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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (2 page)

BOOK: El maestro iluminador
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—No tengo dinero para remedios —dijo entre sollozos.

—Yo te pagaré la reliquia.

Mientras ella se enjugaba los ojos con el ya empapado pañuelo, Wycliffe se acercó a la mesa, donde tenía la bolsa. La cogió y sacó un chelín.

—Toma. Si te sobra algo después de comprar el remedio, gástalo en un pollo para prepararle un caldo a tu madre.

—Maese Wycliffe, no sé cómo agradecéroslo...

—No debes agradecerme nada, niña. Es lo mínimo que debe hacer tu Iglesia por ti: no robarte. Sólo te devuelvo lo que te pertenece. —Desató el objeto y le dio una palmada en la mano a Joan—. Yo me quedaré con la reliquia. Tú coge la cinta. —Sonrió, y sus severas facciones se suavizaron— Te quedará muy bien en el pelo.

En medio del alivio, Joan sintió el impulso de abrazarlo, pero la dignidad de él se lo impidió. En lugar de eso, hizo una profunda reverencia.

—Date prisa, antes de que el boticario de King's Lane cierre por esta noche. Vete. Rezaré por tu madre. Y no te costará nada.

Wycliffe no se acordó de las velas hasta que la muchacha se hubo marchado. Tendría que ir él mismo a buscarlas. Pero la noche todavía era joven. Podía traducir varias páginas antes de que lo venciera el cansancio y empezara a cometer errores. Aquel breve sueño lo había revitalizado, y lo que acababa de suceder había contribuido a aumentar su determinación. Cerró la puerta con llave —quién sabía qué miradas curiosas podían rondar por allí—, bajó a toda prisa por la escalera y salió a la calle en busca de luz.

I

Norwich, East Anglia

Junio de 1379

Una. Dos. Tres. ¿Cuántas campanadas? El enano Medio Tom, sin resuello, se dirigía hacia el mercado de Norwich al tiempo que miraba el sol con los ojos entrecerrados y contaba. Doce toques de campana anunciaban a los monjes la sexta. Se los imaginó con sus hábitos negros camino de las oraciones del mediodía, en silencio, las manos metidas en las mangas opuestas, de dos en dos; una larga fila que serpenteaba quedamente por el sendero del claustro, como las anguilas que se abrían paso entre las aguas cenagosas del pantano donde él vivía. No cambiaría su propio santuario verde de sauces y juncos por todas aquellas magníficas y frías piedras.

El camino estaba polvoriento y el sol le abrasaba la espalda.

Apretó el paso. Si no espabilaba, el mercado del jueves cerraría antes de que él llegara. El día de Tor
[1]
: así lo llamaba Medio Tom. Le gustaban los nombres antiguos ensalzados en las historias que había oído de niño, de los tiempos en que los daneses y el buen rey Alfredo se disputaban el dominio de Anglia. Relatos cruentos, algunos, pero repletos de hombres valientes. Héroes, todos ellos. Audaces, fuertes y altos.

Medio Tom nunca había conocido a un héroe de verdad.

Según los monjes, existían sólo en los cantos de los viejos bardos. Si los había, no era desde luego en la Inglaterra de Eduardo III. ¿Seguía Eduardo en el trono? Lo preguntaría en el mercado.

Más campanas. Sus estentóreos badajos, estridentes como niños reclamando atención, respondían a las campanas principales de la catedral. Tras las murallas de la ciudad había iglesias por todas partes, construidas por comerciantes laneros con dinero procedente de Flandes. ¿Sobornos a Dios o monumentos al orgullo? Medio Tom pensaba a veces que si el condado de Norfolk tuviese tantas almas santas como iglesias, vería más el cielo y menos el infierno. Sin embargo, sólo conocía un alma santa —sólo una— y no era un héroe, sino una mujer. Había planeado ir a verla ese día, pero andaría escaso de tiempo.

