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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El príncipe de la niebla (5 page)

BOOK: El príncipe de la niebla
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El aparato parecía provenir de la era del mismísimo Copérnico y Max tenía sus dudas respecto a si funcionaría o no.

—¿Qué es lo que vamos a ver? —inquirió Andrea Carver, acunando en sus brazos a Irina.

—No tengo la menor idea —confesó el relojero—. Hay una caja en el garaje con decenas de películas sin ninguna indicación. He cogido unas cuantas al azar. No me extrañaría que no se viese nada. Las emulsiones de las películas se estropean con mucha facilidad y después de todos estos años lo más probable es que se hayan desprendido de la película.

—¿Eso qué significa? —interrumpió Irina—. ¿No vamos a ver nada?

—Sólo hay un modo de averiguarlo —contestó Maximilian Carver mientras giraba el interruptor del proyector.

En unos segundos, el sonido de motocicleta vieja del aparato cobró vida y el haz parpadeante del objetivo atravesó la sala como una lanza de luz. Max concentró la mirada en el rectángulo proyectado sobre la pared blanca. Era como mirar en el interior de una linterna mágica, sin saber a ciencia cierta qué visiones podían escaparse de tal invento. Contuvo el aliento y en unos instantes, la pared se inundó de imágenes.

Bastaron apenas unos segundos para que Max comprendiera que aquella película no procedía del almacén de ningún viejo cine. No se trataba de una copia de algún filme famoso, ni siquiera de un rollo perdido de algún serial mudo. Las imágenes borrosas y arañadas por el tiempo delataban la evidente condición de aficionado de quien las habla tomado. No era más que una película casera, probablemente rodada años atrás por el antiguo dueño de la casa, el Doctor Fleischmann. Max supuso que lo mismo podría decirse del resto de los rollos que su padre había encontrado en el garaje junto al vetusto proyector. Las ilusiones del cineclub particular de Maximilian Carver se habían venido abajo en menos de un minuto.

La película mostraba torpemente un paseo por lo que parecía un bosque. La cinta había sido rodada mientras el operador caminaba lentamente entre los árboles y la imagen avanzaba a trompicones, con bruscos cambios de luz y enfoque que apenas permitían reconocer el lugar en el que se desarrollaba tan extraño paseo.

—¿Pero qué es esto? —exclamó Irina, visiblemente decepcionada, mirando a su padre que contemplaba perplejo la extraña y, a la vista del primer minuto de proyección, insufriblemente aburrida película.

—No sé —murmuró Maximilian Carver, hundido—. No esperaba esto…

Max también había empezado a perder interés en la película cuando algo llamó su atención en la caótica cascada de imágenes.

—¿Y si pruebas con otro rollo, cariño? —sugirió Andrea Carver, tratando de salvar del naufragio la ilusión de su marido por el supuesto archivo cinematográfico del garaje.

—Espera —cortó Max, reconociendo una silueta familiar en la película.

Ahora la cámara había salido del bosque y avanzaba hacia lo que parecía un recinto cerrado por altos muros de piedra con un alto portón de lanzas. Max conocía aquel lugar; había estado allí el día anterior. Fascinado, Max contempló cómo la cámara tropezaba ligeramente para luego adentrarse en el interior del jardín de estatuas.

—Parece un cementerio —murmuró Andrea Carver—. ¿Qué es eso?

La cámara recorrió unos metros por el interior del jardín de estatuas. En la película, el lugar no ofrecía el aspecto de abandono en que él lo había descubierto. No había atisbo de las hierbas salvajes y la superficie del suelo de piedra estaba limpia y pulida, como si un cuidadoso guardián se ocupase de mantener aquel recinto inmaculado día y noche.

La cámara se detuvo en cada una de las estatuas dispuestas en los puntos cardinales de la gran estrella que podía distinguirse claramente al pie de las figuras. Max reconoció los rostros de piedra blanca y sus ropajes de feriantes de circo ambulante. Había algo inquietante en la tensión y la postura que adoptaban los cuerpos de aquellas figuras fantasmales y en la mueca teatral de sus rostros enmascarados tras una inmovilidad que tan sólo parecía aparente.

La película fue mostrando a los componentes de la banda circense sin corte alguno. La familia contempló aquella visión espectral en silencio, sin más ruido que el quejumbroso traqueteo del proyector. Finalmente, la cámara se dirigió hacia el centro de la estrella trazada sobre la superficie del jardín de estatuas. La imagen reveló la silueta a contraluz del payaso sonriente, sobre el que convergían todas las demás estatuas. Max observó detenidamente las facciones de aquel rostro y sintió de nuevo aquel escalofrío que le había recorrido el cuerpo cuando lo había tenido frente a frente. Había algo en la imagen que no concordaba con lo que Max recordaba de su visita al jardín de estatuas, pero la deficiente calidad de la película le impidió obtener una visión clara del conjunto de la estatua que le permitiese advertir qué era. La familia Carver permaneció en silencio mientras los últimos metros de película corrían bajo el haz del proyector. Maximilian Carver paró el aparato y encendió la luz.

