El papiro de Saqqara (32 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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Khaemuast hizo un gesto de asentimiento, sin dejar de mirarse las manos.

—¿Inscripciones? ¿Pinturas?

—Nada. Pero creo que los ataúdes estuvieron ocupados en otros tiempos. Los ladrones entraron y revolvieron el contenido, es probable que destrozaran los cuerpos. Entraron por un estrecho túnel que une la cámara con el desierto. Me herí la rodilla al arrastrarme por él y apoyarla sobre esto.

Mostró el pendiente y su padre lo cogió para examinarlo con detenimiento. Entonces, Nubnofret revivió.

—¡Qué hermoso es, Khaemuast! —exclamó—. Si lo limpiaras, embellecería cualquier noble cuello.

—Lo haré limpiar —replicó él, con dificultad—, pero para devolverlo a la tumba.

—No —intervino Hori—. Yo me ocuparé de limpiarlo y ponerlo otra vez allí.

Khaemuast le arrojó una sombría mirada, pero le devolvió la joya, para sorpresa de Hori.

—Ven a que te vende esa herida —dijo, levantándose—. Más tarde terminaremos la partida, Nubnofret.

Su voz no permitía discusiones y Hori se levantó para seguirle con mansedumbre. Khaemuast le lavó la rodilla, aplicó la sutura y se la vendó sin decir palabra. Pero mientras cerraba su arcón de hierbas dijo:

—Sabes que estoy profundamente enojado contigo, ¿verdad, Hori?

Pero entonces el joven deseaba sólo dormir.

—Si, lo sé —respondió—. Pero también sé que tienes miedo. ¿Por qué?

Su padre permaneció inmóvil un momento y luego, suspirando, se dejó caer sobre uno de los grandes recipientes de rollos.

—Algo ha cambiado entre nosotros —dijo—. En realidad, toda la relación de esta familia está cambiando, no sé si para bien o para mal. El pergamino que me viste coger… leí una parte en voz alta al tratar de traducirlo. Y desde entonces todo gira alrededor de Tbubui y esa tumba. A veces pienso que nos hemos marcado un sendero del que no podemos desviarnos.

«Eso no es todo", pensó Hori, observando las facciones sombrías de su padre. "Dónde está el resto, lo ignoro.»

—¿Entonces no has estudiado seriamente los misterios del agua, los mandriles y el rollo en sí? —preguntó.

Khaemuast irguió la espalda.

—¡Claro que los he estudiado! —respondió, bruscamente—. Pero no sé si quiero hallar las soluciones.

—¿Por qué? ¿Quieres que analicemos el asunto ahora, juntos? Cuatro cuerpos, padre; dos de ellos, ocultos tras un muro falso. Una tumba sin profanar, una cámara secreta, pero asaltada. ¡Sin duda, es el desafío de mi vida!

—No debes suponer todavía que la cámara interior fue asaltada —dijo Khaemuast, con cautela—. Mañana iré a verla contigo, pero creo que ese lugar nunca fue terminado o que se dejó deliberadamente tosco y sin pintar. —Se levantó y ofreció un brazo a su hijo—. Muchas veces he lamentado no haber dejado en paz a esa maldita tumba. Te ayudaré a llegar a tu diván.

Hori se apoyó en él, agradecido. En un arrebato de afecto, sintió la tentación de hablarle de su visita a Tbubui y su creciente interés por ella, pero en el contacto físico con su padre había algo que se lo impidió. «Ya habrá tiempo sobrado", pensó, dolorido y soñoliento. "Para ganar esa pelea tengo que estar sano. Ojalá me hubiera ofrecido amapola, pero tal vez no lo ha hecho para castigar mi arrogancia de hoy. En cuanto sea posible iré a casa de Sisenet para contarle a Tbubui lo que he hecho.»

Los sirvientes estaban encendiendo las antorchas en los pasillos y en sus habitaciones alumbraban ya las lámparas. Khaemuast lo dejó en su diván y, después de indicarle que podía comer allí más tarde, le pidió que descansara. Antes de que hubiera abandonado el cuarto, Hori ya estaba dormido.