Había salido de los pantanos al rayar el alba con los cestos de mimbre a la espalda y había padecido el habitual acoso de peregrinos, ladrones y mendigos en el camino surcado de roderas de Saint Edmund a Norwich. Había exigido un esfuerzo a sus piernas pequeñas y robustas para llegar al mercado semanal antes del mediodía. Las tenía acalambradas en señal de protesta. Le dolían los hombros de acarrear el voluminoso bulto y tenía el ingenio agotado de tanto lidiar con siervos fugitivos y peones que se entretenían acosando a un enano para romper el aburrimiento de su viaje. Un pasatiempo para ellos. Un peligro para él. Ya había entregado dos anguilas y un cesto de cuello alargado con tapa a unos bribones empeñados en usarlo a él como balón.

El pesado bulto que llevaba a hombros se sacudía a cada paso y le rozaba la piel bajo el jubón. Le ardían los ojos a causa del sudor. No vio la cerda y su cría que obstruían el camino hasta que la bestia soltó un gruñido de advertencia. Cuando Medio Tom se apartó de un brinco para evitar este último obstáculo entre él y las puertas de la ciudad, el bulto se ladeó, se rompió la correa y cayó al suelo. El contenido se desparramó por el barro.

—¡Al diablo con el obispo y todos sus cerdos! —maldijo.

La cerda resopló y, agitando el morro, le enseñó los incisivos. Una expresión ceñuda alteró el rostro redondo del enano, que lanzó una patada al aire y se detuvo justo antes de alcanzar el cuarto trasero del animal.

Medio Tom estaba furioso, pero no era tonto.

La cerda, al intentar levantarse, aplastó un gran cesto circular. El enano maldijo de nuevo al oír que se partía el mimbre. El trabajo de una semana destrozado bajo el vientre de una cerda. Toda una semana recogiendo y pelando varas de mimbre, tejiéndolas con delicadeza, con pericia, a pesar de sus torpes manos, para hacer los elegantes cestos de cuello alargado con que atraparía a las anguilas o que cambiaría por una pieza de tela, un saco de harina o, si el día era propicio, una pinta de cerveza. Vanas ilusiones. Con suerte rescataría suficiente género para comprar media ración de harina.

Lanzó un escupitajo a la abominable bestia.

Maldita cerda —era la cerda del obispo, sin duda; lo supo por la muesca en la oreja—, cavando un apestoso agujero allí mismo, en medio del camino principal que conducía a la tercera ciudad más grande de Inglaterra. Revolcándose en sus propios excrementos, viviendo de las sobras de la nobleza y atiborrándose de lo que habría servido de sustento a la progenie de un jornalero durante un mes. Las orejas caídas, de contorno gris claro, se mofaban de él: la sucia mitra de un obispo.

A Medio Tom le rugió el estómago de frustración. El trozo de pan con grasa que había comido antes del amanecer había desaparecido hacía tiempo. Pensó en el estilete que llevaba en la bota y miró a la cría de la cerda. ¿Qué importaba si era propiedad de la Iglesia? Mucha gente opinaba que la Iglesia tenía demasiadas propiedades. Mucha gente sostenía que un hombre podía rezar por su cuenta, que no necesitaba a un sacerdote. Herejía, lo llamaban otros. Pero Medio Tom reconocía una cosa: podía bendecir un plato de cerdo asado tan bien como un hombre más alto que él, tanto si era benedictino como franciscano.

Además, ¿acaso el obispo no estaba en deuda con él por los cestos rotos?

Se enjugó la frente con la manga hecha jirones del jubón y echó una ojeada alrededor. El camino estaba desierto —hasta los mendigos lo habían abandonado para ir al mercado de la ciudad—, salvo por un jinete solitario que se acercaba por el sur. Una simple mancha en el horizonte. Demasiado lejos para ver nada si Medio Tom actuaba con rapidez. Unos oportunos arbustos lo ocultaban de cualquiera que entrase o saliese por la puerta de la ciudad. Detrás de él había la choza de un labrador, pero no se advertía la menor señal de vida, excepto una niña, demasiado pequeña para ser testigo, que jugaba con una gallina en la puerta.

