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Authors: Christian Jacq

Tags: #Esoterismo, Histórico, Intriga

El monje y el venerable (5 page)

BOOK: El monje y el venerable
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—Estoy convencido —prosiguió el jefe de las SS— de que no se ha percatado de la grandeza de esta nueva era. Nuestro
Führer
no es un político decadente y corrupto como los que existían en su viciada Europa. Es el sumo sacerdote de una auténtica religión. Los cristianos y los judíos son satánicos. Los masones, también. Habrá que exterminarlos. Pero otros se encargarán de hacerlo. Aquí, señor Branier, está en un lugar privilegiado. He seleccionado a individuos de élite; a quienes ostentan poderes y guardan secretos.

—Siento decepcionarlo —intervino el venerable—. Ninguno de nosotros ostenta ningún poder en particular. El secreto de mi logia desapareció cuando dejó de reunirse, al inicio de la guerra.

El jefe del campo descruzó las piernas y dio un puñetazo en la mesa de roble.

—¡La guerra! ¡Es lo único que sabe decir! Ya no hay guerra. El Reich ha ganado. ¿Para qué seguir mintiendo? ¿De verdad cree que su sistema de defensa sirve de algo? Yo no tengo prisa… acabará hablando. Acabará diciéndomelo todo, desahogándose.

El comandante se volvió hacia su ayudante de campo.

—Llévense al venerable Branier a su
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.

El venerable, siempre acompañado por dos agentes de las SS, fue conducido al
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o barracón de color rojo. Procuró cerrarse al diabólico mundo que lo rodeaba; no dejar que hicieran mella en él las paredes grises, los rechinantes peldaños, el sol del patio, las alambradas de espino; no convertirse en su propia prisión.

El barracón rojo parecía un pequeño chalet. Visto de cerca, era evidente que había sido construido deprisa y corriendo. Había algunos listones de madera separados, que dejaban entrar el aire gélido. Las dos ventanas que daban al patio estaban mal ajustadas. El techo estaba agujereado en ciertos lugares. Bricolaje. Improvisación.

La puerta no tenía pomo. Un agente de las SS la abrió de una patada. El venerable entró en una enorme sala desierta, de unos treinta metros cuadrados. Sobre el suelo de hormigón había siete jergones.

Estaban todos allí. Pierre Laniel, el industrial; Dieter Eckart, el profesor; Guy Forgeaud, el mecánico; André Spinot, el óptico; Raoul Brissac, el picapedrero; Jean Serval, el escritor. Todos los que habían sobrevivido al exterminio.

La puerta se cerró tras el venerable. Al fin solo con sus hermanos. Dieter Eckart, muy emocionado, se levantó el primero y se plantó frente a François Branier.

—Me alegro de verte, venerable maestro.

Los dos hombres se dieron un triple abrazo fraternal y un ósculo de paz. Los otros hermanos hicieron lo propio. André Spinot lloraba. De miedo y de alegría. El venerable sintió que recobraban la confianza, que su presencia les devolvía un equilibrio indispensable; como si pudiera aportar una solución, abrirles un camino hacia la libertad. Aun cuando ésta no existiera. Cualesquiera que fueran sus dudas y sus tormentos, el venerable no debía confesarlos. Por eso la carga que lo abrumaba le parecía aún más pesada.

—Hermanos míos —pidió el venerable—, formemos la cadena de unión.

En el interior del barracón de una fortaleza nazi perdida en montañas remotas, siete masones formaron la cadena fraternal célebre, según la tradición, desde los albores de la humanidad. Con los pies en contacto y las manos unidas, cerraron los ojos para comulgar mejor, para sentir mejor la fuerza vital de su comunidad nuevamente reunida.

—¡Que el Gran Arquitecto del Universo esté siempre con nosotros! —invocó el venerable maestro.

François Branier, al igual que sus hermanos, sentía el formidable calor que emanaba de aquel pequeño grupo de hombres atrapados entre las garras de un solo monstruo. A partir de entonces, la logia «Conocimiento» existía en aquel lugar, en aquel Oriente de exilio donde ejercería plena y absoluta soberanía. Los siete hermanos presos volvían a ser libres, aptos para comunicar.

Un crujido vino de afuera. Ruido de botas sobre las gravas del patio. Los hermanos rompieron la cadena. Se abrió la puerta del barracón, y apareció la silueta del jefe de las SS. Éste se apoyó en el umbral, con las piernas ligeramente separadas y los brazos cruzados detrás de la espalda. Contempló irónico a los masones, como si tuviera constancia del rito que acababan de celebrar. En adelante, el venerable debería tomar precauciones. Pero ¿cómo arrepentirse de haber cedido a un impulso que los había unido como un solo ser?

—Entréguenme ahora mismo todos los objetos metálicos que lleven encima: relojes, alianzas, sortijas de sello…

El jefe de las SS dejó pasar a un agente con una cesta de mimbre. Era un hombre barrigón, mal afeitado, con la frente muy ancha y afeada por una mancha en vino de Oporto.

