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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El príncipe de la niebla (6 page)

BOOK: El príncipe de la niebla
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El resto de la cabaña se componía de un viejo armario, una mesa, unas cuantas sillas y un camastro sobre el que había unas estanterías con algunos libros y una lámpara de aceite.

—Me encantaría tener una casa como ésta —murmuró Max.

Roland sonrió, escéptico.

—Se aceptan ofertas —bromeó Roland, visiblemente orgulloso ante la impresión que su cabaña había despertado en sus amigos—. Bueno, ahora al agua.

Siguieron a Roland hasta la orilla de la playa y una vez allí Roland empezó a deshacer el fardo que contenía el equipo de buceo.

—El barco está a unos veinticinco o treinta metros de la orilla. Esta playa es más profunda de lo que parece; a los tres metros ya no se hace pie. El casco está a unos diez metros de profundidad —explicó Roland.

Alicia y Max se dirigieron una mirada que se explicaba por sí sola.

—Sí, la primera vez no es recomendable tratar de llegar abajo. A veces, cuando hay mar de fondo, se forman corrientes y puede ser peligroso. Una vez me llevé un susto de muerte.

Roland tendió unas gafas y unas aletas a Max.

—Bueno. Sólo hay equipo para dos. ¿Quién baja primero?

Alicia señaló a Max con el índice extendido.

—Gracias —susurró Max.

—No te preocupes, Max —le tranquilizó Roland—. Todo es empezar. La primera vez que bajé por poco me da algo. Había una morena enorme en una de las chimeneas.

—¿Una qué? —saltó Max.

—Nada —repuso Roland—. Es una broma. No hay bichos allí abajo. Te lo prometo. Y es raro, porque normalmente los barcos hundidos son como un zoológico de peces. Pero éste no. No les gusta, supongo. Oye, ¿no te irá a coger el miedo ahora, verdad?

—¿Miedo? —dijo Max—. ¿Yo?

Aunque Max se estaba colocando las aletas, observó cómo Roland le hacía una cuidadosa radiografía a su hermana mientras se quitaba el vestido de algodón y se quedaba con su bañador blanco, el único que tenía. Alicia se adentró en el agua hasta que le cubrió las rodillas.

—Oye —le susurró—, es mi hermana, no un pastel. ¿De acuerdo?

Roland le dirigió una mirada de complicidad.

—Tú la has traído, no yo —respondió con una sonrisa gatuna.

—Al agua —cortó Max—. Te vendrá bien.

Alicia se volvió y los contempló ataviados como buzos con una mueca burlona.

—¡Qué pintas! —se dijo sin poder reprimir la risa.

Max y Roland se miraron a través de las gafas de buceo.

—Una última cosa —apuntó Max—, yo nunca he hecho esto antes. Bucear, quiero decir. He nadado en piscinas, claro, pero no estoy seguro si sabré…

Roland puso los ojos en blanco.

—¿Sabes respirar debajo en el agua? —pregunto.

—He dicho que no sabía bucear, no que fuese tonto —repuso Max.

—Si sabes respirar en el agua, sabes bucear —aclaró Roland.

—Id con cuidado —apuntó Alicia—. Oye, Max, ¿seguro que esto es una buena idea?

—No pasará nada —aseguró Roland, y se volvió a Max a la vez que le palmeaba el hombro—. Usted primero, Capitán Nemo.

Max se sumergió por primera vez en su vida bajo la superficie del mar y descubrió cómo se abría ante sus ojos atónitos un universo de luz y sombras que sobrepasaba cuanto había imaginado. Los haces del sol se filtraban en cortinas neblinosas de claridad que ondeaban lentamente y la superficie se había convertido ahora en un espejo opaco y danzante. Contuvo la respiración unos segundos más y volvió a emerger a por aire. Roland, a un par de metros de él, le vigilaba atentamente.

—¿Todo bien? —preguntó.

Max asintió, entusiasmado.

