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Authors: Miguel Delibes

El príncipe destronado

BOOK: El príncipe destronado
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La originalidad de esta novela corta de Miguel Delibes estriba en el reducido marco que el autor se ha impuesto, no sólo en los límites cronológicos —la obra se desarrolla a lo largo de unas horas de un día de diciembre—, sino al tener la valentía de centrar el peso de la anécdota sobre un niño de tres años. Los conflictos entre los adultos, los barruntos dramáticos que se apuntan sólo valen en cuanto rozan la psicología de Quico, el pequeño protagonista.

Se trata, pues, de una tentativa de aproximación al mundo de la primera infancia, ese mundo inefable y sepultado en el fondo de los tiempos. Y que a veces parece aflorar, para esfumarse de nuevo, al conjuro de un sabor, un aroma o una canción.

Por la sencillez y sensibilidad con que han sido descritos, algunos personajes de esta obra quedarán como antológicos dentro de los tratados por Miguel Delibes.

Miguel Delibes

El príncipe destronado

ePUB v1.0

RufusFire
20.12.11

© Miguel Delibes

Ediciones Destino, S.A.

Primera edición: diciembre 1973

Primera edición en Destinolibro: octubre 1983

ISBN: 84-233-1261-5

Dibujos: Adolfo Delibes Castro, a los cuatro años

Martes, 3 de diciembre de 1963

Las 10

Entreabrió los ojos y al instante, percibió el resplandor que se filtraba por la rendija del cuarterón, mal ajustado, de la ventana. Contra la luz se dibujaba la lámpara de sube y baja, de amplias alas —el Ángel de la Guarda— la butaca tapizada de plástico rameado y las escalerillas metálicas de la librería de sus hermanos mayores. La luz, al resbalar sobre los lomos de los libros, arrancaba vivos destellos rojos, azules, verdes y amarillos. Era un hermoso muestrario y en vacaciones, cuando se despertaba a la misma hora de sus hermanos, Pablo le decía:
Mira, Quico, el Arco Iris
. Y él respondía, encandilado:
Sí, el Arco Iris; es bonito, ¿verdad?

A sus oídos llegaba ahora el zumbido de la aspiradora sacando lustre a las habitaciones entarimadas, y el piar desaforado de un gorrión desde el poyete de la ventana. Giró la cabeza rubia sin levantar la nuca de la almohada y, en la penumbra, divisó la cama, ordenadamente vacía, de Pablo y, a la izquierda, el lecho vacío, las ropas revueltas, el pijama hecho un gurruño, al pie, de su hermano Marcos, el segundo.
No es domingo
, se dijo con tenue voz adormilada y estiró los brazos y entreabrió los dedos de la mano contra el haz de luz y los contrajo y los estiró varias veces y sonrió y canturreó maquinalmente:
Están riquitas por dentro, están bonitas por fuera
. De repente, cesó el ruido de la aspiradora allá lejos y, de repente, se impacientó y voceó:

–¡Ya me he despertaooooo!

Su vocecita se trascoló por los resquicios de la puerta, recorrió el largo pasillo, dobló a la izquierda, y se adentró por la puerta entreabierta de la cocina y Mamá, que enchufaba la lavadora en ese instante, enderezó la cabeza y dijo:

–Me parece que llama el niño.

La Vítora entró en la habitación en penumbra como un torbellino y abrió los cuarterones de las ventanas.

–A ver quién es —dijo— ese niño que chilla de esa manera.

Pero Quico se había cubierto cabeza y todo con las sábanas y aguardaba acurrucado, sonriente, la sorpresa de la Vítora. Y la Vítora dijo mirando a la cuna:

–Pues el niño no está, ¿quién lo habrá robado?

Y él aguardó a que diera varias vueltas por la habitación y a que dijera varias veces:
Dios, Dios, ¿dónde andará ese crío?
, para descubrirse y entonces la Vítora se vino a él, como asombrada, y le dijo:

–Malo, ¿dónde estabas?

Y le besaba a lo loco y él sonreía vivamente, más con los ojos que con los labios, y dijo:

–Vito, ¿quién te creías que me había robado?

–El hombre del saco —respondió ella.

Y echó las ropas hacia atrás y tanteó las sábanas y exclamó:

–¿Es posible?, ¿no te has meado en la cama?

–No, Vito.

–Pero nada, nada.

El niño se pasó las manos, una detrás de la otra, por el pijama:

–Toca —dijo—. Ni gota.

Ella le envolvió en la bata, de forma que sólo asomaban por debajo los pies descalzos, y le tomó en brazos.

–Espera, Vito —dijo el niño—.

Déjame coger eso.

–¿Cuál?

–Eso.

Alargó la pequeña mano hasta la estantería de los libros y cogió un tubo estrujado de pasta dentífrica y accionó torpemente el tapón rojo a rosca y dijo, mostrando los dos paletos en un atisbo de sonrisa.

–Es un camión.

La Vítora entró en la cocina con él a cuestas.

–Señora —dijo—, el Quico ya es un mozo; no se ha meado la cama.

–¿Es verdad eso? –dijo Mamá.

Quico sonreía, el largo flequillo rubio medio cubriéndole los ojos, erguido y desafiante, se desembarazó con desmanotados movimientos de la bata que le envolvía y dijo tras pasarse insistentemente las manos por el pijama:

–Toca; ni gota.

