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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (6 page)

BOOK: El maestro iluminador
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El muchacho levantó las dos manos para aplacar a su madre, que subía de tono a medida que hablaba.

—Lo preguntaba por curiosidad, nada más. En cualquier caso, seguro que es más fea que un demonio. —Se rió mientras bajaba de la mesa. La luz iluminó desde atrás su rebelde melena de pelo cobrizo, convirtiéndola en un halo encendido. Frunció el entrecejo en un gesto de malhumor— ¿Significa eso que habrá que volver a cantar las horas porque tendremos un espía de la abadía?

—No lo creo. —Toqueteó distraída las cuentas del rosario colgado de su cinturón— Supongo que bastará con una pequeña demostración de nuestra religiosidad. Bien podrás ir a la capilla una vez al día, ¿no? Con eso será suficiente. Al fin y al cabo, ese hombre es un artista, no un monje.

—Y en Blackingham nadie necesita un monje, ¿verdad, madre?

Pasando por alto la insolencia de su hijo, lady Kathryn le dio la espalda y salió de la habitación.

El iluminador y su hija llegaron el viernes. Cada quincena, un viernes al mediodía, lady Kathryn se reunía con Simpson en el gran salón para tratar los asuntos de la propiedad. A ella no le agradaban esos encuentros, y ese día no era una excepción. Pero tenía que hablar de dos temas importantes con el administrador, y esperaba poder resolverlos antes de la llegada de sus huéspedes.

El primero tenía que ver con una petición de una de sus arrendatarias. La mujer, una tejedora, había acudido a ella angustiada y llorosa. Simpson había reclutado a su hija menor como sirvienta en su casa. En tanto que administrador, tenía derecho a hacerlo, dado que tanto la madre como la hija eran siervas. La madre no era una mujer libre que trabajase a cambio de una parcela de tierra y un jornal miserable, de modo que sólo podía recurrir a lady Kathryn. Ésta le había prometido mediar para que le devolviera a su hija y eso pensaba hacer. La acción del administrador era inadmisible. Además de estar en juego el bienestar de la niña, se suponía que la madre, una de las mejores tejedoras de Blackingham, debía legar su habilidad a su hija. De haberlo sabido, Kathryn lo habría impedido sin necesidad de que su madre derramara una sola lágrima. Se enfrentó a Simpson antes de que éste acabara de saludarla con su estúpida sonrisa.

—Una niña de seis años es demasiado pequeña para servir. Se la devolveréis a la madre y buscaréis a alguien más adecuado para vaciar vuestros orinales y limpiaros las botas.

Simpson apretó con fuerza el gorro entre las manos y retorció el ribete de terciopelo. A Kathryn, su atildamiento y su intenso perfume le resultaban ofensivos. Si, como ella sospechaba, ese hombre se arreglaba para los encuentros de los viernes con la intención de impresionarla, conseguía precisamente el efecto contrario.

—Mi señora, la niña está muy crecida para su edad y sir Roderick se oponía a toda clase de mimos. Decía que echaban a perder a los trabajadores.

—Simpson, creía que a estas alturas ya os habíais dado cuenta de que no me importa lo que dijera sir Roderick ni lo que le preocupara o deseara. Citarlo a él no me sirve como argumento. Como sois administrador y recibís un buen sueldo, debéis contratar y pagar de vuestro bolsillo a un mozo para que os atienda. Los siervos de Blackingham están para servir a la casa señorial de Blackingham y sus tierras. Devolveréis la niña a su madre y no la sustituiréis por otra.

Observó con una mezcla de satisfacción y aprensión el evidente esfuerzo de él para contener su enfado. Le molestaba saber que necesitaba a ese hombre tan odioso, pero no tenía a nadie que pudiese ocupar su lugar.

—No pretendo ser poco razonable con este asunto —prosiguió ella— Si queréis a la esposa de uno de los arrendatarios y si ella acepta trabajar para vos, accederé a pagar un pequeño jornal como suplemento a vuestro sueldo. Es lo máximo que puedo hacer. Espero que la niña sea devuelta en el plazo de una hora. —Lo miró fijamente y bajó la voz, pronunciando cada palabra con cuidado de que él no interpretara su ofrecimiento de paz como una señal de debilidad—: En el mismo estado en que se encontraba cuando abandonó la casa de su madre.

—Como queráis, mi señora.

Agachó la cabeza lo suficiente para que ella no le viera los ojos y, con una reverencia de cumplido, retrocedió para marcharse.

—No hemos acabado —dijo Kathryn—. Hay algo más. En las cuentas del último trimestre he visto un déficit en los ingresos por la lana.

El hombre se detuvo en seco y la miró. Ella vio en su semblante primero sorpresa y luego resentimiento. Simpson cerró los ojos por un instante, como si intentara recordar.

—Quizá la señora haya olvidado el pietín
[2]
de esta primavera. Perdimos varias ovejas.

—¿Pietín? —Kathryn examinó el libro con las cuentas del último trimestre— No veo ningún gasto por alquitrán en la contabilidad.

El administrador desplazó el peso del cuerpo de uno a otro pie.