—¿Lo ves? Es fácil. Nada junto a mí —indicó Roland antes de sumergirse de nuevo.

Max dirigió una última mirada a la orilla y vio cómo Alicia le saludaba, sonriente. Le devolvió el saludo y se apresuró a nadar junto a su compañero, mar adentro. Roland le guió hasta un punto en el cual la playa parecía lejana, aunque Max sabía que apenas mediaba una treintena de metros hasta la orilla. A ras de mar, las distancias crecían. Roland le tocó el brazo y señaló hacia el fondo. Max tomó aire e introdujo la cabeza en el agua, ajustándose las gomas de las gafas de buceo. Sus ojos tardaron un par de segundos en acostumbrarse a la débil penumbra submarina. Sólo entonces pudo admirar el espectáculo del casco hundido del barco, tumbado sobre el costado y envuelto en una mágica luz espectral. El buque debía de medir alrededor de cincuenta metros, quizá más, y tenía una profunda brecha abierta desde la proa hasta la sentina. La vía abierta sobre el casco parecía una herida negra y sin fondo inflingida por afiladas garras de piedra. Sobre la proa, bajo una capa cobriza de óxido y algas, se podía leer el nombre del barco, Orpheus.

El Orpheus tenía aspecto de haber sido en su día un viejo carguero, no un barco de pasajeros. El acero resquebrajado del buque estaba surcado de pequeñas algas pero, tal como Roland había dicho, no había un solo pez nadando sobre el casco. Los dos amigos lo recorrieron desde la superficie, deteniéndose cada seis o siete metros para contemplar con detalle los restos del naufragio. Roland había dicho que el barco se encontraba a unos diez metros de profundidad, pero, desde allí, a Max aquella distancia le parecía infinita. Se preguntó cómo se las había arreglado Roland para recuperar todos aquellos objetos que habían visto en su cabaña de la playa. Su amigo, como si hubiese leído sus pensamientos, le hizo una seña para que esperase en la superficie y se sumergió batiendo poderosamente las aletas. Max observó a Roland, que descendía hasta tocar el casco del Orpheus con la punta de sus dedos. Una vez allí, asiéndose cuidadosamente a los salientes del casco, fue reptando hasta la plataforma que en su día había sido el puente de mando. Desde su posición, Max podía distinguir todavía la rueda del timón y otros instrumentos en el interior. Roland nadó hasta la puerta del puente, que yacía abatida, y entró en el barco. Max sintió una punzada de inquietud al ver a su amigo desaparecer en el interior del buque hundido. No apartó los ojos de aquella compuerta mientras Roland nadaba por el interior del puente, preguntándose qué podría hacer si sucedía algo. A los pocos segundos, Roland emergió de nuevo del puente y ascendió rápidamente hacia él, dejando a su espalda una guirnalda de burbujas. Max sacó la cabeza a la superficie y respiró profundamente. El rostro de Roland apareció a un metro del suyo, con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Sorpresa! —exclamó.

Max comprobó que sostenía algo en la mano.

—¿Qué es eso? —inquirió Max, señalando el extraño objeto metálico que Roland había rescatado del puente.

—Un sextante.

Max enarcó las cejas. No tenía ni idea de lo que su amigo estaba diciendo.

—Un sextante es un cacharro que se usa para calcular la posición en el mar —explicó Roland, con la voz entrecortada después del esfuerzo de mantener la respiración durante casi un minuto—. Voy a volver a bajar. Aguántamelo.

Max empezó a articular una protesta, pero Roland se zambulló de nuevo sin darle apenas tiempo a abrir la boca. Inhaló profundamente y sumergió la cabeza de nuevo para seguir la inmersión de Roland. Esta vez, su compañero nadó a lo largo del casco hasta la popa del buque. Max aleteó siguiendo la trayectoria de Roland. Contempló a su amigo acercarse a un ojo de buey y tratar de mirar en el interior del barco. Max contuvo la respiración hasta que sintió que sus pulmones le ardían y soltó entonces todo el aire, listo para emerger de nuevo y respirar.

