El papiro de Saqqara (49 page)

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Authors: Pauline Gedge

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El papiro de Saqqara
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—Hori —barbotó ella, sin pensar—, ¿no te has bañado hoy?

—Bienvenida al hogar, Sheritra —saludó él burlonamente—. Presumo que ya te han dado las noticias. No, hoy no me he bañado. He pasado toda la noche de fiesta, en la casa del hijo de Huy. Me escabullí hasta las cocinas para buscar un poco de pan y cerveza y los traje aquí. Creo que me he dormido. —Entonces sonrió con una débil y rápida torsión de los labios, más espeluznante que un fruncimiento de cejas—. Debería ir adentro y hacer que alguien me aseara. Debo de estar horrible.

Y se pasó una cansada mano por la cara.

—¿Cómo supiste lo de la abuela y Penbuy? —preguntó ella, con curiosidad.

—Oi el parloteo de los sirvientes en la cocina, al retirar la comida. ¿Por eso has vuelto a casa?

Ella le tocó la rodilla, como probando.

—No. Estaba preocupada por ti, Hori, y enfadada porque no habías ido a yerme. Ni siquiera me enviaste una nota. —Vaciló antes de proseguir—. Además, hay ciertas cosas que deseo hablar contigo. Lamento verte tan angustiado, te quiero.

Él le rodeó los hombros con un brazo torpe y la estrechó con fuerza. Luego se apartó.

—Yo también te quiero —respondió, con voz trémula—. Me odio por rendirme de un modo tan cobarde, Sheritra, por ceder así a todo lo que hay de fuerte en mí; no sé por qué, pero no puedo evitarlo. El recuerdo de Tbubui me tortura. Los ratos que he pasado con ella se repiten una y otra vez en mi mente, con horripilante claridad. Nunca en mi vida he sido tan profundamente herido.

—¿Hablas con Antef?

Él se apartó con una mueca.

—No. He faltado a nuestra amistad. Antef también está ofendido y desconcertado. Llevo esa culpa encima de todo lo demás. Pero Antef no me comprendería ni podría ofrecerme consuelo, lo sé. Y hablar con papá está fuera de cuestión.

«Oh, Hori", pensó ella, acobardada ante lo que debía decirle. "¡Cuánta razón tienes!»

—¿Sabes por qué papá está construyendo una ampliación de la casa? —preguntó al cabo de un momento.

Él negó con la cabeza.

—Nadie me lo ha dicho y yo tampoco lo he preguntado. No imaginas lo que es esto, Sheritra. No me importa por qué están ampliando la casa. Sencillamente, no me importa. Me consumo por Tbubui y lo demás no tiene ninguna realidad.

Sheritra se estremeció. Conocía bien esa sensación.

—La ampliación es para Tbubui —explicó con suavidad—. Papá va a casarse con ella. En realidad, ya han firmado el contrato. Cuando Penbuy murió, estaba en Coptos investigando el linaje de su familia.

Él emitió un gemido deforme, como el de un gato ciego que tantea en busca de su madre, pero no se movió. Tenía la cara vuelta hacia el río, donde un bote pesquero con su blanca vela triangular se sacudía ociosamente a la leve brisa del mediodía, pasando en unas lentas bordadas. Sin embargo, no había viento capaz de penetrar la densa maleza que rodeaba a los hermanos. La imagen del Nilo, desde el claro donde se hallaban, estaba entrecruzada por ramas torcidas y juncos erguidos. Sheritra espantó a una mosca que buscaba sal alrededor de sus ojos. Quería hablar, pronunciar unas palabras sabias y comprensivas, pero la enormidad de lo que sentía Hori y lo triste de su futuro la sobrecogían y la obligaban a guardar silencio. La voz de su hermano la sobresaltó.

—No me extraña que no quisiera saber nada de mi —graznó él—. ¿Por qué perder el tiempo con un joven gallardo si se puede conseguir al padre, rico, influyente y apuesto? Sabiendo lo que yo sentía por ella, debió decírmelo. ¡Debió decírmelo!

Sheritra se encontró indefensa ante la amargura de su voz.