La Vítora le sentó en la silla blanca y abrió el grifo del baño blanco y la lavadora mecánica zumbaba a su lado y el niño, mientras el agua caía, enroscaba y desenroscaba el tapón rojo del tubo con atención concentrada, mientras intuía los suaves movimientos de la bata de flores rosas y verdes, y, de pronto, la bata se aproximó hasta él y sintió un beso húmedo, aplastado, en las mejillas y oyó la voz de Mamá:

–¿Qué tienes ahí? ¿Qué porquería es ésa?

Quico levantó de golpe la cabeza.

–No es porquería —dijo—. Es un camión.

La Vítora le izó en el aire mientras Mamá le desprendía de los pantalones y, al contacto con el agua, el niño encogió los dedos del pie y le dijo la Vítora:

–¿Quema?

Y él:

–Sí, quema, Vito.

La misma Vítora, con el codo, soltó el grifo frío y, al cabo, le dejó en la bañera y él se miró, desnudo y rió al divisar el diminuto apéndice.

–Mira, el pito —dijo.

–Ahí no se toca, ¿oyes?

–El pito santo —añadió el niño sin soltar el tubo del dentífrico de la mano izquierda.

–¿Que tonterías dice ese niño? –dijo Mamá.

Quico deslizaba el tubo sobre la superficie del agua y hacía
booon-boooon
, y dijo:

–Es un barco.

Dijo la Vítora:

–¡Qué sé yo! Ahora le ha dado por eso, ya ve.

–Alguien se lo enseñará —dijo Mamá reticente, mientras ponía en la lavadora el pijama del pequeño.

La Vítora se sofocó toda:

–Ande, lo que es una... Digo yo que será al rezar. La criatura oye lo del espíritu santo y ya ve, ni distingue.

Colocó al niño de pie y le enjabonó las piernas y el trasero. Luego, le dijo:

–Siéntate. Si no lloras al lavarte la cara, te bajo conmigo a por la leche donde el señor Avelino.

El niño apretó fuertemente los labios y los párpados, en tanto la Vítora le restregaba la cara con la esponja. Resistió varios segundos sin respirar y, al cabo, chilló:

–¡Ya basta, Vito!

La Vítora tomó al niño por las axilas, le envolvió en una gran toalla fresca y pasó con él a la cocina y, entonces, la Loren, la de doña Paulina, la divisó desde el descansillo del montacargas a través de la puerta encristalada y le hizo señas y le gritó:

–¡Quico, dormilón! ¿Ahora te levantas?

La Vítora le frotaba con la toalla y le dijo por lo bajo:
Dila, buenos días, Loren
. Y el niño, bajo la toalla fresa, voceó:

–Buenos días, Loren.

Y dijo la Loren:

–Buenos días, hijo. ¿Sabes que se murió el gato? ¡Mira!

Levantó en el aire un pingajo negro y el niño lo distinguió, como preso, a través del enrejado del montacargas y dijo:

–¿Por qué se ha muerto, Loren?

La Loren le respondía con voz aguda y chillona que franqueaba los cristales como un rayo de sol:

–¿Sabes tú por qué pasan esas cosas? Le llegó su hora y nada más.

El niño no soltaba el tubo de la mano. Dijo a la Vítora a media voz:

–¿Qué dice la Loren?

La Vítora no le hizo caso. Le dijo a la Loren:

–Buena estará tu señora.

–Calcula.

La Loren arrojó el cadáver del gato al cubo de desperdicios.

–¿No lo entierras, Loren? –chilló Quico.

–¿También quieres que enterremos esa basura?

–Claro —dijo el niño.

Mamá entraba y salía de la cocina.

El niño estiró el bracito con el tubo de dentífrico en la mano y se lamentó:

–¿Ves? Me se ha mojado el cañón. Sécamele.

La Vítora le pasó la toalla dos veces. Le dijo:

–¿No era un camión?

–No —dijo Quico, destapándole y mostrando la boca del tubo—, es un cañón, ¿no lo ves?

–¿Y para qué demontres quieres tú un cañón?

–Para ir a la guerra de papá —dijo.

Tosió, al concluir, y la bata de flores rojas y verdes dijo:

–Este niño se ha constipado.

Salió después y el vuelo de la bata de flores rojas y verdes dejó flotando en el aire como una estela confortadora. La Vítora le dijo al niño, mientras le ponía la elástica:

–Si toses, llamamos al Longinos.

–¡No!

–¿No quieres que venga el Longinos?

–¡No!

–Pues a mí me pinchó una vez y no me hizo daño, ve ahí.

Le embutió en una blusita azulona y le puso encima un jersey rojo vivo.

Después le puso un pantalón de pana blanda. Quico frunció levemente el ceño y permanecía inmóvil, como pensativo. Dijo finalmente:

–Yo no quiero que venga Longinos.

–Pues no tosas.

Quico protestó:

–Yo no sé cuándo toso.

La Vítora concluyó de vestirle y le dejó en el suelo, dobló la toalla fresa y la depositó sobre el respaldo de la silla blanca, pasó al baño y tiró del tapón para que desaguara.

Miró al niño, desamparado, y le dijo:

–El Longinos es bueno. Viene cuando estás malo y te pincha para que te pongas bueno.

Hablaba alto para dominar el zumbido de la lavadora eléctrica. El niño levantó la cabeza para ampliar las perspectivas de los bajos de la bata listada de azul de la Vítora.

–¿Y dónde te pincha, Vito? –dijo—. ¿En el culo?

–Anda, a ver. Pero no digas eso; es pecado.

–¿Culo es pecado?

–Eso; y si lo dices te llevan los demonios al infierno.

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