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Authors: Nicolás Maquiavelo

Tags: #Clásico, Filosofía, Política

El Príncipe (9 page)

BOOK: El Príncipe
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Y aquí se debe señalar que el odio se gana tanto con las buenas acciones como con las perversas, por cuyo motivo, como dije antes, un príncipe que quiere conservar el poder es a menudo forzado a no ser bueno, porque cuando aquel grupo, ya sea pueblo, soldados o nobles, del que tú juzgas tener necesidad para mantenerte, está corrompido, te conviene seguir su capricho para satisfacerlo, pues entonces las buenas acciones serían tus enemigas.

Detengámonos ahora en Alejandro, hombre de tanta bondad que, entre los elogios que se le tributaron, figura el de que en catorce años que reinó no hizo matar a nadie sin juicio previo; pero su fama de persona débil y que se dejaba gobernar por su madre le acarreó el desprecio de los soldados, que se sublevaron y lo mataron.

Por el contrario, Cómodo, Severo, Antonio Caracalla y Maximino fueron ejemplos de crueldad y despotismo llevados al extremo. Para congraciarse con los soldados, no ahorraron ultrajes al pueblo. Y todos, a excepción de Severo, acabaron mal. Severo, aunque oprimió al pueblo, pudo reinar felizmente en mérito al apoyo de los soldados y a sus grandes cualidades, que lo hacían tan admirable a los ojos del pueblo y del ejército que éste quedaba reverente y satisfecho, y aquél, atemorizado y estupefacto. Y como sus acciones fueron notables para un príncipe nuevo, quiero explicar brevemente lo bien que supo proceder como zorro y como león, cuyas cualidades, como ya he dicho, deben ser imitadas por todos los príncipes.

Enterado de que el emperador Juliano era un cobarde, Severo convencía al ejército que estaba bajo su mando en Esclavonia de que era necesario ir a Roma para vengar la muerte de Pertinax, a quien los pretorianos habían asesinado. Y con este pretexto, sin dar a conocer sus aspiraciones al imperio, condujo al ejército contra Roma y estuvo en Italia antes que se hubiese tenido noticia de su partida. Una vez en Roma, dio muerte a Juliano; y el Senado, lleno de espanto, lo eligió emperador. Pero para adueñarse del Estado quedaban aún a Severo dos dificultades: la primera en Oriente, donde Níger, jefe de los ejércitos asiáticos, se había hecho proclamar emperador; la segunda en Occidente, donde se hallaba Albino, quien también tenía pretensiones al imperio. Y como juzgaba peligroso declararse a la vez enemigo de los dos, resolvió atacar a Níger y engañar a Albino, para lo cual escribió a éste que, elegido emperador por el Senado, quería compartir el trono con él; le mandó el título de césar y, por acuerdo del Senado, lo convirtió en su colega, distinción que Albino aceptó sin vacilar. Pero una vez que hubo vencido y muerto a Níger, y pacificadas las cosas en Oriente, volvió a Roma y se quejó al Senado de que Albino, olvidándose de los beneficios que le debía, había tratado vilmente de matarlo, por lo cual era preciso que castigara su ingratitud. Fue entonces a buscarlo a las Galias y le quitó la vida y el Estado.

Quien examine, pues, detenidamente las acciones de Severo, verá que fue un feroz león y un zorro muy astuto, y advertirá que todos le temieron y respetaron y que el ejército no lo odió; y no se asombrará de que él, príncipe nuevo, haya podido ser amo de un imperio tan vasto, porque su ilimitada autoridad lo protegió siempre del odio que sus depredaciones podían haber hecho nacer en el pueblo.