—Jacob Fleischmann —murmuró Max—. Estas son las películas caseras de Jacob Fleischmann.

Su padre asintió en silencio. Se había acabado la sesión de cine y Max sintió por unos segundos que la presencia de aquel invitado invisible que casi diez años atrás se había ahogado a pocos metros de allí, en la playa, impregnaba cada rincón de aquella casa, cada peldaño de la escalera, y le hacía sentir como un intruso.

Sin mediar más palabras, Maximilian Carver empezó a desmantelar el proyector y Andrea Carver cogió a Irina en sus brazos y se la llevó escaleras arriba para acostarla.

—¿Puedo dormir contigo? —preguntó Irina, abrazándose a su madre.

—Deja esto —dijo Max a su padre—. Yo lo guardaré.

Maximilian sonrió a su hijo y le palmeó la espalda, asintiendo.

—Buenas noches, Max —el relojero se volvió hacia su hija—. Buenas noches, Alicia.

—Buenas noches, papá —contestó Alicia observando cómo su padre enfilaba las escaleras hacia el piso de arriba con un aire de cansancio y decepción.

Cuando los pasos del relojero se perdieron, Alicia miró a Max fijamente.

—Prométeme que no le dirás a nadie lo que voy a contarte.

Max asintió.

—Prometido. ¿De qué se trata?

—El payaso. El de la película —empezó Alicia—. Lo he visto antes. En un sueño.

—¿Cuándo? —preguntó Max, sintiendo que el pulso se le aceleraba.

—La noche antes de venir a esta casa —respondió su hermana.

Max se sentó frente a Alicia. Era difícil leer las emociones en aquel rostro, pero Max intuyó una sombra de temor en los ojos de la muchacha.

—Explícamelo —solicitó Max—. ¿Qué soñaste exactamente?

—Es raro, pero en el sueño era, no sé, como diferente —dijo Alicia.

—¿Diferente? —preguntó Max—. ¿En qué forma?

—No era un payaso. No sé —respondió encogiéndose de hombros, como si tratase de restar importancia al hecho, aunque su voz temblorosa traicionaba sus pensamientos—. ¿Crees que significa algo?

—No —mintió Max—, probablemente no.

—Supongo que no —corroboró Alicia—. ¿Lo de mañana sigue en pie? Ir a bucear…

—Claro. ¿Te despierto?

Alicia sonrió a su hermano menor. Era la primera vez que Max la veía sonreír en meses, tal vez en años.

—Estaré despierta —contestó Alicia mientras se dirigía a su habitación—. Buenas noches.

—Buenas noches —contestó Max.

Max esperó a escuchar la puerta de la habitación de Alicia cerrarse y se sentó en la butaca del salón, junto al proyector. Desde allí podía escuchar a sus padres hablar a media voz en su habitación. El resto de la casa se sumió en el silencio nocturno, apenas enturbiado por el sonido del mar rompiendo en la playa. Max comprobó que alguien le miraba desde el pie de las escaleras. Los ojos amarillentos y brillantes del gato de Irina le observaban fijamente. Max devolvió la mirada al felino.

—Largo —le ordenó.

El gato le sostuvo la mirada durante unos segundos y luego se perdió en las sombras. Max se incorporó y empezó a recoger el proyector y la película. Pensó en llevar de nuevo el equipo al garaje pero la idea de salir afuera en plena noche le resultó poco seductora. Apagó las luces de la casa y subió hasta su cuarto. Atisbó a través de la ventana en dirección al jardín de estatuas, indistinguible en la negrura de la noche. Se tendió en la cama y apagó la lamparilla de la mesita de noche. Al contrario de lo que Max esperaba, la última imagen que desfiló por su mente aquella madrugada antes de sucumbir al sueño no fue el siniestro paseo cinematográfico por el jardín de estatuas, sino aquella sonrisa inesperada de su hermana Alicia minutos antes en el salón. Había sido un gesto aparentemente insignificante pero, por algún motivo que no acertaba a comprender, Max intuyó que se había abierto una puerta entre ellos y que, desde aquella noche, nunca volvería a ver a su hermana como a una desconocida.

Capítulo seis

Poco después del amanecer, Alicia abrió los ojos y descubrió que tras el cristal de su ventana dos profundos ojos amarillos la miraban fijamente. Alicia se incorporó súbitamente y el gato de Irina, sin prisa, se retiró del alféizar de la ventana. Detestaba a aquel animal, su conducta altiva y aquel olor penetrante que le precedía y delataba su presencia antes de que entrase en una habitación. No era la primera vez que lo había sorprendido escrutándola furtivamente. Desde el momento en que Irina consiguió traer el odioso felino a la casa de la playa, Alicia había observado que a menudo el animal permanecía inmóvil durante minutos, vigilante, espiando los movimientos de algún miembro de la familia desde el umbral de una puerta o escondido en las sombras. Secretamente, Alicia acariciaba la idea de que algún perro callejero diera buena cuenta de él en alguno de sus paseos nocturnos.