El venerable fue el primero en dar el paso. Entregó el reloj. Jamás había llevado alianza. Sus hermanos se mostraron igual de dóciles, y la cesta enseguida se llenó. Pierre Laniel, el industrial, se quitó con pesar la alianza que llevaba desde hacía veinticinco años. Presentía que nunca más volvería a ver a su esposa. Habría querido conservar aquel recuerdo suyo, clavar la mirada en el anillo de oro cuando le llegara la hora. Al entregarlo, se quedó como mutilado.

El intendente se detuvo ante Raoul Brissac, el picapedrero. Con un gesto violento, le arrancó el anillo de metal que le colgaba de la oreja izquierda. Se salpicó de sangre. El agente de las SS sacudió el botín, al que se había quedado enganchado un trozo de piel, y luego lo arrojó a la cesta.

—Les había dado una orden —precisó el jefe.

Brissac hizo un esfuerzo indecible para no gritar de dolor. Estaba dispuesto a abalanzarse sobre el intendente y golpearlo hasta la muerte. Pero su mirada se había cruzado con la del venerable. El maestro de la logia le pedía que no reaccionara. Y la jerarquía de la comunidad, libremente aceptada, no se discutía. Raoul Brissac, con la mirada levantada hacia el techo del barracón, y mordiéndose los labios hasta sangrar para olvidar el sufrimiento que le encendía el ánimo, no rechistó. El intendente le había arrebatado su símbolo de compañero iniciado. El anillo tallado en piedra que su maestro le había entregado una vez finalizada su obra maestra, una escalera de doble hélice; justo antes de haber conocido a François Branier y de haber sido admitido en la logia «Conocimiento».

El intendente, visiblemente decepcionado por la indolencia de Brissac, dio media vuelta, seguido de Klaus. La puerta del barracón se cerró de golpe.

Cuando los torturadores se fueron, los masones permanecieron inmóviles durante un buen rato. El venerable fue el primero en abandonar la torpeza. Enseguida examinó la herida de Raoul Brissac, que mantenía la mirada fija. El Compañero aguantaba el tipo.

—No es muy grave —comentó el venerable, que taponó la herida con un pañuelo limpio, una de sus últimas riquezas.

Brissac tenía una resistencia extraordinaria. Sin embargo, François Branier temía su reacción en frío. El compañero no admitía ni la tolerancia de los cobardes ni el perdón de las ofensas. Pese al cruel gesto del intendente, habría que convencerlo para que pensara primero en la comunidad.

—Quieren separarnos, Raoul, ponernos a los unos en contra de los otros. Atacarán a cada uno de nosotros por separado. Si tú te hubieras resistido, nos habría molido a palos. No respondamos a sus provocaciones.

—En la medida de lo posible —observó Laniel.

—Y más allá de lo posible —replicó el venerable—. Aquí vivimos lo imposible, lo impensable. Adaptémonos, Pierre. Tenemos la fuerza para hacerlo.

Pierre Laniel captó lo que el venerable dijo a medias palabras. François Branier ostentaba el secreto del Número. Era esencial preservar la persona del maestro de la logia. Pero éste último sólo pensaba en salvar las vidas de sus hermanos.

—Estamos perdidos —confesó André Spinot, el óptico, que se desmoronó en un rincón de la sala y se llevó las manos a la cabeza.

—Es probable —confirmó Dieter Eckart—. Pero, al menos, habrá que intentarlo.

—¿Cómo? —preguntó Jean Serval, el aprendiz.

—Evasión.

—No sueñes —objetó Guy Forgeaud, el mecánico—. No saldremos de aquí escalando paredes.

Podían fiarse de Forgeaud. Era un manitas genial.

—¿Tienes alguna idea? —inquirió el venerable.

—Todavía no. Hay que estudiar mejor este lugar. No tendremos una segunda oportunidad.

—Todo depende de cuándo empiecen los verdaderos interrogatorios —advirtió Jean Serval, expresando en voz alta la angustia latente.

—Sí y no —comentó Dieter Eckart, que se había colocado en la esquina de una ventana para observar lo que pasaba en el patio—. La cuestión es qué esperan de nosotros.

Todas las cabezas, incluso la de Raoul Brissac, se volvieron hacia el venerable. Si alguien lo sabía, era él. Incluso aunque no pudiera explicarlo todo, por juramento, debería hacer algunas precisiones.

François Branier hizo gala de su aspecto huraño. Reelegido venerable de «Conocimiento» en cada San Juan de invierno desde hacía quince años, esperaba traspasar pronto su cargo a uno de los maestros de la logia. La Gestapo había frustrado sus planes.

—Nuestra logia no es como las demás —empezó el venerable—. Es depositaria de un misterio. Y si morimos, morirá con nosotros.

—Desde que tú diriges esta logia —observó Dieter Eckart—, hemos modificado los métodos de trabajo. Hemos vuelto a nacer. Ya no construiremos catedrales de piedra, pero no por ello nuestros proyectos son menos importantes.

—Si es que queda alguien para llevarlos a cabo —precisó Pierre Laniel, con amargura—. Sólo somos siete. Los otros cuatro aprendices, al igual que tres compañeros y cuatro maestros, están muertos o desaparecidos. Y nosotros mismos… no servimos de mucho más.