—Me siento tonto —prosiguió él, bajando el tono—. Estúpido, ignorante, infantil y tonto. ¡Cómo ha de estar riéndose de mi!

—No —logró pronunciar Sheritra—. No es capaz de eso. ¿Y cómo podía decirte nada, Hori, si entonces no estaba segura de lo que papá sentía? Hubiera estado mal.

—Supongo que si —reconoció él, de mala gana—. Pero ¿por qué me cuentas esto, Pequeño Sol? ¿Porque papá no tiene agallas para hacerlo?

Sheritra recordó la cara azorada y sumisa de Khaemuast, la patética ansiedad con que había aceptado su ofrecimiento de dar la noticia a Hori.

—Si —respondió—, pero no porque sospeche que tú también la amas. Está tan enredado en sus propias emociones que no podría ver más allá, aunque lo intentara. Siempre ha sido un hombre fuerte, sereno y prudente, Hori, siempre ha tenido dominio de si y se ha sentido satisfecho con su vida. Se encuentra violentamente perturbado y eso le avergüenza.

Por fin, Hori se volvió a mirarla. Parte del dolor desapareció de sus ojos.

—Has cambiado —dijo, con suavidad—. Percibo en ti una sabiduría nueva, Sheritra, un conocimiento del prójimo que antes no tenias. Has crecido.

La muchacha aspiró hondo, sintiendo que el antiguo y familiar rubor empezaba a subirle por el cuello.

—He estado haciendo el amor con Harmin —dijo, francamente. Esperó su reacción, pero no la hubo. Hori continuaba examinándola—. Sé lo que estás sufriendo, querido hermano, porque es la misma herida que me acosa a mi. Pero yo soy más afortunada, porque he conseguido al objeto de mi deseo.

—Eres más afortunada, desde luego —replicó él, con lentitud—. Y tu suerte aumentará con el c… casamiento de papá. —Tropezó en la palabra y luego se repuso—. Si Tbubui se instala aquí, Harmin lo hará también o vendrá a visitarla con mucha frecuencia. Yo, en cambio… —Tragó saliva y luego estalló—. ¡Perdóname, Sheritra! Me hundo en una asquerosa compasión por mi mismo.

De pronto se echó a llorar, con unos fuertes y ásperos sollozos, más penosos por los esfuerzos que hacia para acallarlos. Sheritra se arrodilló y le atrajo la cabeza hacia su pecho, sin decir nada. Sus ojos recorrían la maleza, los quebrados destellos del río, el desfile de hormigas que pululaban aún sobre el pan olvidado y se alejaban en torrentes por la arena. Por fin Hori se incorporó, limpiándose la cara con la faldilla sucia y arrugada.

—Ya me siento mejor —dijo—. Siempre supimos ayudarnos, ¿verdad, Sheritra? Perdóname por no haberte prestado atención estos días, por no enviar siquiera a un heraldo para preguntar cómo estabas. —No tiene importancia —replicó ella—. ¿Qué piensas hacer, Hori?

El joven se encogió de hombros.

—No sé. Permanecer aquí, con ella en la casa, es más de lo que puedo soportar. Quizá me instale con el abuelo en Pi-Ramsés y solicite algún puesto en el gobierno. Después de todo, soy un príncipe de pura sangre. —Le dedicó una traviesa sonrisa, pálida copia de su antiguo humor, que aún así le llenó de alivio—. O tal vez decida dedicarme por completo al sacerdocio de Ptah, en vez de cumplir mis deberes para con el dios sólo durante tres meses al ano.

—Por favor, Hori —suplicó ella—, no tomes ninguna decisión definitiva en estos momentos, por muy angustiado que estés.

—Pequeño Sol —replicó él, acariciándole la cabellera—. Esperaré, como he dicho, pero no voy a prolongar mi dolor.

