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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (37 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Observó la ira que palpitaba en el rostro demacrado del preso. Era increíble lo rápido que un rostro adquiría una mirada atormentada, ávida. Había visto a aquel hombre dos veces: la primera cuando había confesado descaradamente haber matado a la cerda y la segunda cuando había rechazado su mecenazgo. Las dos ocasiones le habían quedado grabadas. Sin embargo, no lo habría reconocido de no ser por su gallardía. Las cinco semanas en la mazmorra del castillo apenas si habían hecho mella en su ánimo: un adversario nada desdeñable.

—No podemos daros la libertad, pero podemos procuraros un alojamiento más cómodo mientras esperáis el juicio. El calabozo no es un lugar adecuado para un hombre de vuestro talento. Claro que semejante acuerdo requeriría vuestra colaboración. Pero, oh, he olvidado mis modales. No tenéis buen aspecto. ¿Habéis estado enfermo?

Sin duda el olor suculento procedente de la mesa engalanada frente al fuego obraba el efecto deseado. El obispo dio unas palmadas y su anciano criado apareció por la puerta.

—Seth, prepara la mesa y ponle a maese Finn una silla antes de que se desmaye. Sírvele una copa de vino.

Luego se levantó y se acercó a la mesa. Cogió un trozo de codorniz asada, lo mojó en una salsa de jengibre negra y lo mordisqueó delicadamente.

Observó cómo Finn desviaba la mirada. Reconoció la mezcla de avidez y náuseas con que luchaba. Sabía que tras un prolongado ayuno —y el del iluminador había sido bastante más largo que los raros y breves días santos que él ayunaba—, la buena comida podía ofuscar los sentidos y revolver el estómago.

—Por favor, servíos. Debéis de estar cansado de la pobre alimentación del preso común.

Finn negó con la cabeza.

—Sólo pan, para suavizar el efecto del vino. Mi estómago se ha acostumbrado a las humildes raciones de la mazmorra.

Conque ésas teníamos. Se le negaba el placer de ver al altivo iluminador abalanzarse sobre la comida como una bestia y humillado por su propio vómito. El obispo hizo una señal con la cabeza y el criado cortó una rebanada de pan y la puso ante Finn.

—Tal vez un poco de compota de manzana —dijo el preso al tiempo que bebía un pequeño sorbo— y un taco de queso común, por favor. —Apartó la silla de la mesa para acercarla al fuego.

Seth señaló un trozo de queso con el cuchillo. Finn asintió con la cabeza y el sirviente lo partió por la mitad, y luego en cuartos.

El obispo fruncía el entrecejo, aunque tenía que admirar la voluntad del hombre.

—Confío en que vuestra celda os haya resultado razonablemente cómoda. —Se sentó enfrente del iluminador, observándolo para comprobar el efecto de su ironía.

—Aquello es un en torno creado por el demonio para sus bestias. —Mojó el pan en la compota de manzana y masticó con cuidado.

Su anfitrión se sirvió una empanada dulce y le echó una cucharada de crema por encima.

—Esto está delicioso. Deberíais... —Tragó y se lamió los dedos— Lo siento si la celda os ha parecido desagradable. Tenemos otros alojamientos. Esta cámara donde estamos ahora, por ejemplo, está provista de..., es menos espartana que el sótano. —Señaló la cama con el limpio colchón de plumas, los ganchos de los que colgaban camisas y pantalones limpios, la mesa de trabajo de escasa altura con botes de pintura y pinceles— La silla del obispo, por supuesto, no está incluida, pero hay una silla muy cómoda, y esa mesa de trabajo es de un tamaño considerable. Además, desde la ventana se ve un trozo de cielo azul. Imagino que eso para un preso podría ser importante: ver un trozo de cielo. Podéis acercaros a la ventana y contemplar el río, verlo fluir. Semejante celda incluso podría convertirse en refugio para un hombre dedicado al arte.