En el exterior, el cielo estaba perdiendo el tinte púrpura que siempre acompañaba al alba y los primeros rayos de un intenso sol se perfilaban sobre el bosque que se extendía más allá del jardín de estatuas. Todavía faltaban por lo menos un par de horas para que el amigo de Max pasara a buscarles. Volvió a arroparse en la cama y, aunque sabía que no volvería a dormirse otra vez, cerró los ojos y escuchó el sonido distante del mar rompiendo en la playa. Una hora más tarde, Max golpeó suavemente en su puerta con los nudillos. Alicia bajó las escaleras de puntillas. Max y su amigo esperaban afuera, en el porche. Antes de salir se detuvo un segundo en el vestíbulo y pudo escuchar las voces de los dos chicos charlando. Respiró hondo y abrió la puerta.

Max, apoyado en la baranda del porche, se volvió y sonrió. Junto a él había un chico de tez profundamente bronceada y cabello pajizo que le sacaba casi un palmo a Max.

—Éste es Roland —intervino Max—. Roland, mi hermana Alicia.

Roland asintió cordialmente y desvió la vista hacia las bicicletas, pero a Max no se le escapó el juego de miradas que en cuestión de décimas de segundo se había cruzado entre su amigo y Alicia. Sonrió para sus adentros y pensó que aquello iba a ser más divertido de lo que esperaba.

—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Alicia—. Sólo hay dos bicicletas.

—Yo creo que Roland puede llevarte en la suya —respondió Max—. ¿No, Roland?

Roland clavó la vista en el suelo.

—Sí, claro murmuró. Pero tú llevas el equipo.

Max sujetó el equipo de buceo que Roland había traído con un tensor en la plataforma que había tras el sillón de su bicicleta. Sabía que había otra bicicleta en el cobertizo del garaje, pero la idea de que Roland llevase a su hermana le divertía. Alicia se sentó sobre la barra de la bicicleta y se aferró al cuello de Roland. Bajo la piel curtida por el sol, Max advirtió que Roland luchaba inútilmente por no sonrojarse.

—Lista —dijo Alicia—. Espero no pesar demasiado.

—Andando —sentenció Max y empezó a pedalear por el camino de la playa seguido de Roland y Alicia.

Al poco, Roland le tomó la delantera y, una vez más, Max tuvo que apretar la marcha para no quedarse rezagado.

—¿Vas bien? —preguntó Roland a Alicia.

Alicia asintió y contempló cómo la casa de la playa se iba perdiendo en la distancia.

La playa del extremo sur al otro lado del pueblo formaba una media luna extensa y desolada. No era una playa de arena, sino que estaba cubierta por pequeños guijarros pulidos por el mar y plagados de conchas y restos marinos que el oleaje y la marea dejaban secarse al sol. Tras la playa, ascendiendo casi en vertical, se levantaba una pared de acantilados escarpados en cuya cima, oscura y solitaria, se alzaba la torre del faro.

—Ése es el faro de mi abuelo —señaló Roland mientras dejaban las bicicletas junto a uno de los caminos que descendían entre las rocas hasta la playa.

—¿Vivís los dos allí? —preguntó Alicia.

—Más o menos —respondió Roland—. Con el tiempo he construido una pequeña cabaña aquí abajo en la playa y se puede decir que casi es mi casa.

—¿Tu propia cabaña? —inquirió Max, tratando de localizarla con la vista.

—Desde aquí no la verás —aclaró Roland—. En realidad era un viejo cobertizo de pescadores abandonado. La arreglé y ahora no está mal. Ya la veréis.

Roland los guió hasta la playa y una vez allí se quitó las sandalias. El Sol se alzaba en el cielo y el mar brillaba como una lámina de plata fundida. La playa estaba desierta y una brisa impregnada de salitre soplaba desde el océano.

—Vigilad con estas piedras. Yo estoy acostumbrado, pero es fácil caerse si no tienes práctica.

Alicia y su hermano siguieron a Roland a través de la playa hasta su cabaña. Se trataba de una pequeña cabina de madera pintada de azul y rojo. La cabaña tenía un pequeño porche y Max advirtió un farol oxidado que pendía de una cadena.

—Eso es del barco —explicó Roland—. He sacado un montón de cosas de allí abajo y las he traído a la cabaña. ¿Qué os parece?

—Es fantástica —exclamó Alicia—. ¿Duermes aquí?

—A veces, sobre todo en verano. En invierno, aparte del frío, no me gusta dejar solo al abuelo arriba.

Roland abrió la puerta de la cabaña y cedió el paso a Alicia y Max.

—Adelante. Bienvenidos a palacio.

El interior de la cabaña de Roland parecía uno de esos viejos bazares de antigüedades marineras. El botín que Roland había arrebatado durante años al mar relucía en la penumbra como un museo de misteriosos tesoros de leyenda.

—No son más que baratijas —dijo Roland—, pero las colecciono. A lo mejor hoy sacamos algo.

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