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Authors: Mark Twain

Tags: #Cuento, Infantil y Juvenil

El príncipe y el mendigo (4 page)

BOOK: El príncipe y el mendigo
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Volviose luego a los circunstantes, cambió su gentil actitud y en sus ojos empezaron a brillar relámpagos de mal agüero. Dijo:

—¡Escuchad todos! Este hijo mío está loco, pero no es incurable. El excesivo estudio lo ha cansado, y tal vez el excesivo encierro. ¡Adiós a los libros y a los maestros!, cuidad todos de ello. Divertidle con juegos, recreadle sanamente, para que recupere la salud. —Irguiose más aún, y prosiguió enérgicamente—: Está loco, pero es mi hijo y el heredero de Inglaterra, y, ¡loco o cuerdo, reinará! Y escuchad más aún y proclamadlo: el que hable de esta su destemplanza, atenta contra la paz y el orden de estos reinos y será condenado a galeras. Dadme de beber, que me abraso. Este pesar socava mis fuerzas… Basta; llevaos la copa. Sostenedme. Así; está bien. ¿Loco, decís? Aunque fuera mil veces loco, es aún el Príncipe de Gales, y yo el rey lo confirmaré. Esta misma mañana será instalado en su dignidad de príncipe en forma cumplida. Dad al instante las órdenes oportunas, milord Hertford.

Uno de los nobles se arrodilló ante el regio diván y dijo:

—El rey su Majestad sabe que el gran mariscal hereditario de Inglaterra se encuentra prisionero en la Torre. No sería bueno que un prisionero…

—¡Basta! No ofendas mis oídos con ese nombre odiado. ¿Ha de vivir siempre ese hombre? ¿Se han de poner trabas a mi voluntad? ¿Ha de verse el príncipe privado de su dignidad de tal porque, ¡vive Dios! no hay en el reino un conde mariscal limpio de infame traición para investirlo de sus honores? ¡No, por la gloria de Dios! Ordenad a mi Parlamento que antes de que salga de nuevo el sol me traiga la cabeza de Norfolk, pues de lo contrario me responderán de ello lastimosamente.
[3]

—La voluntad del rey es ley —dijo lord Heaford, y, levantándose volvió a su puesto.

Poco a poco se borró la cólera del rostro del viejo monarca, que dijo:

—Dame un beso, mi príncipe. Vamos, ¿qué temes? ¿No soy tu amoroso padre?

—Eres bueno para mí, que soy indigno de ello, ¡oh grande y poderoso señor! En verdad lo sé. Pero… pero… me duele pensar en el que va a morir y…

—¡Ah! Eso es digno de ti, es digno de ti. Veo que tu corazón sigue siendo el mismo, aunque tu mente haya sufrido daño, porque fuiste siempre de bondadosos sentimientos. Pero ese duque se alza entre tus honores y tú; pondré en su lugar a otro que no cubra de infamia su elevado cargo. Consuélate, príncipe mío; no turbes tu pobre cabeza con este asunto.

—¿Pero no soy yo el que precipita su muerte, señor? ¡Cuánto tiempo no podría vivir si no fuera por mí!

—No pienses en él, príncipe, que no lo merece. Dame otro beso y ve a tus juegos y tus diversiones, porque mi dolencia me acongoja. Estoy fatigado y deseo reposar. Ve con tu tío Hertford y tu séquito, y vuelve otra vez cuando mi cuerpo haya descansado.

Tom, con el corazón pesaroso, fue retirado; la última frase fue un golpe de muerte para la esperanza que había acariciado de verse libre. Una vez más oyó el zumbido de las voces que exclamaban: «¡El príncipe! ¡El príncipe viene!».

Más y más decayó su valor a medida que avanzaba entre las relucientes hileras de reverentes cortesanos; porque se dio cuenta de que era en realidad un cautivo, y de que podía permanecer para siempre encerrado en esta dorada jaula, príncipe abandonado y sin amigos, salvo que Dios en su misericordia se apiadara de él y lo dejara libre.

Y dondequiera que se volviese le parecía ver flotando en el aire la cercenada cabeza y él conocido rostro del gran duque de Norfolk, cuyos ojos se clavaban en él llenos de reproches.

Sus viejos sueños habían sido tan agradables, ¡y era tan temible esta realidad!

VI
Tom recibe instrucciones

Tom fue conducido al principal aposento de un suntuoso apartamiento y lo hicieron sentar, cosa que repugnaba hacer, pues se veía rodeado de caballeros ancianos y de hombres de elevada condición. Rogóles que se sentaran también, pero sólo se inclinaron agradeciéndolo o murmuraron las gracias, y permanecieron en pie. Tom habría insistido, pero su «tío» el conde de Hertford susurró a su oído:

—Te lo ruego, no insistas, mi señor. No es correcto que se sienten en tu presencia.

Anunciaron a lord St. John, quien, después de hacer pleitesía a Tom, dijo:

—Vengo por mandato del rey para un asunto que exige secreto. ¿Quiere Su Alteza Real dignarse despedir a los presentes, excepto a milord el conde de Hertford?