El iluminador no dijo nada. Bebió el vino, examinó el queso como si fuera una exquisitez extraña y luego comió un pequeño trozo. Al final su mirada se detuvo en las pinturas y los pinceles. El obispo advirtió que los dedos de la mano derecha de Finn hacían pequeños movimientos involuntarios como si sujetaran uno de aquellos pinceles de pelo de marta.

Sonrió y bebió un largo sorbo de su copa.

—Un buen vino. Los franceses deberían limitarse a hacer borgoña y dejar los asuntos del papado a Roma, especialmente en lo que se refiere a vuestro juicio. Por supuesto podéis recurrir al rey, pero no os serviría de nada porque él no tiene jurisdicción en los casos eclesiásticos. La Santa Sede es quien debe juzgaros; la autoridad del rey sólo interviene en la fase de la ejecución. —Señaló un pequeño arcón— Allí hay ropa limpia. El ocupante de esta celda recibirá ropa limpia una vez a la semana. —Se miró las uñas y se giró el anillo pastoral— Si lo que queréis es un juicio rápido, os diré que... —encogió los hombros cubiertos con una capa de armiño— un juicio rápido por asesinato suele acabar mal para el acusado. Lo mejor es tomarse su tiempo, forjar alianzas... —Dio otro bocado, se limpió la boca y miró alrededor—. Aquí hay suficiente luz para un artista, ¿no os parece? ¿Y si pusierais la mesa, esa de allí, debajo de la ventana?

El iluminador dejó la copa de vino en la mesa y se levantó de golpe. Se acercó a la ventana y miró fuera. «¡Se atreve a darle la espalda a un obispo!», pensó Despenser, pero decidió pasar por alto semejante grosería.

—Claro que podríamos ofreceros un juicio mediante las Sagradas Escrituras. Eso sí sería rápido. Podríais quedar libre al anochecer.

—O estar muerto —contestó Finn sin volverse.

—Exacto. Todo depende de dónde se detenga mi dedo.

—O de vuestra interpretación del texto —apostilló Finn, volviéndose para sostener la mirada del obispo.

—Exacto. —Hacía tiempo que no se divertía tanto.

—¿Y qué se esperaría exactamente de un artista a cambio de un trato tan excepcional?

«Bien, ahora vamos al grano.»

—Sólo lo que habéis estado haciendo antes de vuestra lamentable detención. Recordaréis que mencioné en cierta ocasión que quería encargar un retablo que represente la Crucifixión, la Resurrección y la Ascensión de nuestro Señor. ¿Os acordáis de esa conversación?

—Vagamente —reconoció Finn.

—Si no me equivoco, rechazasteis el encargo alegando que no teníais tiempo de hacer justicia a semejante obra.

—El obispo sonrió— Pues parece que de pronto el destino ha conspirado para concederos ese tiempo. —Se estaba divirtiendo de lo lindo—. ¿No os parece?

Se produjo una pausa. Los músculos del rostro de Finn palpitaban como si estuviera mascando algo duro y amargo, pero su voz sonó serena cuando contestó:

—Una pieza como la que habéis descrito requeriría talento y concentración. ¿Cuál sería la recompensa?

—¡Recompensa! Sois muy osado al hablar de recompensa desde una posición tan débil —Hacía demasiado calor en la habitación, sintió gotas de sudor en la raíz del pelo. Sin embargo, el iluminador no parecía notarlo, incluso se había acercado más al fuego— Tendríais una muda de ropa limpia una vez a la semana, un criado para cuidar de vuestra habitación y para comprar, preparar y serviros la comida.

—Está escrito que no sólo de pan vive el hombre. —Finn alargó las manos hacia el fuego, casi tocando las llamas.

Por la sangre de Cristo, si se acercaba un poco más, se sentaría encima del fuego.