—El pastor no nos informó a tiempo para que pudiéramos comprar el alquitrán y aplicarlo a las patas de las bestias enfermas y...

—Sois el administrador. Era vuestra responsabilidad, no la de John. De todos modos, deberíais tener suficiente alquitrán a mano para tratar una pequeña plaga. ¿Cuántas ovejas perdimos?

Simpson movió el cuerpo y contrajo la mano izquierda.

—Ocho..., diez cabezas.

Kathryn enderezó la espalda.

—¿Cuántas fueron, Simpson? ¿Ocho o diez?

El administrador apretó el puño izquierdo y volvió a abrirlo varias veces antes de murmurar:

—Diez.

«¡Doscientas cincuenta libras de lana perdidas! —pensó Kathryn—. Doscientas cincuenta libras con las que yo contaba.» Bajó la mirada y, mientras fingía ocuparse en el libro de cuentas, siguió observándolo de soslayo.

—Bueno, al menos esquilasteis las ovejas muertas.

En el rostro de Simpson la inicial sorpresa dio paso a una expresión ladina antes de contestar.

—Desgraciadamente no, mi señora. Lastramos los animales muertos y los tiramos a los pantanos para que no contagiaran al resto del rebaño.

Ella levantó la cabeza y lo miró fijamente.

—Muy sensato por vuestra parte. Quién sabe hasta qué punto las pieles de los animales estaban ya afectadas por el pietín.

Por suerte para el administrador, justo en ese momento un ruido de cascos de caballo interrumpió el interrogatorio. Pero la mirada que le lanzó lady Kathryn cuando se dirigió al patio para recibir a los recién llegados indicaba claramente que el asunto no estaba zanjado.

Los visitantes se detenían en el patio en ese preciso instante.

Kathryn entrecerró los ojos por la luz del sol. Sólo reconoció al hermano José de la abadía. Una joven de unos dieciséis años iba montada en un asno del que tiraba un hombre alto de facciones angulosas. Por un momento fue como si una aparición, una visión sagrada de la Virgen llegando a Belén hubiera honrado su patio. Pero saltaba a la vista que esa muchacha no estaba encinta. Ni siquiera la forma casta de su túnica azul oscuro escondía su talle esbelto. Su vestido era sencillo, pero de una tela y un corte excelentes. Ni los tejedores de Kathryn producían tejidos tan finos. La muchacha no lucía más adorno que un broche exquisitamente trabajado, con un trenzado y una pequeña cruz con incrustaciones de perlas en el centro, que ella acariciaba nerviosamente con sus dedos delgados y pálidos. El colgante pendía de una cinta roja que llevaba al cuello. Una cinta a juego sujetaba el velo de gasa que le cubría el cabello, negro y brillante como el azabache. Tenía un aspecto exótico: grandes ojos almendrados en un rostro ovalado, rasgos tan perfectos que parecían tallados en mármol y una piel más aceitunada que lechosa. No era la mocetona basta y fea que Kathryn había esperado. Y se movía con una dignidad que, al igual que su atuendo, estaba muy por encima de su condición.

El hombre que iba a su lado, conduciendo el asno y vigilando cada uno de sus pasos con unos ojos verdes como el mar, debía de ser su padre. Era alto, no muy musculoso, de constitución nervuda. Se inclinó hacia su hija en ademán protector. Iba afeitado y sin sombrero, y el pelo cano le raleaba en la coronilla. Vestía una túnica hasta las rodillas, una tela de tono claro de excelente calidad e impecable, y el único adorno era un pequeño puñal colgado de una holgada correa de cuero que le rodeaba la cintura. Padre e hija habrían podido ser un cuadro vivo de un misterio de Navidad montado por el gremio de merceros.

Mientras él ayudaba a desmontar a su hija, Kathryn se acercó a saludarlos. El hombre rezumaba un olor a jabón sarraceno mezclado con un aroma desconocido, sutil, tal vez aceite de linaza. Tendió a su hija la mano, de palma estrecha y dedos largos y finos, y aunque llevaba las uñas cuidadas, en la cutícula del índice derecho se advertían restos de un pigmento ocre. Parecía quisquilloso. Kathryn esperaba que no fuera un huésped exigente.

El hermano José fue el primero en hablar.

—Os he traído a vuestros invitados —dijo cogiéndole la mano—, pero me temo que...

Sus palabras fueron ahogadas por un grupo de jinetes que irrumpió en el patio en medio de una nube de polvo estival. Sin duda no hacían falta tantos hombres —uno de los cuales era el sheriff, reconoció Kathryn— para escoltar a un padre y su hija hasta su alojamiento.

—Sir Guy —dijo ella saludando al recién llegado—, cuánto tiempo sin vernos.

En vida de Roderick había sido un visitante asiduo. Acompañados de sus halcones, se iban a cazar para divertirse en los campos de los alrededores de Aylsham, ya veces cazaban con sus arcos animales salvajes en el bosque de Bacton. Pero no había vuelto a poner los pies en su casa desde la muerte de su marido. Kathryn no se alegró de verlo.

Desde el caballo, sir Guy se agachó y se llevó la mano de ella a los labios.