Sin embargo, en aquel último segundo, sus ojos descubrieron una visión que le dejó helado. A través de la tiniebla submarina, ondeaba una vieja bandera podrida y deshilachada prendida a un mástil en la popa del Orpheus. Max la observó detenidamente y reconoció el símbolo casi desvanecido que todavía podía distinguirse en ella: una estrella de seis puntas sobre un círculo. Max sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Había visto aquella estrella antes, en la verja de lanzas del jardín de estatuas. El sextante de Roland se le escapó de entre los dedos y se hundió en la oscuridad. Presa de un temor indefinible, Max nadó atropelladamente hacia la orilla.

Media hora más tarde, sentados a la sombra del porche de la cabaña, Roland y Max contemplaban a Alicia mientras recogía viejas conchas entre las piedras de la orilla.

—¿Estás seguro de haber visto ese símbolo antes, Max?

Max asintió.

—A veces, bajo el agua, las cosas parecen ser lo que no son —empezó Roland.

—Sé lo que vi —cortó Max—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —concedió Roland—. Viste un símbolo que según tú está también en esa especie de cementerio que hay detrás de vuestra casa. ¿Y qué?

Max se levantó y se encaró a su amigo.

—¿Y qué? ¿Te vuelvo a repetir toda la historia?

Max había pasado los veinticinco últimos minutos explicándole a Roland todo cuanto había visto en el jardín de estatuas, incluida la película de Jacob Fleischmann.

—No hace falta —respondió secamente Roland.

—Entonces, ¿cómo es posible que no me creas? —espetó Max—. ¿Crees que me invento todo esto?

—No he dicho que no te crea, Max —dijo Roland sonriendo ligeramente a Alicia, que había vuelto de su paseo por la orilla con una pequeña bolsa llena de conchas—. ¿Ha habido suerte?

—Esta playa es un museo —respondió Alicia haciendo tintinear la bolsa con sus capturas.

Max, impaciente, puso los ojos en blanco.

—¿Me crees entonces? —cortó, clavando sus ojos en Roland.

Su amigo le devolvió la mirada y permaneció en silencio unos segundos.

—Te creo, Max —murmuró desviando la vista hacia el horizonte, sin poder ocultar una sombra de tristeza en su rostro. Alicia advirtió el cambio en el semblante de Roland.

—Max dice que tu abuelo viajaba en ese barco la noche en que se hundió —dijo ella, colocando su mano sobre el hombro del muchacho—. ¿Es verdad?

Roland asintió vagamente.

—Fue el único superviviente —respondió.

—¿Qué pasó? —preguntó Alicia—. Perdona. A lo mejor no quieres hablar de eso.

Roland negó y sonrió a los dos hermanos.

—No, no me importa —Max le miraba, expectante—. Y no es que no crea tu historia, Max. Lo que pasa es que no es la primera vez que alguien me habla de ese símbolo.

—¿Quién más lo ha visto? —preguntó Max, boquiabierto—. ¿Quién te ha hablado de él?

Roland sonrió.

—Mi abuelo. Desde que era un niño —Roland señaló el interior de la cabaña—. Empieza a refrescar. Entremos; os explicaré la historia de ese barco.

Al principio Irina creyó estar escuchando la voz de su madre en el piso de abajo. Andrea Carver a menudo hablaba sola mientras deambulaba por la casa y a ningún miembro de la familia le sorprendía el hábito maternal de dar voz a sus pensamientos. Un segundo después, sin embargo, Irina vio a través de la ventana cómo su madre despedía a Maximilian Carver mientras el relojero se disponía a ir al pueblo acompañado por uno de los transportistas que les había ayudado a traer el equipaje desde la estación días atrás. Irina comprendió que, en aquel momento, estaba sola en la casa y que, por tanto, aquella voz que había creído oír debía de haber sido una ilusión. Hasta que volvió a oírla, esta vez en la misma habitación, como un susurro que atravesara las paredes. La voz parecía provenir del armario y sonaba como un murmullo lejano cuyas palabras era imposible distinguir. Por primera vez desde que habían llegado a la casa de la playa, Irina sintió miedo. Clavó los ojos en la oscura puerta cerrada del armario y comprobó que había una llave en la cerradura. Sin pensarlo un instante, corrió hacia el armario y giró atropelladamente la llave hasta que la puerta estuvo cerrada a cal y canto. Retrocedió un par de metros y respiró profundamente. Entonces escuchó aquel sonido de nuevo y comprendió que no era una voz, sino varias voces susurrando a un tiempo.