—Puede que seáis demasiado listo incluso para vuestro propio bien, iluminador. Si por vuestra interpretación de las Escrituras intentáis atribuirme el papel del diablo, os recuerdo que tampoco a vos se os da bien el papel de Jesucristo. Examinad vuestra propia alma, en ella tenéis suficientes motivos de preocupación, aunque no os hayáis manchado las manos con la sangre del sacerdote, como decís. Sir Guy me habló de las malvadas traducciones que encontró entre vuestros papeles. Estáis en compañía del diablo, iluminador, con John Wycliffe y Juan de Gante. Esos hombres no son la clase de amigos que necesitáis ahora. Si dedicáis vuestro arte a lo sagrado, tal vez encontréis alguna clase de redención para vuestra alma.

—Creía que ya dedicaba mi arte a lo sagrado. Pero no me refería a mi alma. Tengo una hija; depende de mí para vivir.

—¿De qué le serviréis muerto?

—Todavía no estoy muerto.

Despenser empezaba a cansarse de ese juego. Cogió una bandeja de plata con carne asada y, tras ponerla delante del galgo, volvió a su silla de respaldo alto. Golpeteó el anillo pastoral contra la madera. La perra alzó la cabeza y miró al obispo. Al ver que no le hacía caso, soltó un gañido. El obispo asintió con la cabeza y la perra empezó a devorar el ave asada.

—Vuestra hija será debidamente atendida.

—¿Se le permitirá visitarme?

Ah, por fin, aquí estaba su punto débil. ¿Cómo explotarlo? Nada de promesas precipitadas, tendría que cogerlo desprevenido, jugar al ratón y al gato. Podía sonsacarle algo más que obras de arte para el ábside de la catedral.

—Volveré dentro de una semana. Mientras tanto, pintadme una baraja de naipes. Con los cuatro palos: cardenales, arzobispos, reyes y abades. ¿La conocéis?

—He jugado a esa clase de naipes en la corte: reyes, reinas y truhanes.

En la corte. Así que intentaba demostrar que él también tenía influencias. Bien, bien. Contactos en la corte: información valiosa que igual conducía directamente al duque de Lancaster y al nido de herejes lolardos.

—Pintad el dorso con mi escudo de armas. Una mitra de obispo y las llaves de san Pedro flanqueando una cruz de oro en un campo carmesí.

Apartó de una patada el plato del morro de la perra, cogió su cadena y se dirigió a la puerta.

—¡Dile al capitán que se lleve mi silla! —gritó a Seth, que dormitaba en el pasillo.

—Necesitaré una cera especial para endurecer el papel de vitela —dijo Finn.

Henry abrió la bolsa que le colgaba del cinturón y sacó un chelín.

—Pedid a vuestro ayudante que compre todo lo que necesitéis. Si con esto no basta, decid simplemente que es para el obispo. Y si el vendedor se niega a dároslo, apuntad su nombre.

—¿Podrá visitarme mi hija?

—Ya veremos. Si los naipes son de mi agrado.

—Estarán listos dentro de dos días.

—Volveré dentro de una semana. No hay prisa, tenéis tiempo de sobra. —Cerró la bolsa de terciopelo tirando de la cinta— Por cierto, ¿sabéis jugar al ajedrez?

—Algo.

—Bien, bien. La próxima vez que venga traeré un tablero.

El obispo sonrió cuando cerró la puerta tras de sí. Una tarde muy productiva, y aún estaba a tiempo de llegar a casa antes de las vísperas.

Al día siguiente interrogaría a la anacoreta.

XVIII

Las atenciones de una madre son las más cercanas, las más dispuestas y las más seguras; las más cercanas porque salen de la mayor bondad, las más dispuestas porque salen del mayor amor, y las más seguras porque salen de la mayor verdad. Nadie podría cumplir esta función en toda su magnitud salvo Él... Nuestra verdadera Madre Jesús, sólo Él nos concede alegría y una vida infinita...

JULIÁN DE NORWICH.

