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Authors: Cliff McNish

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El olor de la magia (5 page)

BOOK: El olor de la magia
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—¿Hay algo que ella no pueda hacer? —preguntó a Morpet la madre.

—No conozco sus límites —admitió él—. Tampoco Raquel. En Itrea ella solo tuvo unos pocos días para aprender, y debido a la promesa que le hizo a Larpskendya, no ha experimentado con su magia desde su vuelta. —Nervioso, Morpet vio como Raquel soplaba sobre un capullo cerrado. Este abrió sus pétalos como si ella le ofreciese un rayo de luz del sol de regalo—. Ella es sin duda la muchacha con el don más natural que he conocido nunca —continuó Morpet—. En Itrea, Raquel aprendió a utilizar hechizos que otras personas tardarían siglos en descubrir o que nunca conseguirían. Ella lo hizo sin ayuda alguna, sin haber aprendido aún a hacerlo, alterando instintivamente su forma o moviéndolos sin esfuerzo de un lugar a otro, o haciendo cambiar el clima mientras tanto. Ningún niño hizo eso antes; solo la bruja, Dragwena.

—Tu magia era bastante impresionante en Itrea —señaló Eric.

—No exactamente —dijo Morpet—. Yo podía curar lesiones básicas. Con bastante dificultad hubiera podido cambiar la forma de algunos materiales, y enviar señales. Pero, por supuesto, ese nivel simple de magia lo poseen muchos niños.

—¿No la echas de menos? —preguntó Eric vacilante—. Creo que debes de odiar a Larpskendya por haberte arrebatado tu magia.

—No, Eric, te estás equivocando —replicó Morpet—. Le pedí a Larpskendya que me librara de ella.

—¿Qué? —exclamó Eric—. ¿Por qué?

—Nosotros no queríamos llamar la atención de las brujas. He utilizado la magia durante tanto tiempo que ahora un hechizo podría escapárseme accidentalmente. Por eso le pedí a Larpskendya que me librara de ellos antes de volver a la Tierra; y así lo hizo.

—No lo sabía —dijo la madre—. Nunca nos lo habías dicho.

—No fue tanto sacrificio como pensáis —dijo Morpet sonriendo con la boca torcida—. Soy un anciano. Al contrario que la de Raquel, mi magia durante estos últimos años estaba la mayoría de las veces aletargada.

—Eso no es cierto —dijo la madre estudiando su rostro—. Lo que ocurre es que no quieres que Raquel se preocupe por ti; por eso no nos lo has dicho antes.

Raquel se sentó con las piernas cruzadas al lado del estanque, sus ojos permanecían cerrados. Por lo que podían ver, sus mejillas estaban hinchadas, llenas del aire frío de la mañana. Cuando exhaló el aire en el jardín se convirtió inmediatamente en un viento tropical, y su aliento en un raro y húmedo aroma a selva.

Entonces, sin avisar, Raquel se sumergió en el estanque.

—¡Protégeos los ojos! —gritó Morpet.

Eric levantó un brazo sin demasiado entusiasmo.

—¿Qué hay de malo? Yo no…

—¡Hazlo!

La madre se tapó la cara con las manos un instante antes de que una luz extremadamente brillante invadiese el jardín. No era la luz del amanecer. Provenía de Raquel. Finalmente había abierto sus ojos nocturnos. Bajo la luz del sol los colores de los hechizos variaban, pero en la oscuridad brillaban con un solo color resplandeciente, el color de la plata refulgente. Durante un instante, ópalos de luz cubrieron a Eric, a su madre y a Morpet, iluminando sus ropas. Entonces Raquel se sentó de nuevo en el estanque y dirigió su mirada hacia el cielo. Las nubes, a miles de metros en el aire, se iluminaron, perforadas por rayos diminutos. El estanque se agrandó ligeramente para darle la bienvenida. Ella se tendió en la parte más profunda, y unas branquias rojas le aparecieron en el cuello.

—Eso es nuevo —dijo Morpet mirando con cautela por entre los dedos de su mano.

Una tercera branquia se había materializado, esta vez en la garganta.

Raquel permanecía en el estanque con la boca abierta bajo el agua. Como vieron todos con una cierta ansiedad, sus ojos mágicos escudriñaban los cielos en busca de aquello que nunca antes habían visto. Durante unos minutos, su deslumbrante luz plateada atrajo legiones de polillas y moscas de más allá incluso de los alrededores de los jardines.

Al cabo de un rato, Raquel surgió del estanque con total serenidad. Flotó hacia su habitación, sin que en ningún momento diese señales de reconocer a ningún miembro de su familia. Eric fue enviado a la cama. Cuando les contó a los prapsis lo que había ocurrido, un coro de chillidos de excitación sonó durante unos cuantos minutos. En la planta de abajo se oían solo leves murmullos: Morpet se sentó frente a la madre de Raquel a discutir qué es lo que debían hacer a partir de ahora.