Aun así, robar la cerda del obispo... Sería como cazar furtivamente los ciervos del rey. Como mínimo le caería una temporada en el cepo: castigo especialmente doloroso para un enano, que atraía a más torturadores que los que de por sí acudían. Tal vez incluso la horca si lo pillaban con las manos en la masa.

Se tiró de los ralos pelos de la barbilla. La mancha en el horizonte iba cobrando la forma de un caballo y su jinete.

Maldiciendo en voz alta, lanzó otra patada al aire, pero esta vez su zueco de madera alcanzó el flanco de la cerda, y no suavemente, aunque tampoco con fuerza suficiente para satisfacer su malhumor. La cerda se levantó. Medio Tom, abstraído ya en el inventario de sus bienes dañados, no se fijó en ella.

Tampoco se fijó en la niña que, con andar vacilante, cruzaba el umbral de la choza y se dirigía hacia el borde del camino. Por lo general, Medio Tom se llevaba bien con los niños, a quienes atraía por su tamaño infantil; no con los mayores, esos de rostro granujiento que lo atormentaban, sino con los pequeños. Incluso había llegado a hurgar en su menguada bolsa en busca de un penique para comprarles algún que otro confite de ciruela. Pero en ese momento estaba demasiado distraído por la ira y por la tentación para prestar atención a aquel querubín rubio que lo observaba con sus grandes ojos redondos.

La cría de la cerda —probablemente la menor de la camada, pues Medio Tom no vio a las demás— se levantó y, chillando indignada por la repentina interrupción de su comida, siguió a la madre. Cuando Medio Tom alzó la vista, vio a la niña tender la mano regordeta hacia el cerdito. Le agarró el tentador rabo ensortijado y, sujetándolo con el puño, tiró de él. El chillido del animal se convirtió en un agudo quejido. La niña se rió y tiró más fuerte.

—¡Suelta la cola de ese cerdo! —gritó Medio Tom, dejando un cesto en el suelo— No...

Pero la cría ya había llamado la atención de su madre con sus quejidos. Ésta se dirigió hacia la niña risueña con toda la determinación de que era capaz una cerda de quinientos kilos. Sus gruñidos de advertencia se sumaron a los chillidos de la cría. Aun así, la pequeña no soltó la cola, pero al ver al animal furioso su risa se convirtió en un gimoteo. Petrificada, siguió aferrada tercamente al rabo del lechón.

La cerda arremetió.

Los gritos de la niña se confundieron con los gruñidos de la cerda mientras ésta derribaba a su presa y la atacaba. A sabiendas de que su cría estaba a salvo —o tal vez olvidándola ante la perspectiva de un festín inesperado y tan tierno—, la cerda, resoplando y babeando, empezó a morder la pierna de la niña.

Medio Tom saltó sobre el lomo del animal, pero habría conseguido mayor efecto una mosca en la ijada de un caballo. Los lamentos de la niña se convirtieron en gritos desgarrados. De un profundo corte en la pierna manaba sangre a borbotones y la carne colgaba a jirones.

La hoja del puñal resplandeció a la luz del sol de la mañana, y la sangre caliente de la cerda le salpicó la cara y lo cegó. El olor dulce y nauseabundo inundó su nariz. Se enjugó con la manga el rostro ensangrentado e hincó el puñal otra vez. Y otra vez.

Y otra más.

y más sangre, que ya no salpicaba, sino que brotaba como cerveza oscura de una espita, hasta que la cerda del obispo quedó en silencio, su cuerpo trémulo, su hocico manchado aprisionando aún la pierna de la niña y un trozo de carne asomando entre los incisivos.