Cayeron en el silencio. Sheritra estuvo a punto de adormecerse como reacción a los acontecimientos de la mañana y pensó con ansia en su diván. Pero antes de abandonarse al descanso quedaba la cuestión del pendiente, una punzada de intranquilidad que latía debajo de todo lo demás. Hori se había tendido de espaldas, con las manos detrás de la cabeza y los tobillos cruzados. Ella cambió de posición para mirarle. —¿Recuerdas el pendiente que hallaste en el túnel de la tumba, Hori? —empezó.

Su hermano asintió con un gesto.

—Se lo enseñaste a Tbubui, ¿verdad?

Una sombra cruzó la cara y él suspiró.

—¡Qué día aquél! —dijo—. Se quedó prendada de la joya.

—He encontrado uno exactamente igual en su joyero. Cuando le pregunté por ello, me dijo que había hecho copiar el que tú le enseñaste y que uno de ellos se le había perdido. Pero…

Se mordió el labio, y apartó la vista. Hori terminó por ella, con su habitual astucia.

—Pero tú temiste que estuviera mintiendo, que yo, enloquecido por mi pasión, le hubiera dado el original.

Sheritra parpadeó en señal de asentimiento.

—Bueno, pues no hice semejante cosa —protestó Hori—. Puedo estar embelesado por ella, pero no estoy tan loco como para cometer ese sacrilegio.

—¡Ah…! —Sheritra se sosegó un poco—. ¿Y qué hiciste de la joya? ¿La tienes todavía?

Él no respondió directamente.

—Papá ha cerrado la tumba —dijo.

Pero ella se inclinó sobre él, ansiosa.

—¡Hori! ¡Respóndeme! Todavía la tienes, ¿verdad?

—¡Si! —exclamó él, incorporándose con un brusco movimiento—. La tengo, si. Pienso ponerla en el altar de Ptah como disculpa por haberla conservado, pero me recuerda tanto a Tbubui, Sheritra, que no puedo desprenderme todavía de esa joya. Esto no es robar, es tomar cortésmente en préstamo. Ptah dirá al ka de la mujer que yo no quería hacerle ningún daño.

—El único daño es el que te haces a ti mismo al torturarte cada vez que miras ese pendiente —aseguró ella, con vehemencia—. Bueno, al menos tuviste el buen tino de no entregárselo a Tbubui. ¿Sabes, Hori? Habría jurado que el de su joyero era el original. ¡Oh, bueno…! —Se frotó el codo para limpiárselo de arena y dio un papirotazo a la hormiga que andaba por su pantorrilla—. ¿Dices que papá ha cerrado ya la tumba? ¿Por qué? ¿Las obras estaban terminadas?

—No.

El joven empezó a contarle la visita de Sisenet, la traducción del manuscrito y la reacción casi demencial que Khaemuast había sufrido. Mientras hablaba, su voz se fue tornando inexpresiva, casi sin inflexiones en aquel reducido espacio. Sheritra sintió que un mal presentimiento empezaba a oscurecer el día.

—¿Papá creía que era el Pergamino de Thot? —interrumpió—. ¿Y Sisenet le convenció de que no era así, ridiculizando la idea?

Hori hizo un gesto afirmativo y concluyó el relato.

—Eso fue todo. La tumba está sellada, se han acumulado escombros en la escalera y hay una roca enorme cubriendo el sitio. Padre está de acuerdo con Sisenet en que semejante cosa sólo puede existir en las leyendas. Quizá se sienta algo desilusionado, pues hacia muchos años que soñaba con hallarlo.

El presentimiento de Sheritra se estaba convirtiendo en una palpitación de inquietud. Lo sentía como una masa amorfa que adquiría forma rápidamente, irreconocible todavía, pero capaz de convertir la inquietud en un negro temor en cualquier momento.

—No te lo he dicho todo, Hori —pronunció—. En la casa de Sisenet, alguien conjuró una maldición mortal.

Su hermano volvió bruscamente la cabeza y bajo su aguda mirada, la joven bajó la vista.

—Me parece estúpido incluso mencionarlo —tartamudeó—, pero me dejó un mal sabor de boca.

—Cuéntamelo —ordenó él.

Sheritra obedeció. Su azoramiento y su desasosiego crecían mientras hablaba.

