficio de esta versión de Humbert Humbert? Es un
frotteur
. Literalmente, un encerador de suelos; pero, también, un perverso sexual al que le gusta el roce de las multitudes.

Y esto no es todo. Ahora veremos la ironía de la ironía. Según las notas de viaje de Flaubert, parece ser que la tarjeta de visita no fue dejada allí por el propio Monsieur Frotteur; fue colocada aposta por el ágil y previsor Maxime du Camp, que se había adelantado a Flaubert en aquella noche purpúrea para tender esta trampa pensada especialmente para el tipo de sensibilidad de su amigo. A partir del conocimiento de este dato, la balanza de nuestra reacción cae hacia el otro lado: Flaubert aparece ahora como un colegial más aplicado que brillante, como una persona previsible; Du Camp pasa a ser el tipo ingenioso, el dandy, el hombre capaz de tomarle el pelo a la modernidad antes de que la modernidad haya hecho acto de presencia.

Pero seguimos leyendo. Si nos fijamos en las cartas de Flaubert, le descubrimos, unos cuantos días después de este incidente, escribiéndole a su madre una carta en la que habla de la
sublime sorpresa
del descubrimiento. «¡Y pensar que soy yo quien la había traído especialmente desde Croisset y que no he sido yo quien la puso allí! El muy bribón se aprovechó de mi olvido y localizó el feliz cartel en el fondo de mi clac.» Así que las cosas son más extrañas todavía: al salir de su casa, Flaubert ya estaba preparando los efectos especiales que luego parecerían absolutamente típicos de su forma de ver el mundo. Las ironías se reproducen; las realidades van perdiendo terreno. ¿Y por qué razón, sería interesante saber, se llevó Flaubert su clac a las pirámides?

2 LOS DISCOS QUE
SE LLEVARIA USTED A UNA
ISLA DESIERTA

Cuando volvía la vista atrás para contemplar sus veraneos en Trouville —transcurridos entre el loro del capitán Barbey y el perro de Mme. Schlesinger— Gustave consideraba que esos fueron algunos de los pocos períodos tranquilos de su vida. Recordándolos desde el otoño de sus veintitantos años, le dijo a Louise Colet que «los mayores acontecimientos de mi vida han sido ciertas ideas, algunas lecturas, determinadas puestas de sol en Trouville a la orilla del mar, y conversaciones de cinco o seis horas seguidas con un amigo que ahora ya he perdido porque se ha casado [Alfred le Poittevin]».

En Trouville conoció a Gertrude y a Harriet Collier, hijas de un agregado naval británico. Las dos, según parece, se enamoraron de él. Harriet le regaló un retrato suyo, que colgaba sobre la repisa de la chimenea de Croisset; pero él apreciaba mucho más a Gertrude. Lo que ella sentía por él puede deducirse a partir de un texto escrito por la inglesa varios decenios más tarde, tras la muerte de Flaubert. Adoptando el estilo de la narrativa romántica, y cambiando los nombres, se jacta de haberle «amado apasionadamente». «Han pasado los años —añade—, y sin embargo jamás he vuelto a sentir la veneración, el amor y también el temor que se adueñaron entonces de mi alma. No sé qué fue, pero algo me decía que jamás sería su… Pero supe, desde el fondo de mi corazón, cuán sinceramente podría amarle, honrarle y obedecerle.»

Es posible que la exuberante memoria de Gertrude fuese fantasiosa: ¿hay acaso algo que sea tan sentimentalmente tentador como un genio ya fallecido y unas vacaciones de adolescencia en la playa? Pero quizá no lo fuera. Gustave y Gertrude permanecieron en contacto, aunque alejados el uno del otro, durante el transcurso de los decenios. El le envió un ejemplar de
Madame Bovary
(ella le dio las gracias, dictammó que su novela era «horrible», y le mandó una cita de Philip James Bailey, el autor de
Festus
, en donde este poeta inglés habla del deber moral que tiene el artista de educar moralmente al lector); y cuarenta años después de ese primer encuentro en Trouville, Gertrude fue a visitarle a Croisset. El apuesto caballero rubio de su juventud era ahora un hombre calvo y coloradote al que sólo le quedaban un par de dientes. Pero su galantería había conservado la buena salud. «Amiga mía, juventud mía —le escribió él posteriormente, durante los largos años que he vivido sin saber cuál había sido tu suerte, no ha transcurrido quizá ni un solo día en el que no haya pensado en ti.»

A lo largo de estos prolongados años (en 1847, para ser exactos, el año después de que Flaubert recordara en su carta a Louise Colet los ocasos de Trouville) Gertrude prometió amar, honrar y obedecer a otro hombre: un economista inglés que se llamaba Charles Tennant. Mientras Flaubert iba conquistando lentamente su fama europea de novelista, Gertrude también publicaría un libro: una edición del diario de su abuelo, titulada
, Francia en vísperas de la Gran Revolución
. Gertrude murió en 1918, a las noventa y nueve años de edad; y su hija, Dorothy, contrajo matrimonio con el explorador Henry Morton Stanley.