No se despertó para cenar. Un criado le llevó la comida, que al cabo de un rato se enfrió. Pero Hori seguía durmiendo pesadamente. Se despertó una vez y percibió lo tardío de la hora por la profunda calma que invadía la casa. Su lámpara de noche se había apagado y su servidor personal roncaba ante la puerta de la alcoba. La rodilla le palpitaba con un ritmo implacable, pero comprendió que no era el dolor lo que le había despertado, sino un sueño inquietante, casi una pesadilla que no lograba recordar. Se incorporó trabajosamente para servirse agua y bebió con sed. Luego volvió a tenderse, con la vista fija en la oscuridad.

Cuando recuperó la conciencia, los servidores le ponían el desayuno a los pies y abrían su altar privado. «Hoy será un día difícil", se dijo, picoteando la comida. "Mi padre estará todavía de mal humor y mi herida, peor que nunca. Bueno, al menos Antef no tardará ya en volver." Pero ni siquiera el recuerdo de su servidor y mejor amigo pudo levantar su ánimo. Antef aguardaría a que él sugiriera salir de cacería, pasar la tarde pescando, recorrer los mercados o remar con otros amigos. Siempre habían esta do muy unidos, pero Antef no franqueaba nunca la línea, efímera y a veces complicada, que debía separarle siempre de su real compañero. Aun así, mantenían una relación cálida y amistosa. Cierta vez, entre los chismosos de Menfis se esparció el alegre rumor de que Antef era, en realidad, hijo de Khaemuast y una concubina o, mejor aún, una sirvienta. Pero la historia murió muy pronto, porque el príncipe era demasiado recto como para no reconocer a sus vástagos y la ciudad estaba llena de tópicos más jugosos para la conversación. En Antef, Hori había encontrado a su igual en cuestiones de opinión, gustos y actividades físicas. Su amigo era capaz de guardar un secreto real tan bien como cualquier sirviente bien enseñado. "Aun así", pensó Hori, mientras encendía el incienso ante Ptah y recitaba apresuradamente sus plegarias matinales, "no sé si deseo revelarle mi interés por Tbubui. Una mujer puede destruir una amistad. Y Tbubui está afectando ya los sentimientos que Antef me inspira. No quiero salir de caza ni vagar con él por los mercados. No quiero pasar mis ratos de ocio en el jardín, bebiendo cerveza y bromeando sobre nuestra última lucha cuerpo a cuerpo. Cuando éramos más jóvenes nos mentíamos sobre nuestras proezas sexuales, pero a Tbubui no puedo traicionaría así. Si confío en él, ¿comprenderá que prefiero pasar casi todo mi tiempo con ella?». Se sentía culpable y se obligó a concentrarse otra vez en el sonriente dios de oro al que servía y en su deslumbrante capa de lapislázuli. Terminó sus oraciones con la debida atención y ordenó que sacaran su litera. Después de dejarse pintar la cara, salió cojeando de la casa.

Dos horas después, estaba con Khaemuast ante los escombros dejados por el muro falso de la cámara, observando los dos sarcófagos recién descubiertos. En la roca, a cada lado del agujero, se habían fijado unas antorchas que proyectaban una luz rojiza y vacilante en el interior de la cámara sin despejar su atmósfera siniestra. Al cabo de un rato, Hori ocupó el banquillo que le había acercado su sirviente, estirando la pierna rígida hacia delante, mientras su padre cogía una lámpara y se aprestaba a chapotear hasta los ataúdes. Khaemuast hizo la misma mueca que su hijo ante el desagradable olor y el contacto con el fondo del agua estancada. Examinó cuidadosamente los sarcófagos y se volvió hacia Hori.

—Tenias razón —dijo, enérgicamente—. Esos ataúdes estuvieron ocupados. Pero silos cuerpos hubieran sido desmembrados y arrojados al agua por los ladrones que buscaban objetos de valor, habría algún resto de ellos. Los vendajes y la carne momificada se habrían disuelto, pero los huesos no. ¿Estás seguro de que no hay nada bajo el agua?