A la mañana siguiente, casi al mediodía, Morpet tuvo que sacudir a Raquel repetidamente para despertarla. Sus ojos, cuando finalmente los abrió, eran de un gris nublado, como una tarde de invierno.

—Estoy tan cansada —dijo ella mirándose en el espejo. Al frotarse la cara se dio cuenta de lo contentos que estaban sus hechizos. La mayoría de ellos se habían alejado de su lugar detrás de los ojos de Raquel, y parecían satisfechos, sin estar dispuestos a darle la lata con sus jueguecitos.

—Los juegos de anoche se cobraron un peaje caro —dijo Morpet explicándole los acontecimientos.

Tras oír lo que había ocurrido, Raquel murmuró enfadada:

—Debes de creer que mis propios hechizos me odian, las cosas que hacen…

Morpet encogió los hombros.

—No es eso. Solo que esos hechizos son feroces. Hay una brutalidad en tu magia que solo he visto antes en Dragwena. Anhela ser usada.

Raquel lanzó una mirada inquietante hacia las sábanas revueltas y empapadas.

—A mamá no se le puede haber escapado esto. Lo sabe, ¿no es así?

—Sí, tu madre lo sabe todo.

—Oh, solo me faltaba eso.

—No, son buenas noticias —dijo Morpet con firmeza—. Ahora necesitamos el apoyo de todo el mundo.

Raquel se duchó, se vistió y bajó la escalera en dirección a una cocina extrañamente en silencio. Incluso los prapsis estaban callados.

—¿Qué pasa con ellos? —le preguntó a Eric con aire suspicaz mientras echaba cereales en su tazón de leche—. ¿Están enfermos o algo así?

Eric levantó las cejas.

—No. Los chicos sienten un nuevo respeto por ti, Raquel. Anoche vieron a través de las cortinas de mi habitación cómo volabas. ¡No más insultos durante un par de días!

Los prapsis sonrieron abiertamente a Raquel, aleteando en el aire y guiñándole los ojos con aire de complicidad.

Cuando todos hubieron acabado el desayuno y estaban en la sala de estar, Raquel dijo:

—Noté algo extraño anoche. Me asustó, y no estoy segura de lo que significa. —Se sentó en el borde del sofá, al lado de su madre—. Mis hechizos de información lo recogieron. Sabéis que ellos registran automáticamente todo lo que ocurre a mi alrededor, esté interesada en ello o no. Suele ser información inútil: quién está en la casa, cuál es el pulso de su corazón, el momento en que se pone el sol, tonterías por el estilo. Anoche, creo, hicieron un largo viaje y recogieron señales de magia. Y no era
mi
magia. Aquella magia pertenecía a otros niños. Miles de ellos.

Los prapsis dieron un brinco y se posaron encima del radiador.

—Creo que Larpskendya no permitiría eso —dijo Eric—. ¿No dijo que era demasiado peligroso permitir a los niños que utilizasen la magia sin control?

—Sí, eso dijo. Normalmente él nunca interfiere en lo que la magia quiere hacer de manera natural, pero en la Tierra es diferente. Larpskendya me dijo que es un caso especial por culpa de Dragwena. Ella estuvo aquí durante siglos antes de que los magos nos descubrieran, cultivando su propia clase de magia en los niños. Por su culpa, dijo Larpskendya, hay un poco de bruja en todos nosotros.

—¡Oh, no! —dijo Eric.

Raquel asintió.

—Larpskendya quiso vigilarnos, controlando nuestra magia hasta estar seguro de que estábamos a salvo. —Miró a Morpet—. Larpskendya no está cerca —dijo ella con certeza—. El no puede ser; por otra parte, nos habría advertido sobre algo tan importante.

—Estoy de acuerdo —dijo Morpet—. Intenta enviarle un mensaje.

Raquel transmitió una llamada de socorro en todas direcciones de la manera que Larpskendya le había mostrado.

—No hay respuesta —dijo tras unos minutos.

—¿Qué significa eso? —preguntó Eric—. Larpskendya no… ¿puede haberle sucedido algo malo?

—No seas estúpido —soltó Raquel; solo la idea se le hacía insoportable—. Solo quiere decir que… que no está cerca, ¡eso es todo! —Alojó un hechizo especial de llamada en su mente, asegurándose de que se enviaría con precisión y hasta el espacio más profundo tanto si ella estaba despierta como dormida—. Larpskendya dijo que no podría estar siempre aquí —le recordó a Eric—. Este no es el único mundo que tiene que proteger.

«Pero ¿qué podía ser tan urgente que Larpskendya no hubiese tenido tiempo de advertirnos de que se ponía en camino?», se preguntó ella.

—Bien —dijo Morpet—, de momento tendremos que decidir nosotros qué hay que hacer. Dime, Raquel, ¿hay alguno de los niños descubiertos por tus hechizos que todavía esté usando su magia?