—No era un hechizo protector —concluyó—. Sé reconocer las diferencias. Al principio me pregunté si Tbubui estaría intentando evitar el enojo de la difunta dueña del pendiente… si es que tú se lo habías regalado. Pero en el fondo sabía que no era así. Alguien estaba conjurando una muerte violenta sobre un enemigo.

Él no sugirió que pudieran ser los sirvientes, como había hecho Harmin, ni le ofreció tampoco enseguida una explicación aceptable, contra lo que ella esperaba. Permaneció pensativo, acariciándose la nariz con uno de sus largos dedos.

—Podría ser cualquier cosa —dijo, por fin—. Tbubui puede haber imaginado que alguna rival le disputa las atenciones de nuestro padre, aunque me resulta difícil creer que una mujer tan segura de si se preocupe por algo como eso. Harmin podría tener una preocupación similar. Tal vez Sisenet quiera deshacerse de algún enemigo, allá en Coptos. Quién sabe… También es posible que los objetos estuvieran semienterrados en la arena antes de que los sirvientes tiraran la basura en ese sitio.

—No —aseguró Sheritra, con énfasis—. Esos objetos estaban prácticamente sobre el montón. ¡Oh, bueno! —Se levantó—. Supongo que estoy haciendo una montaña de un grano de arena, por pura inquietud. Estoy encerrada en casa hasta que termine el periodo de luto. Tengo que dictar una disculpa para Tbubui y hacerle saber el motivo de que no regrese a su casa durante un tiempo. También quiero enviar una carta a Harmim. Por favor, vuelve a casa conmigo y báñate. No te quedes tan solo. Tenemos que llenar setenta días. Pasémoslos juntos ayudándonos mutuamente.

Él se levantó con desgana.

—Lo intentaré —dijo—. Pero no me pidas que me enfrente a papá. Podría sentir la tentación de matarle.

Ella estuvo a punto de reír, pero el impulso murió de inmediato al ver su rostro.

—Hori… —susurró.

Pero él, impaciente, le indicó el sendero y la muchacha obedeció. Los dos caminaron hasta la casa en silencio.

Cuatro días después, tras haber enviado un mensaje para avisar a Khaemuast de su llegada, Tbubui desembarcó en los peldaños del río, donde la esperaba el deferente Ib para acompañarla a las habitaciones del príncipe. La noticia del inminente casamiento se había esparcido con prontitud entre el personal y el paso de Tbubui por la casa fue saludado con reverencias y murmullos de respeto.

Su aspecto era de los pies a la cabeza el de una segunda esposa de la familia real. Lucía una túnica blanca entretejida de centelleantes hebras de plata, y de plata eran también los cordeles que ataban sus sandalias. Los brazaletes de plata y electro, llenos de ornamentos de jaspe y cornalina, tintineaban con sus movimientos. Una triple diadema de plata aprisionaba su brillante cabello, negro y lacio a la cabeza, y un colgante de jaspe temblaba sobre su frente. Sus párpados refulgían con polvo plateado por encima del denso kohol que le perfilaba los ojos; tanto el firme rictus de su boca como las grandes palmas de sus manos relucían con alheña roja. Un pectoral de electro, sobre el que se entrecruzaban ankhs y medias lunas, le cubría la parte superior de los pechos como una exótica esterilla; su colgante, que descansaba entre los omóplatos desnudos para rechazar cualquier ataque sobrenatural por la espalda, era un gran mandril de oro en cuclillas. Ib la anunció y se retiró. Khaemuast avanzó con una sonrisa.

—¡Bienvenida a la que va a ser tu casa, Tbubui! —dijo, con todo su corazón.

Ella le hizo una reverencia y luego ofreció la mejilla para recibir su beso.

—Se te ve espléndida, querida hermana.

—Gracias, Khaemuast. —La mujer rechazó a los dos sirvientes que habían aparecido inmediatamente a su lado, llevando bandejas con vino y golosinas variadas—. En realidad, he venido a pasar un rato con Nubnofret. Así te lo dije, ¿verdad? No deseo ni por un momento que se sienta despreciada. Estoy segura de que nos haremos muy amigas.

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