—Nada —aseguró Hori—. Aunque me repugnaba, recorrí con los pies cada centímetro del suelo. Sólo hay roca enmohecida. ¿Es posible, padre, que la princesa Ahura y su esposo fueran enterrados primero aquí, en esta pequeña cámara, y más tarde trasladados a la otra al descubrir los sacerdotes que había filtraciones de agua?

—Es posible —aceptó Khaemuast—. Pero, en ese caso, ¿por qué esta primera cámara funeraria se edificó de manera tan tosca? ¿Por qué se construyeron tres cámaras en vez de las dos acostumbradas, una para los objetos y otra para los cuerpos? ¿Tal vez para uno o más hijos? Pero, entonces, si la tumba fue abierta más adelante por otros miembros de la familia, ¿cómo se explica el subterfugio del muro falso? ¿Qué se quería esconder, Hori? En este cuarto no hay nada. Los ladrones buscan cosas de valor, objetos de poco tamaño y lo que no pueden cargar con facilidad pueden destruirlo, pero siempre lo dejan. Sin embargo, bajo el agua no hay rastros de muebles destrozados, ni altares, ni estatuas ni cosa alguna. Y si la cámara fue preparada para otros miembros de la familia, debería estar tan lujosamente decorada como el resto. —Volvió a calzarse las sandalias y Kasa se arrodilló para atárselas—. En estos muros aparece un solo hijo, un varón —prosiguió él—. Confieso que estoy completamente desconcertado. No creo que podamos hallar jamás las respuestas a esto.

—Bueno, ¿y el rollo? —sugirió Hori—. ¿Por qué no le echas otro vistazo, padre? Tal vez en esta ocasión te resulte más claro. Puede contener alguna pista.

—Tal vez —reconoció Khaemuast, dudando y vacilando—. Sé que, si reparamos y sellamos este lugar sin acabar de explorar todas las posibilidades, siempre te sentirás insatisfecho.

—¿No te intrigará a ti también, de vez en cuando? —preguntó Hori, tímidamente, reparando en la intranquilidad de su padre.

Khaemuast paseaba su mirada lentamente a su alrededor, aferrando con fuerza el Ojo de Horus que descansaba sobre su amplio pecho. Negó enfáticamente con la cabeza.

—Creo que odio esta tumba desde el momento en que Penbuy nos trajo la noticia de su descubrimiento —dijo en voz baja—. Todavía no sé por qué. Haz que los trabajadores empiecen a reconstruir este muro, Hori. No vamos a ganar nada dejándolo así. Me voy a casa, no soporto el hedor de esta agua y me he ensuciado la faldilla.

Hori le vio caminar deprisa hacia el resplandor de sol que se filtraba por el pasillo, frotándose una salpicadura gris. Luego desapareció. El capataz de obras y el maestro albañil de Khaemuast esperaban cortésmente sus instrucciones, con los ojos bajos. Hori abandonó el banquillo.

—Será mejor que comencéis la reconstrucción —les dijo—. Hoy no puedo quedarme, pero tenéis mi autorización para tomar cualquier decisión sobre la pared. Volveré mañana por la mañana.

«Espero que padre se decida a examinar nuevamente el pergamino", pensó, mientras subía los escalones, con la discreta ayuda de su sirviente. Se hundió en su litera, maldiciendo su hinchada rodilla. "Apenas pensé en ello mientras reflexionaba sobre los difíciles problemas del agua, los mandriles y ahora, además, la cámara secreta; pero empiezo a creer que el pergamino contiene la clave de esta enloquecedora excavación. No la hay en otra parte, las inscripciones y las escenas tan minuciosamente transcritas por los ayudantes de Penbuy son hermosas, pero inútiles.»

—Al embarcadero —ordenó, con un escalofrío de placer.