—¿Quién nos ha vendido? —preguntó Raoul Brissac con una voz velada.

La sangre había dejado de correr. Pero el dolor había quedado estampado en el rostro del picapedrero.

—Un masón —respondió el venerable—. El que nos había prestado el local.

Una trampa. Habían caído en una trampa tendida por un «hermano». Una lágrima asomó a los ojos de Dieter Eckart, que la hizo desaparecer con el dorso de la mano. Laniel sintió que perdía el valor. Forgeaud lamentó no estar ya muerto. Brissac olvidó su oreja mutilada. Spinot mantuvo los ojos cerrados. Serval, atónito, miraba sin ver nada.

—Estamos solos —dijo el venerable—. Totalmente solos. Y siempre lo hemos estado.

Capítulo 6

Permanecieron más de una hora sin hablar. El venerable dejó que se recobraran. Estaban sentados contra las paredes del barracón, y cada uno de ellos aguardaba a que algún hermano descubriera un rayo de esperanza. Branier los observaba. Pierre Laniel… humano, un líder capaz de soportarlo todo, a veces desarmado por el Mal. Un maestro declarado, apto para recibir el secreto. Dieter Eckart… una honda sensibilidad bajo su máscara de aristócrata, una prodigiosa inteligencia. Un futuro venerable. Guy Forgeaud… el más hábil, capaz de arreglárselas en cualquier situación; el anarquista genial, profundamente vinculado a la comunidad. André Spinot… el más sensible y el más frágil. Asesinado por la vida, mil veces vencido aunque nunca derrotado. Largos años de trabajo para controlar su tumulto interior. Raoul Brissac… un auténtico compañero del deber que también había querido conocer la masonería. La suya fue una transformación difícil, por su carácter rebelde e impulsivo. Un corazón de oro y unas enormes ganas de vivir. Jean Serval… el más brillante de los aprendices, el principiante capaz de llegar al fin del mundo si no se perdía en el camino.

No los juzgaba. Los quería a todos. Por eso tenía que conservar la lucidez. Hermanos, sí, hermanos de espíritu libremente elegidos para recorrer juntos el estrecho sendero que iba de las tinieblas a la luz; hermanos que hoy se ocultaban como animales llevados al matadero.

—Me voy a cargar a ese cabrón —dijo bruscamente Raoul Brissac, rompiendo el silencio—. Un puñetazo en la cabeza, uno solo, y reventará como una fruta podrida.

—No tienes derecho a hablar así —intervino Laniel—. Deja que se explique, incluso aunque nos haya traicionado. Es un hermano, él…

—No —lo interrumpió André Spinot, siempre postrado, pero cuya voz resonó con especial claridad—. La masonería ha muerto. Los hermanos ya no existen. Ya no tienen nada que decir, nada que demostrar. Las logias son conchas vacías. El primer golpe de viento las ha barrido. Y nosotros… nosotros vamos a morir porque somos los últimos guardianes del secreto.

—Tienes razón —asintió Dieter Eckart.

El profesor nunca les había parecido tan seguro de sí mismo, tan tranquilo.

—¡Menudo campo de concentración, y menudos alemanes! —señaló Guy Forgeaud, en tono casi burlón, como de costumbre.

—¿Por qué dices eso? —inquirió Pierre Laniel.

—A los alemanes les encanta alardear de sus títulos. Son todos
Oberstampführer
o algo parecido. Adoran la disciplina, la posición de firmes. Ni se os ocurra contestarles. Aquí, basta con ser educado y con escucharlos hablar un francés casi sin acento.

—Tienen miedo —dijo el venerable.

Seis pares de ojos sorprendidos lo contemplaron.

—Se creen que tenemos poderes. Ellos son todopoderosos, pero nunca se sabe…

—¿Es eso cierto? —preguntó Serval, el aprendiz, medio irónico medio en serio—. ¿Tenemos poderes?

—No los suficientes para salir de aquí… Cuento con nuestra atención para aprovechar la mínima posibilidad de evasión.

—No hay ninguna —sentenció Spinot, el óptico.

—¡Cierra el pico! —gritó Brissac, levantándose de un brinco y plantándose ante Spinot—. ¡No empecemos!

—Es la verdad —replicó Spinot, crispado.

—Basta ya —intervino el venerable—. No tenéis por qué hablaros en ese tono. Dividirnos sería la peor de las bajezas. Eso es lo que ellos esperan que hagamos.

—Pues yo no me voy a pasar la vida esperando. Para empezar, tengo ganas de mear.

Raoul Brissac abrió la puerta del barracón.

El aire libre.

El ulular de una sirena. Chasquidos de cargadores. Una orden dada por el altavoz. «¡Alto!». El Compañero se quedó paralizado, como desencantado. Varios agentes de las SS salieron corriendo de la caserna. Lo rodearon, apuntándole con sus armas. Una furia paranoica se apoderó de Brissac. Estaba dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo contra aquellos espectros.

—¡No hagas el imbécil, Raoul! —gritó Guy Forgeaud.

—¿Algún problema, Brissac?

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