Los gritos de la pequeña cesaron de golpe. Medio Tom la cogió entre sus cortos brazos. No se movía, no respiraba. La sangre goteaba de la herida abierta en la pierna y el pie le colgaba torcido.

No había actuado con suficiente rapidez.

Y había matado a la cerda del obispo en vano.

Miró por encima del hombro. El jinete solitario ya estaba más cerca; oía el chacoloteo de los cascos del caballo. ¿O eran los latidos de su corazón?

El cuerpo de la niña se agarrotó y estremeció entre sus brazos. ¿Las convulsiones de la muerte? Parecía que el aliento hubiese quedado atascado en su garganta, como una mariposa atrapada pugnando por huir. Advirtió una levísima palpitación en la garganta. Con un nudo en el estómago, Medio Tom la meció vigorosamente. Un ligero movimiento en el pecho, después un grito ahogado, y la niña rompió a llorar, emitiendo un débil sonido que le encogió el corazón.

—Calma, pequeña. No llores, Medio Tom te protegerá. No llores —repitió con voz suave, meciéndola sin cesar. Luego murmuró para sí—: Puede que lo cuelguen por esto, pero te protegerá.

Aunque se le antojaron horas, el episodio duró menos de un minuto. De pronto el enano tomó conciencia de que él, la niña y la cerda muerta a sus pies no estaban solos en el mundo. Una mujer salió de la choza y corrió hacia ellos con los brazos extendidos, la falda ondeando tras ella como un gran pájaro gris. Cuando vio a su hija, rompió a gritar, sonidos ininteligibles, de dolor, que se retorcían en el aire como las anguilas al escapar de los cestos rotos.

Disfrutando de la cabalgada por el camino principal tras su viaje de dos días desde Thetford a través de espesos bosques y pantanos salobres, Finn no advirtió inicialmente el forcejeo entre el enano, la cerda y la niña. De lejos, había creído que el enano era un niño con una rabieta. Las verdes colinas, las ovejas pastando, el calor del sol en la espalda, la perspectiva de una empanada de cerdo y una jarra de cerveza antes de recorrer otras veinte millas por la zona norte de Norwich hasta Bacton Wood y la abadía de Broomholm, todo ello se confabulaba para infundirle una falsa sensación de paz.

Hasta que vio a la mujer salir gritando de la cabaña.

Finn espoleó a su cansado caballo con ímpetu suficiente para que eljamelgo prestado se lanzara al galope. Se detuvo sólo el tiempo necesario para ver a la niña herida, la madre consternada, el animal muerto. Sin desmontar, gritó a la mujer, que sostenía en brazos a la niña callada y maltrecha:

—¿Respira?

La madre siguió inmóvil, mirando en silencio a su hija con los ojos muy abiertos y fijos.

—¿Respira la niña? —repitió a voz en cuello.

La mujer, sin contestar, le tendió la niña como si ofreciera un sacrificio a un dios. El pequeño cuerpo parecía inerte. Finn la cogió y se la acercó al pecho, sujetándole el pie con cuidado. La cerda, con sus dentelladas, había partido el hueso justo por encima del tobillo. Tenía la carne muy mutilada, pero había dejado de sangrar. Le pareció detectar los tenues latidos del corazón.

El enano dio un paso adelante.

—Estamos a tiempo de salvarla, mi señor, todavía no se ha puesto azul. Pero debéis daros prisa. Conozco a una santa que vive en la iglesia de San Julián, cerca del priorato de Carrow. Atenderá a la niña y rezará para que suceda un milagro. Es la anacoreta de la iglesia de San Julián. Cualquiera os indicará. Preguntad por la madre Julián.

—No hay tiempo de buscar el camino —dijo Finn.

Y antes de que el hombrecillo acabase de declarar que no deseaba entrar en la población —Finn enseguida adivinó el motivo: también él había reparado en la muesca en la oreja de la cerda muerta, la ropa del enano y el puñal manchado con sangre del animal—, el jinete lo subió al caballo y partió hacia las puertas de la ciudad.

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