—No creo —replicó ella—. Pero en el mejor dotado de los niños la magia está a punto de estallar.

—¿Hasta qué distancia puedes buscar?

—Hasta a medio camino del planeta. Es siempre así. Y había algo muy extraño, Morpet. Un rastro sobre África. Demasiado lejos, pero nunca había sentido algo tan fuerte.

—Entonces… ¿qué hacemos ahora, pues? —preguntó Eric.

—Preparémonos lo mejor que podamos —dijo Morpet con total naturalidad—. Si los niveles de magia son ya tan altos, puede ocurrir cualquier cosa. —Se dirigió a Raquel—: Este reciente florecimiento de la magia puede explicar por qué tus hechizos han sido tan testarudos y fuertes estas últimas semanas. Vi algo parecido en Itrea: la magia de ciertos niños sumamente dotados que deseaban con mucha intensidad estar juntos. Quizá por eso tus hechizos han estado tan ocupados estos días. Detectan amigos ahí fuera, y se preparan para recibirlos. También los hechizos disfrutan de la compañía. —El sostuvo su mirada—. Deberíamos empezar con una intensa práctica de rutina diaria para tu magia. Eso debería satisfacer a esos hechizos vivos tuyos. Quizá así pongan punto final a sus aventuras nocturnas.

Raquel asintió con fervor; era el momento de hacerlo, el momento de aceptar que debía abrirse totalmente a la riqueza de su magia; un rico arco iris de colores intensos estalló dentro de sus ojos. Docenas de colores de los nuevos hechizos vinieron a ella. Eran hechizos pequeños, hechizos menores, muy prácticos para ocasiones particulares. Tenían calladas, casi tímidas, voces que raramente desafiaban el dominio de los hechizos mayores, como los voladores o los protectores. Ahora que por fin se mostraban, Raquel invitó a los hechizos a que se colocaran al frente. Respetuosamente, pidió a cada uno que se identificara por primera vez, y ellos —a su manera apacible, reservada— entraron de puntillas en su mente.

—¿Estás segura de lo que estás haciendo, Raquel? —preguntó su madre un poco nerviosa mientras contemplaba los nuevos tonos pastel.

—No —respondió Raquel—. No estoy segura de nada. Pero Morpet tiene razón: he permitido a algunos de mis hechizos hacer lo que querían durante demasiado tiempo —sonrió—. La seguridad es lo primero. No queremos a ningún entrometido, ¿no es así?

Raquel colocó un hechizo protector alrededor de toda la casa para evitar que se escaparan restos de magia.

Entonces se fijó en el jardín. Miró el estanque cuya agua fría había tragado durante tantas noches. Observó la cerca del jardín, llena de muescas en los lugares donde había chocado. Y pensó en Nigeria, allá en África, y en la abundancia de magia que sus hechizos de información habían registrado allí.

—Es tiempo de volver a mi cuerpo de nuevo —le dijo a su madre—. No más inmersiones en el estanque. Y desde ahora, si vuelo a algún lugar será porque he elegido hacerlo. Podemos empezar a practicar ahora mismo.

4
La belleza de Camberwell

Amanecía, y los soñolientos pájaros africanos empezaban a despertarse, cuando Fola se encaminó desde Fiditi hasta el río.

Con una mano extendida equilibraba con tino el peso de la gran cesta de la colada que cargaba sobre la cabeza. Con la otra se ajustaba continuamente su
oya.
Había una pequeña diferencia: Yemi, su hermano pequeño, iba envuelto en un fardo sujeto a su espalda de cualquier manera, ¡y no dejaba de moverse y de darle patadas!

—¡Estáte tranquilo! ¡Estáte quieto! —decía irritada. Cualquier cosa lo excitaba: un pájaro que permanecía quieto en la rama más alta de un árbol, un perro adormilado en medio del camino, incluso las pequeñas motas de polvo que levantaba ella con los pies.

«Solo un niño puede disfrutar tanto de un paseo tan tedioso», pensó Fola.

Ausente, ella iba mirando fijamente adelante. Frente a ellos, transparente y embravecido, el río Odooba se deslizaba a través de la selva. Fola había estudiado en la escuela cómo el río recorría los pueblos del sur de Nigeria en su camino hacia el mar, pero los detalles no le habían interesado demasiado. Veía tan a menudo sus aguas que apenas se fijó en él. Al llegar a la orilla agradeció poder descargar la cesta de la colada y a Yemi, y estiró los músculos del cuello, del todo entumecidos.

Era temprano, y aún hacía un poco de frío, pero ella ya estaba realmente cansada. Se había levantado antes del alba para preparar el ñame y las judías pintas para la comida del mediodía. Todavía tenía que trabajar al volver, y cuidar de Yemi todo el día. Fola no se quejaba. Con Baba cazando en la selva, ella estaba contenta de poder ayudar. Era más fácil que la tarea de su madre en los campos: largas horas de duro trabajo.

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