—¿Irina? —llamó su madre desde el piso de abajo.

La voz cálida de Andrea Carver la rescató del trance en que estaba sumida. Una sensación de tranquilidad la envolvió.

—Irina, si estás arriba, baja a ayudarme un momento.

Nunca en meses había tenido Irina tantas ganas de ayudar a su madre, fuese cual fuera la tarea que la esperaba. Se dispuso a correr escaleras abajo cuando, tras sentir cómo una brisa helada le acariciaba el rostro y atravesaba repentinamente la estancia, la puerta de la habitación se cerró de golpe. Irina corrió hasta ella y forcejeó con el pomo, que parecía atascado. Mientras luchaba inútilmente por abrir aquella puerta, pudo escuchar a sus espaldas cómo la cerradura del armario giraba lentamente sobre sí misma y aquellas voces, que parecían provenir de lo más profundo de la casa, reían.

—Cuando era niño —explicó Roland—, mi abuelo me relató tantas veces esta historia que durante años he soñado con ella. Todo empezó cuando vine a vivir a este pueblo hace muchos años, después de perder a mis padres en un accidente de automóvil.

—Lo siento, Roland —interrumpió Alicia que intuía que, pese a la amable sonrisa de su amigo y a que parecía dispuesto a contarles la historia de su abuelo y del barco, remover aquellos recuerdos le resultaba más difícil de lo que quería mostrar.

—Yo era muy pequeño. Apenas les recuerdo —dijo Roland evitando la mirada de Alicia, a quien aquella pequeña mentira no podía engañar.

—¿Qué sucedió entonces? —insistió Max. Alicia le fulminó con la mirada.

—El abuelo se hizo cargo de mí y me instalé con él en la casa del faro. Él era ingeniero y desde hacía años era el farero de este tramo de costa. El ayuntamiento le había concedido el puesto de por vida, después de que construyese prácticamente con sus manos ese faro en 1919. Es una historia curiosa, ya veréis. El 23 de junio de 1918 mi abuelo embarcó en el puerto de Southampton a bordo del Orpheus, pero de incógnito. El Orpheus no era un barco de pasajeros, sino un carguero de mala fama. Su capitán era un holandés borracho y corrupto hasta la médula que lo utilizaba como buque de alquiler al mejor postor. Sus clientes favoritos solían ser los contrabandistas que querían cruzar el Canal de la Mancha. El Orpheus tenía tal fama que incluso los destructores alemanes lo reconocían y, por piedad, no lo hundían cuando se tropezaban con él. De todas formas, hacia el final de la guerra, el negocio empezó a flojear y el holandés errante, como lo apodaba mi abuelo, tuvo que buscarse otros asuntos más turbios para pagar las deudas de juego que había acumulado en los últimos meses. Parece ser que, en una de sus noches de mala racha, que solían ser la mayoría, el capitán perdió hasta la camisa en una partida con un tal Mister Caín. Este Mister Caín era el dueño de un circo ambulante. Como pago, Mister Caín exigió al holandés que embarcase a toda la «troupe» del circo y les transportase de incógnito al otro lado del Canal. Pero el supuesto circo de Mister Caín escondía algo más que unas simples barracas de feria y les interesaba desaparecer cuanto antes y, por su puesto, ilegalmente. El holandés accedió. ¿Qué otro remedio le quedaba? O lo hacía o perdía directamente el barco.

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