Pero Antonino, su hijo, también fue hombre, de cualidades que lo hacían admirable en el concepto del pueblo y grato en el de los soldados. Varón de genio guerrero, durísimo a la fatiga, enemigo de la molicie y de los placeres de la mesa, no podía menos de ser querido por todos los soldados. Sin embargo, su ferocidad era tan grande e inaudita que, después de innumerables asesinatos aislados, exterminó a gran parte del pueblo de Roma y a todo el de Alejandría. Por este motivo se hizo odioso a todo el mundo, empezó a ser temido por los mismos que lo rodeaban y a la postre fue muerto por un centurión en presencia de todo el ejército. Conviene notar al respecto no está en manos de ningún príncipe evitar esta clase de atentados, producto de la firme decisión de un hombre de carácter, porque al que no le importa morir no le asusta quitar la vida a otro, pero no los tema el príncipe, pues son rarísimos, y preocúpese, en cambio, por no inferir ofensas graves a nadie que esté junto a él para el servicio del Estado. Es lo que no hizo Antonino, ya que, a pesar de haber asesinado en forma ignominiosa a un hermano del centurión, y de amenazar a éste diariamente con lo mismo, lo conservaba en su guardia particular: tranquilidad temeraria que tenía que traerle la muerte, y se la trajo.

Pasemos a Cómodo, a quien, por ser hijo de Marco y haber recibido el imperio en herencia, fácil le hubiera sido conservarlo, dado que con sólo seguir las huellas de su padre hubiese tenido satisfecho a pueblo y ejército. Pero fue un hombre cruel y brutal que, para desahogar su ansia de rapiña contra el pueblo, trató de captarse la benevolencia de las tropas permitiéndoles toda clase de licencias; por otra parte, olvidado de la dignidad que investía, bajo muchas veces a la arena para combatir con los gladiadores y cometió vilezas incompatibles con la majestad imperial, con lo cual se acarreó el desprecio de los soldados. De modo que, odiado por un grupo y aborrecido por el otro, fue asesinado a consecuencia de una conspiración.

Nos quedan por examinar las cualidades de Maximino. Fastidiadas las tropas por la inactividad de Alejandro, de quien ya he hablado, elevaron al imperio, una vez muerto éste, a Maximino, hombre de espíritu extraordinariamente belicoso, que no se conservó en el poder mucho tiempo porque hubo dos cosas que lo hicieron odioso y despreciable: la primera, su baja condición, pues nadie ignoraba que había sido pastor en Tracia, y esto producía universal disgusto; la otra, su fama de sanguinario; había diferido su marcha a Roma para tomar posesión del mando, y en el intervalo, había cometido, en Roma y en todas partes del imperio, por intermedio de sus prefectos, un sin fin de depredaciones. Menospreciado por la bajeza de su origen y odiado por el temor a su ferocidad, era natural que todo el mundo se sintiese inquieto y, en consecuencia, que el África se rebelase y que el Senado y luego el pueblo de Roma y toda Italia conspirasen contra él. Su propio ejército, mientras sitiaba a Aquilea sin poder tomarla, cansado de sus crueldades y temiéndolo menos al verlo rodeado de tantos enemigos, se plegó al movimiento y lo mató.

No quiero referirme a Heliogábalo, Macrino y Juliano. que, por ser harto despreciables, tuvieron pronto fin, y atenderé a las conclusiones de este discurso. Los príncipes actuales no se encuentran ante la dificultad de tener que satisfacer en forma desmedida a los soldados; pues aunque haya que tratarlos con consideración, el caso es menos grave dado que estos príncipes no tienen ejércitos propios, vinculados estrechamente con los gobiernos y las administraciones provinciales, como estaban los ejércitos del Imperio Romano. Y si entonces había que inclinarse a satisfacer a los soldados antes que al pueblo, se explica, porque los soldados eran más poderosos que el pueblo; mientras que ahora todos los príncipes, salvo el Turco y el Sultán, tienen que satisfacer antes al pueblo que a los soldados, porque aquél puede más que éstos. Exceptúo al Turco, que, por estar siempre rodeado por doce mil infantes y quince mil jinetes, de los cuales dependen la seguridad y la fuerza del reino, necesita posponer toda otra preocupación a la de conservar la amistad de las tropas. Del mismo modo, conviene que el Sultán, cuyo reino está por completo en manos del ejército, conserve las simpatías de éste sin tener consideraciones para con el pueblo. Y adviértase que este Estado del Sultán es muy distinto de todos los principados y sólo parecido al pontificado cristiano, al que no puede llamársele principado hereditario ni principado nuevo, porque no son los hijos del príncipe viejo los herederos y futuros príncipes, sino el elegido para ese puesto por los que tienen autoridad. Y como se trata de una institución antigua, no le corresponde el nombre de principado nuevo, aparte de que no se encuentran en él los obstáculos que existen en los nuevos, pues si bien el príncipe es nuevo, la constitución del Estado es antigua y el gobernante recibido como quien lo es por derecho hereditario.