En uno de los viajes de Stanley al África, su grupo expedicionario tropezó con ciertas dificultades. El explorador se vio obligado a ir dejando por el camino aquellas de sus pertenencias que no fuesen estrictamente necesarias. Fue, en cierto modo la versión inversa, y en la vida real, de «Los discos que usted llevaría a una isla desierta»: en lugar de ir equipado con las cosas que le hubiesen permitido hacer un poco más soportable vida en los trópicos, Stanley tuvo que desprenderse de las cosas para sobrevivir en aquella región. Los libros, evidentemente, sobraban, y comenzó a tirarlos hasta que no le quedaron más que los dos que todos los invitados al programa «Los discos que usted se llevaría a una isla desierta» reciben como mínimo indispensable para llevar una vida civilizada: la Biblia y Shakespeare. El tercer libro de Stanley, el que tiró antes de quererse limitado a este escueto mínimo, fue
Salammbô
.

3 EL CLOC DE LOS ATAUDES

El tono cansado y valetudinario de la carta en la que Flaubert le habla a Louise Colet de los crepúsculos no era pose. 1846 fue, al fin y al cabo, el año en el que primero su padre y luego su hermana Caroline murieron. «¡Qué casa! – escribió—. ¡Qué infierno!» Gustave se pasó la noche entera velando el cadáver de su hermana: ella llevaba puesto su vestido blanco de bodas; él leía a Montaigne.

La mañana del entierro Gustave le dio un último beso al cadáver que yacía en el ataúd. Por segunda vez en el transcurso de tres meses tuvo que oír el innoble ruido de las botas claveteadas que subían por las escaleras para recoger un cadáver. Aquel día no pudo llorar: los aspectos prácticos dominaban la situación. Había que cortar un rizo de Caroline, y sacar los moldes de yeso de sus manos y su rostro. «Vi las enormes garras de esos patanes tocándola y cubriéndola de yeso.» En los entierros hay que servirse de los patanes.

El camino hacia el cementerio le resultaba conocido de la vez anterior. Cuando estaban junto a la tumba, el marido de Caroline se desmayó. Gustave estuvo viendo cómo bajaban el ataúd. De repente, se les atascó: habían cavado una fosa demasiado pequeña. Los sepultureros agarraron el ataúd y lo sacudieron a un lado y a otro, lo golpearon con una pala, trataron de meterlo usando unas barras de hierro a modo de palancas; y, a pesar de todo, no hubo modo. Por fin, uno de ellos apoyó el pie en el ataúd, y lo introdujo en la fosa por la fuerza.

Gustave encargó que le hicieran un busto con la mascarilla mortuoria; este busto presidió su estudio durante toda su vida; hasta el día de su propia muerte, ocurrida en esa misma casa el año 1880. Maupassant ayudó a preparar el cadáver. La sobrina de Flaubert pidió que se hiciera el tradicional vaciado de la mano del escritor. Pero al final fue imposible: el último ataque había dejado el puño tan cerrado que no pudieron abrir la mano.

Partió la procesión, primero camino de la iglesia de Canteleu, y luego al Cimetière Monumental, en donde el piquete de soldados disparó su ridícula glosa a la última línea de
Madame Bovary
. Fueron pronunciadas algunas palabras, y luego comenzaron a bajar el ataúd. Se atascó. En esta ocasión la anchura había sido bien calculada; pero los sepultureros se habían equivocado de longitud. Los hijos de los patanes forzaron en vano el ataúd; no podían meterlo a la fuerza ni volver a sacarlo tirando de él. Después de unos minutos embarazosos, las personas que habían acompañado el féretro empezaron a irse de allí poco a poco, dejando a Flaubert atascado en el hoyo, con la cabeza más baja que los pies.

Los normandos son una raza famosa por su tacañería, y no hay duda de que sus sepultureros no son una excepción a esta regla; es posible que les duela hasta cada centímetro no estrictamente necesario de césped que se ven obligados a cavar, y parece que de 1846 a 1880 conservaron esta actitud a modo de tradición profesional. Es posible que Nabokov hubiera leído la correspondencia de Flaubert antes de escribir
Lolita
. Es posible que la admiración que H. M. Stanley sintió por la novela africana de Flaubert no resulte muy sorprendente. Es posible que lo que nosotros leemos como torpe coincidencia, como sedosa ironía o como atrevidas modernidades que se adelantaron a su tiempo, tuviesen un aspecto muy diferente en aquella época. Flaubert se llevó la tarjeta de visita de Monsieur Humbert de Rouen a las pirámides. ¿Pretendía con ello dejar con una sonrisa entre dientes, un anuncio de su propia sensibilidad; hacer una broma acerca de la imposibilidad de pulimentar la arenosa superficie del desierto; o quizá, sencillamente, tomarnos el pelo a nosotros?