Revelaciones Divinas

Cuando Rose no vomitaba, estaba de rodillas frente al altar de la Virgen. ¿Qué diría su padre si viera cómo empleaba su mesa de trabajo? No lo aprobaría; con frecuencia lo había oído criticar amargamente a «los devotos que lucen su religión como elegantes sobrevestas encima de las camisas sucias». Pero sabía que no se lo prohibiría. ¿Cuándo le había prohibido algo?

La estatuilla de la Virgen y el Niño era su única fuente de consuelo. Tenía a Agnes y la sirvienta de la cocina, pero si bien eran amables con ella y se aseguraban de que tuviera leña para el fuego y comida, estaban al servicio de lady Kathryn. Y Rose ya no confiaba en su anfitriona. La figura de alabastro de la Santa Virgen con su túnica azul parecía su única amiga. La vela que tenía siempre encendida en su altar improvisado iluminaba los ojos pintados, que brillaban de compasión cuando rezaba a la Reina de los Cielos: rogaba por su padre, rogaba por Colin, rogaba por la criatura que crecía en su seno. Cuando despertaba a medianoche con visiones de su padre aherrojado, la luz de la vela iluminaba el rostro del niño Jesús, arrebolándole las mejillas. «Como un niño de verdad», pensaba ella tocándose el vientre, como el niño que le había dado Colin.

Mientras recitaba el avemaría —le costaba pronunciar algunas palabras; su educación religiosa no había sido una prioridad—, se preguntó si su padre también rezaba. Esperaba que sí, lo consolarla como la consolaba a ella. No tenía un rosario, pero con cada avemaría acariciaba la cruz que llevaba alrededor del cuello. Jamás había sentido curiosidad por esa cruz, pero de pronto le llamó la atención que su padre, que nunca llevaba símbolos religiosos, le hubiera ordenado que no se la quitara nunca. Era su protección, le había dicho. y ella ahora necesitaba esa protección. Aunque movía los labios mientras oraba, lo único que se oyó en la habitación durante un buen rato fue el ocasional roce de su falda de raso contra las baldosas del suelo y el chisporroteo de las brasas en la chimenea: siempre tenía frío pese al fuego.

Unos pasos interrumpieron sus oraciones.

—Hace un calor sofocante, Rose. —Lady Kathryn abrió el postigo y dejó entrar una corriente de aire frío. La llama de la vela parpadeó. Protegiéndola con la mano, Rose apartó rápidamente la vela de la corriente— Y para ti no es sano pasar tanto tiempo de rodillas. Colin nunca tendría que haberte regalado esa Virgen. Te estás convirtiendo en una fanática religiosa.

Rose se estremeció.

—O sea, como Colino Tal vez deba marcharme a vivir con las hermanas ahora que se ha ido a tomar el hábito —dijo a modo de tanteo para ver cómo reaccionaba Kathryn.

—Es un poco tarde para que te conviertas en novia de Cristo, ¿no crees? —Arrugó la frente mientras le tendía una taza. Rose se había sentado en el borde de la cama— Toma, si lo bebes rápido, no sabrá tan mal.

La muchacha se arrebujó en su chal para armarse de valor.

—No pienso beberlo.

—¿Cómo que no piensas beberlo?

—No quiero..., no es sano. —Respiró hondo. ¿Adónde iría si lady Kathryn la echaba?—. Sé lo que pretendéis —dijo con voz desafiante, pese a que temblaba por dentro.

—¿Y qué pretendo? —preguntó lady Kathryn con voz serena, mirándola de hito en hito.

—Queréis envenenar a mi bebé para..., para que lo pierda. Queréis castigarme porque acusé a Alfred. —Luego, menos agresiva, más suplicante, rogando por su hijo, por el hijo de Colin—: Pero yo sólo dije la verdad. —Apenas pudo pronunciar la última palabra. Tenía la garganta seca y le ardían los ojos, pero no quería llorar delante de lady Kathryn—. Me odiáis porque Colin se ha ido. Si su hijo muere dentro de mí, también podréis echarme a mí.

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