Pero volvamos a nuestro asunto. Cualquiera que meditase este discurso hallaría que la causa de la ruina de los emperadores citados ha sido el odio o el desprecio, y descubriría a qué se debe que, mientras parte de ellos procedieron de un modo y parte de otro, en ambos modos hubo dichosos y desgraciados. Pertinax y Alejandro fracasaron, porque, siendo príncipes nuevos, quisieron imitar a Marco, que había llegado al imperio por derecho de sucesión; y lo mismo le sucedió a Caracalla, Cómodo y Maximino al intentar seguir las huellas de Severo cuando carecían de sus cualidades. Se concluye de esto que un príncipe nuevo en un principado nuevo no puede imitar la conducta de Marco ni tampoco seguir los pasos de Severo, sino que debe tomar de éste las cualidades necesarias para fundar un Estado, y, una vez establecido y firme, las cualidades de aquél que mejor tiendan a conservarlo.

Capítulo XX
Si las fortalezas, y muchas otras cosas que los príncipes hacen con frecuencia son útiles o no

H
ubo príncipes que, para conservar sin inquietudes el Estado, desarmaron a sus súbditos; príncipes que dividieron los territorios conquistados; príncipes que favorecieron a sus mismos enemigos; príncipes que se esforzaron por atraerse a aquellos que les inspiraban recelos al comienzo de su gobierno; príncipes, en fin, que construyeron fortalezas, y príncipes que las arrasaron. Y aunque sobre todas estas cosas no se pueda dictar sentencia sin conocer las características del Estado donde habría de tomarse semejante resolución, hablaré, sin embargo, del modo más amplio que la materia permita.

Nunca sucedió que un príncipe nuevo desarmase a sus súbditos; por el contrario, los armó cada vez que los encontró desarmados. De este modo, las armas del pueblo se convirtieron en las del príncipe, los que recelaban se hicieron fieles, los fieles continuaron siéndolo y los súbditos se hicieron partidarios. Pero como no es posible armar a todos los súbditos, resultan favorecidos aquellos a quienes el príncipe arma, y se puede vivir más tranquilo con respecto a los demás; por esta distinción, de que se reconocen deudores al príncipe, los primeros se consideran más obligados a él, y los otros lo disculpan comprendiendo que es preciso que gocen de más beneficios los que tienen más deberes y se exponen a más peligros. Pero cuando se los desarma, se empieza por ofenderlos, puesto que se les demuestra que, por cobardía o desconfianza, se tiene poca fe en su lealtad; y cualquiera de estas dos opiniones engendra odio contra el príncipe. Y como el príncipe no puede quedar desarmado, es forzoso que recurra a las milicias mercenarias, de cuyos defectos ya he hablado; pero aun cuando sólo tuviesen virtudes, no pueden ser tantas como para defenderlo de los enemigos poderosos y de los súbditos descontentos. Por eso, como he dicho, un príncipe nuevo en un principado nuevo no ha dejado nunca de organizar su ejército según lo prueban los ejemplos de que está llena la historia. Ahora bien: cuando un príncipe adquiera un Estado nuevo que añade al que ya poseía, entonces sí que conviene que desarme a sus nuevos súbditos, excepción hecha de aquellos que se declararon partidarios suyos durante la conquista; y aun a éstos, con el transcurso del tiempo y aprovechando las ocasiones que se le brinden, es preciso debilitarlos y reducirlos a la inactividad y arreglarse de modo que el ejército del Estado se componga de los soldados que rodeaban al príncipe en el Estado antiguo.