—Desde luego, así es, lady Kathryn. Pido disculpas por mi negligencia, pero debo admitir que ésta es una visita oficial.

Ella echó una rápida ojeada a los otros tres jinetes, detrás de él, por si veía algún rostro conocido, y escrutó el patio en busca de sus hijos. ¿Acaso AIfred, debido a su mal genio, se había metido en un lío que la involucraba a ella o, peor aún, que le saldría caro?

—¿Oficial? —repitió, y forzó una sonrisa.

El sheriff señaló un caballo que entraba en el patio. A primera vista parecía que no lo montaba nadie, pero al mirarlo con mayor atención Kathryn vio tumbada sobre el lomo del animal una forma humana envuelta en una manta. Una brisa de verano levantó el borde de la manta y ella arrugó la nariz con desagrado. Lo que fuera o quien fuera que estuviese allí envuelto apestaba. El caballo piafó y relinchó como si quisiera deshacerse de su carga maloliente.

El sheriff señaló al hombre que tiraba del caballo.

—Aléjalo. Ese olor no es digno de una dama. No necesita estar tan cerca para identificar el cuerpo.

« ¡Identificar el cuerpo!» Lady Kathryn sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Una vez más escudriñó el patio, esta vez con urgencia. «¡Alfred! ¿Dónde está Alfred?» Y no había visto a Colin desde la mañana. «¿Y si es Colin?» Apretándose el pecho con la mano para apaciguar su corazón, se dirigió hacia el cadáver colgado del caballo.

Sir Guy debió de ver el miedo en sus ojos y tendió la mano para detenerla.

—Os he asustado sin motivo, lady Kathryn. No son ni el joven Colin ni Alfred. Sólo es un cura.

Lady Kathryn creyó que iba a desmayarse de alivio. El hombre alto que estaba junto al hermano José se acercó y le rodeó la cintura para sostenerla. Ella se apoyó por un instante en el iluminador, agradeciendo la fuerza de su brazo. Enseguida se repuso y se apartó. El también retrocedió, sólo un corto paso pero suficiente para mantener una distancia correcta entre los dos.

—Gracias —dijo ella—, mi necedad de madre me ha debilitado.

El iluminador asintió con la cabeza y esbozó una media sonrisa.

—El amor de una madre nunca es necio, señora. —Su voz se asemejaba al susurro de la gravilla de un río al pasar por un tamiz— Y nunca me ha parecido débil.

El caballo de sir Guy piafó y resopló. El sheriff tiró de las riendas bruscamente.

Tras reponerse lo suficiente para poder hablar, lady Kathryn se dirigió a él:

—¿Un cura, sir Guy? ¿Qué tiene que ver ese cura con Blackingham?

Sir Guy desmontó antes de contestar, y lady Kathryn hizo señas para que se acercara un mozo. Un corrillo de sirvientes se había congregado junto a las caballerizas para ver qué ocurría. Uno de ellos se acercó a sujetar el caballo del sheriff.

Sir Guy señaló el cuerpo con la cabeza.

—Creo que es el legado del obispo. Y si lo es, rodarán cabezas. Henry Despenser organizó un gran revuelo para dar con él. Dice que lo envió a Blackingham para atender a su señoría hace unos días. Lo esperaban en Norwich el lunes antes de las completas. —Se acercó al caballo que llevaba el cadáver— Lo encontramos con la cabeza destrozada en el pantano que bordea vuestras tierras.

Retiró la manta para mostrar una sotana benedictina manchada de barro. Cuando cogió al monje inerte y lo irguió en la silla para mostrárselo, lady Kathryn reconoció, entre los rasgos tumefactos y la sangre seca, unas cejas pobladas y negras: el padre Ignacio. Apartó el rostro en un gesto de repulsión, una reacción natural que le permitió ganar tiempo. La cabeza le daba vueltas, como en un torbellino, y la sensación de mareo la obligó a apoyarse de nuevo en el fuerte brazo del desconocido. ¿Qué debía decir? ¿Reconocer que el sacerdote había estado allí? ¿Exponer a sus hijos a un interrogatorio? ¿Llamar la atención sobre la fragilidad de su situación? ¿Le había comentado a alguien en la casa que se sentía amenazada, que las extorsiones del sacerdote la habían enfurecido? ¿Lo habían adivinado? ¿Dónde estaba Alfred esa noche? Alfred, con el genio exaltado de su padre, sus impulsos imprudentes... ¿Lo había provocado el sacerdote hasta límites inadmisibles? Respiró hondo y se irguió otra vez, valiéndose de sus propias fuerzas.

—Sé que es el legado del obispo, pero hacía varias semanas que no lo veía —dijo. La voz fue poco más que un susurro, pero su mirada no vaciló en ningún momento—. Debió de encontrarse con la muerte de camino a Blackingham.

IV

El mundo está lleno de gobernantes de señoríos y jurisdicciones que son intencionadamente deshonestos. A sabiendas de ello, la señora de una heredad debe estar lo bastante informada para proteger sus intereses; así no la engañarán.

CHRISTINE DE PISAN.

El libro de las tres virtudes (14°
6
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