El pendiente estaba bajo los almohadones, envuelto. Pensaba visitar a Tbubui, con la excusa de mostrárselo, y explicarle sus aventuras del día anterior. ¿Acaso ella no le había rogado que le contara todas las novedades? Tbubui le consolaría por lo de su rodilla, le serviría buen vino y le pondría cómodo, mirándole con solidaridad en sus enormes ojos negros brillantes. Ahora que su padre había efectuado su somero examen del descubrimiento, sin una sola palabra severa, el resto del día parecía lleno de posibilidades. Hori cerró los ojos y sonrió.

Aunque habría preferido caminar, se hizo llevar en la litera desde el esquife por el serpenteante sendero bordeado de palmeras. Encontró la casa tal como la recordaba: baja y recién encalada, parecida a un silencioso laberinto. Tuvo la sensación de haberse alejado de ella unos años atrás. El jardín de delante estaba desierto y por primera vez, Hori se preguntó si su visita podía resultar molesta. Pero al apearse, mientras ordenaba a sus portadores que le esperaran bajo los árboles de la ribera, salió un sirviente que le hizo una reverencia y esperó, imperturbable. Era completamente negro: un nubio puro, pensó Hori, de poderosos hombros y cara plana. Le recordó a los shawabris de la tumba, todos de ébano negro y con collares de oro, cada uno sordo y mudo hasta el momento en que su amo le llamara para ejecutar sus tareas en el otro mundo.

—Di a la señora Tbubui que el príncipe Hori ha venido para hablar con ella —ordenó.

El hombre volvió a inclinarse y, sin haber levantado la cabeza, le indicó que le precediera y entrara en el vestíbulo. Luego desapareció. Hori se dejó caer en una silla. Pese a los acelerados latidos de su corazón y la excitación que sentía, la paz casi idiotizante de la casa empezó a asentarse sobre él.

No hubo de esperar mucho. Tbubui en persona se acercó a él como deslizándose por el suelo haciéndole varias reverencias en el camino, con una sonrisa de bienvenida iluminando sus facciones. Iba descalza, como de costumbre, con una ajorca de oro tintineándole en el tobillo y las muñecas aprisionadas en dos gruesos brazaletes. Bajo la fina tela blanca que ceñía su cuerpo se entreveía su piel morena. En ese momento, Hori no intentó arrancar su vista de las limpias curvas de sus caderas y muslos, del leve estremecimiento de sus pechos. Tbubui llevaba el pelo dividido en diez o doce trenzas que descubrían la noble longitud de su cuello aristocrático y su mentón. La pintura verde daba a sus párpados una pátina brillante, y tenía la boca teñida de naranja.

—¡Alteza! —exclamó, acercándose—. ¡Tu rodilla! ¿Qué has estado haciendo?

«Es como si hablara con un niño", pensó Hori, con cierta rebeldía. "Eso es lo que me cree, un niño a quien se ha de tratar con indulgente condescendencia.» Cayó en la cuenta de que ella había sido la primera en hablar, contra la costumbre, y se levantó.

—Te saludo, Tbubui —dijo, con serenidad—. He seguido tu consejo y ayer abrí el muro falso de la tumba. Vengo a contarte lo que ocurrió.

Ella ensanchó su sonrisa.

—¡Estupendo! Pero se te ve ojeroso, príncipe. ¿Sufres? ¿Quieres un poco de vino? Hoy no te sugiero salir al jardín, hace demasiado calor. Retirémonos a mis habitaciones, donde hay una silla cómoda y algunos almohadones.

La pasajera rebelión de Hori se derritió mientras seguía a Tbubui por el pasillo trasero y a la derecha, alejándose de las habitaciones de Harmin. Por fin ella entró en un cuarto y sostuvo la puerta para que pasara. Una sirvienta se levantó del rincón y le hizo una reverencia.

—Debes ocupar la silla que está junto al diván, Alteza —dijo Tbubui—. Puedo dar fe de que es cómoda, pues pasé mucho tiempo en ella cuando tenía el pie herido. ¡Oye, tú! —ordenó a la servidora—. Trae un escabel, almohadones y una jarra de vino.

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