Nuestros antepasados, y particularmente los que tenían fama de sabios, solían decir que para conservar a Pistoya bastaban las disensiones, y para conservar a Pisa, las fortalezas; por tal motivo, y para gobernarlas más fácilmente, fomentaban la discordia en las tierras sometidas, medida muy lógica en una época en que las fuerzas de Italia estaban equilibradas, pero no me parece que pueda darse hoy por precepto, porque no creo que las divisiones traigan beneficio alguno; al contrario, juzgo inevitable que las ciudades enemigas se pierdan en cuanto el enemigo se aproxime, pues siempre el partido más débil se unirá a las fuerzas externas, y el otro no podrá resistir.

Movidos por estas razones, según creo, los venecianos fomentaban en las ciudades conquistadas la creación de güelfos y gibelinos, y aunque no los dejaban llegar al derramamiento de sangre, alimentaban, sin embargo, estas discordias entre ellos, a fin de que, ocupados en sus diferencias, no se uniesen contra el enemigo común. Pero, como hemos visto, este proceder se volvió en su contra, pues, derrotados en Vailá, uno de los partidos cobró valor y les arrebató todo el Estado. Semejantes recursos inducen a sospechar la existencia de alguna debilidad en el príncipe, porque un príncipe fuerte jamás tolerará tales divisiones, que podrán serle útiles en tiempos de paz, cuando, gracias a ellas, manejará más fácilmente a sus súbditos, pero que mostrarán su ineficacia en cuando sobrevenga la guerra.

Indudablemente, los príncipes son grandes cuando superan las dificultades y la oposición que se les hace. Por esta razón, y sobre todo cuando quiere hacer grande a un príncipe nuevo, a quien le es más necesario adquirir fama que a uno hereditario, la fortuna le suscita enemigos y guerras en su contra para darle oportunidad de que las supere y pueda, sirviéndose de la escala que los enemigos le han traído, elevarse a mayor altura. Y hasta hay quienes afirman que un príncipe hábil debe fomentar con astucia ciertas resistencias para que, al aplastarlas, se acreciente su gloria.

Los príncipes, sobre todo los nuevos, han hallado más consecuencia y más utilidad en aquellos que al principio de su gobierno les eran sospechosos que en aquellos en quienes confiaban. Pandolfo Petrucci, príncipe de Siena, gobernaba su Estado más con los que le habían sido sospechosos que con los otros. Pero de este punto no se pueden extraer conclusiones generales porque varían según el caso. Sólo diré esto: que los hombres que al principio de un reinado han sido enemigos, si su carácter es tal que para continuar la lucha necesitan apoyo ajeno, el príncipe podrá siempre y muy fácilmente conquistarlos a su causa; y lo servirán con tanta más fidelidad cuanto que saben que les es preciso borrar con buenas obras la mala opinión en que se los tenía; y así el príncipe saca de ellos más provecho que de los que, por serle demasiado fieles, descuidan sus obligaciones.

Y puesto que el tema lo exige, no dejaré de recordar al príncipe que adquiera un Estado nuevo mediante la ayuda de los ciudadanos que examine bien el motivo que impulsó a éstos a favorecerlo, porque si no se trata de afecto natural, sino de descontento con la situación anterior del Estado, difícil y fatigosamente podrá conservar su amistad, pues tampoco él podrá contentarlos. Con los ejemplos que los hechos antiguos y modernos proporcionan, medítese serenamente en la razón de todo esto, y se verá que es más fácil conquistar la amistad de los enemigos, que lo son porque estaban satisfechos con el gobierno anterior, que la de los que, por estar descontentos, se hicieron amigos del nuevo príncipe y lo ayudaron a conquistar el Estado.

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