6

LOS OJOS DE EMMA BOVARY

Permítanme que les diga que odio a los críticos. Y no por los motivos normales: que son creadores fracasados (generalmente no lo son; puede que sean críticos fracasados, pero esto es otra cuestión); o que son por naturaleza criticones, celosos y vanidosos (generalmente no lo son; en todo caso, se les podría acusar más bien de un exceso de generosidad; de sobrevalorar obras de segunda fila a fin de que la finura de sus propias distinciones parezca así más extraordinaria). No, el motivo por el que yo odio a los críticos —bueno, a veces— es que escriben frases como ésta:

Flaubert no construye sus personajes, como hacia Balzac, por medio de una descripción exterior, objetiva; de hecho, presta tan poca atención a su apariencia que en una ocasión dice que los ojos de Emma son pardos (14); en otra muy negros (15); y en otra azules (16).

Esta precisa y descorazonadora acusación fue redactada por la ya fallecida doctora Enid Starkie, Reader Emeritus de Literatura francesa en la Universidad de Oxford, que también es autora de la más exhaustiva de las biografías británicas de Flaubert. Los números que aparecen en el texto citado corresponden a las notas a pie de página con las que alancea al novelista con el número del capítulo y del versículo.

Una vez pude escuchar una conferencia de la doctora Starkie, y me alegra estar en condiciones de informar que su acento francés era atroz; una de esas pronunciaciones tan rebosantes de la confianza propia de los colegios para señoritas como absolutamente carentes de oído, que vacilaba entre la corrección más rutinaria y el error más risible, muchas veces en la misma palabra. Naturalmente, esta circunstancia no reducía su capacidad para dar clases en la Universidad de Oxford, pues hasta hace muy poco tiempo en esa institución gustaban de tratar los idiomas modernos como si se tratase de lenguas muertas: de este modo parecían más respetables y más parecidos a la lejana perfección del latín y el griego. A pesar de esto, me pareció curioso que una persona que se ganaba la vida enseñando literatura francesa fuese tan calamitosamente incapaz de conseguir que las palabras básicas de ese idioma sonaran tal como suenan cuando los sujetos acerca de los que hablaba ella, los héroes de su conferencia (y también sus oficiales pagadores, podríamos decir), las pronunciaron por vez primera.

Se podría pensar que todo esto no es más que una barata venganza contra una crítica ya fallecida, a la que sólo se puede acusar de haber señalado que Flaubert no tenía una idea muy exacta de cómo eran los ojos de Emma Bovary. Pero hay que tener en cuenta que yo no acepto el precepto que dice
de mortuis nil nisi bonum
(al fin y al cabo, hablo en mi condición de médico); y no es fácil subestimar la irritación que puede ocasionarte un crítico cuando te dice una cosa así. La irritación no iba dirigida contra la doctora Starkie, al menos al principio —pues ella no hacía otra cosa, como suele decirse, que cumplir con su deber—, sino contra Flaubert. ¿Así que aquel genio tan concienzudo no era ni siquiera capaz de conseguir que los ojos de su personaje más famoso fueran siempre del mismo color? Ja. Pero luego, incapaz de permanecer mucho tiempo enfadado con él, desvías tus sentimientos hacia el crítico.

Tengo que reconocer que ninguna de las veces que he leído
Madame Bovary
me había fijado en los irisados ojos de la protagonista. ¿Debería haberlo hecho? ¿Se hubieran fijado ustedes? ¿Estaba yo demasiado pendiente quizá de otras cosas que le pasaban por alto a la doctara Starkie (aunque de momento no se me ocurre cuáles podrían ser)? Digámoslo de otra manera: ¿existe en algún lugar un lector perfecto, un lector total? ¿Contiene la lectura que la doctora Starkie hace de
Madame Bovary
todas las reacciones que yo he tenido al leer el libro y, además, muchísimas otras, con lo cual en cierto sentido podría afirmarse que mi lectura es inútil? Bueno, espero que no sea así. Mi lectura puede ser inútil desde el punto de vista de la historia de la crítica literaria; pero no es inútil desde el punto de vista del placer. Soy incapaz de demostrar que los lectores profanos disfrutan los libros más que los críticos profesionales; pero sí puedo decir cuál es la ventaja que tenemos en relación con ellos. Nosotros podemos olvidar. La doctora Starkie y los que son como ella sufren la maldición de la memoria: jamás se borrarán de sus cerebros los libros acerca de los cuales dan clases y escriben. Para ellos se convierten en parte de la familia. Quizás sea éste el motivo por el cual algunos críticos acaban adquiriendo un tono ligeramente paternalista en relación con sus sujetos. Se comportan como si Flaubert, o Milton, Wordsworth fuesen una de esas aburridas abuelas que están siempre sentadas en la mecedora y huelen a polvo rancio, que sólo están interesadas en el pasado, y que hace muchos años que no dicen nada nuevo. Naturalmente, la casa es de ellas, todo el mundo la ocupa sin pagar el alquiler; pero aun así, verdad es que ya es…, bueno, que ya sería…, hora ¿no?

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