Observando que Tom no parecía saber cómo proceder, Hertford le susurró que hiciera una seña con la mano y no se molestara en hablar a menos que así lo deseara. Cuando se retiraron los caballeros de servicio, dijo lord St. John:

—Ordena Su Majestad que, por graves y poderosas razones de Estado, Su Gracia el príncipe oculte su enfermedad por todos los medios que estén a su alcance, hasta que pase y Su Gracia vuelva a estar como estaba antes; es decir, que no deberá negar a nadie que es el verdadero príncipe y heredero de la grandeza de Inglaterra, que deberá conservar su dignidad de príncipe y recibir, sin palabra ni signo de protesta, la reverencia y observancia que se le deben por acertada y añeja costumbre; que deberá dejar de de hablarle a ninguno de ese nacimiento y vida de baja condición que su enfermedad ha creado en las malsanas imaginaciones de una fantasía obsesionada; que habrá de procurar con diligencia traer de nuevo a su memoria los rostros que solía conocer, y cuando no lo consiga deberá guardar silencio, sin revelar con gestos de sorpresa, u otras señales, que los ha olvidado; que en las ceremonias de Estado, cuando quiera que se sienta perplejo en cuanto a lo que debe hacer y las palabras que debe decir, no habrá de mostrar la menor inquietud a los espectadores curiosos, sino pedir consejo en tal materia a lord Hertford, o a su humilde servidor, que tenemos mandato del rey de ponernos a su servicio atentos a su llamado, hasta que ésta orden se anule. Esto dice Su Majestad el rey, que envía sus saludos a Su Alteza Real y ruega que Dios quiera en su misericordia sanar a Vuestra Alteza prontamente y conservarle ahora y siempre en su bendita protección.

Lord St. John hizo una reverencia y se apartó a un lado. Tom replicó con resignación:

—El rey lo ha dicho. Nadie puede desobedecer el mandato del rey ni acomodarlo a su gusto, cuando le enoje, con arteras evasivas. El rey será obedecido.

Lord Hertford dijo:

—Tocante a la orden de Su Majestad el rey en lo que concierne a los libros y otras cosas serias, por ventura agradaría a Vuestra Alteza ocupar vuestro tiempo en plácidos entretenimientos, para no llegar fatigado al banquete y resentirse de ello.

La cara de Tom mostró sorpresa inquisitiva, y se sonrojó al ver que los ojos dé lord St. John se clavaban pesarosos en él. Su Señoría dijo:

—Te flaquea aún la memoria y has demostrado sorpresa; pero no te apures, porque esto no persistirá, sino que desaparecerá conforme tu dolencia mejore. Milord de Hertford te habla de la fiesta de la ciudad, a la cual Su Majestad el rey prometió hace unos dos meses que asistiría Tu Alteza. ¿Lo recuerdas ahora?

—Me duele confesar que se me fue de la memoria —contestó Tom con voz vacilante, y sonrojóse de nuevo.

En este punto anunciaron a lady Isabel y a lady Juana Grey. Ambos lores se cruzaron significativas miradas, y Hertford se dirigió velozmente hacia la puerta. Cuando las doncellas pasaron por delante de él dijo en voz baja:

—Os ruego, señoras, que no deis muestras de observar sus rarezas ni mostréis sorpresa cuando le falte la memoria; os dolerá notar cómo se turba con cualquier fruslería.

Entretanto lord St. John estaba diciendo al oído de Tom:

—Suplícote, señor, que conserves constantemente en la memoria el deseo de Su Majestad. Recuerda cuanto puedas y finge recordar todo lo demás. Qué no se percaten de cómo has cambiado tu modo normal anterior, pues sabes cuán tiernamente te tienen en su corazón tus antiguas compañeras de juegos y cuánto pesar habrías de causarles. ¿Quieres, señor, que me quede yo, y tu tío también?

Expresó Tom su asentimiento con un ademán y murmurando una palabra, porque iba aprendiendo ya, y su ingenuo corazón estaba resuelto a salir lo más airoso que pudiera, conforme al mandato del rey.

A pesar de las muchas precauciones, la conversación entre los jóvenes fue a veces un tanto embarazosa. Más de una vez, en verdad, Tom se vio a punto de rendirse, y de confesarse incapaz de representar el terrible papel; pero el tacto de la princesa Isabel lo salvó, o una palabra de uno u otro de los vigilantes lores, soltada al parecer por casualidad, tuvo el mismo feliz efecto. Una vez la pequeña lady Juana se volvió hacia Tom y lo dejó sin aliento con esta pregunta:

—¿Has presentado hoy tus respetos a Su Majestad la reina, mi señor?

Vaciló Tom, se veía desazonado, e iba a balbucir algo al azar, cuando lord St. John tomó la palabra y respondió por él, con el suelto desembarazó de un cortesano acostumbrado a afrontar situaciones delicadas y a estar al punto para ellas:

—Sí, por cierto, señora, y Su Majestad la reina le ha animado mucho en lo tocante al estado de Su Majestad, ¿no es así, mi señor?

Balbució Tom unas palabras que se interpretaron como asentimiento, pero sintió que estaba entrando en terreno peligroso. Poco después se mencionó que Tom no iba a estudiar más por entonces, a lo cual exclamó la pequeña Lady:

—¡Es lástima, es lástima! Hacías magníficos progresos. Pero súfrelo con paciencia, porque esto no durará mucho. Pronto gozarás de la misma instrucción que tu padre, y tu lengua dominará tantas lenguas como la suya, mi buen príncipe.

—¡Mi padre! —Exclamó Tom, fuera de guardia en ese momento—. A fe mía que no es capaz de hablar la suya para que le entiendan sino los cerdos que se revuelcan en las pocilgas; y en cuanto a instrucción de otro género…

Alzó la vista y vio una solemne advertencia en los ojos de milord, St. John. Esto le hizo detenerse, sonrojarse y continuar, apagado y triste:

—¡Ah! Me persigue de nuevo la enfermedad y mi mente desvaría. No he querido mostrar irreverencia para con Su Majestad el rey.

—Lo sabemos, señor —dijo la princesa Isabel, tomando entre ambas manos la de su «hermano», respetuosa pero acariciadoramente—. No te preocupes por eso. La falta no es tuya, sino de tu destemplanza.

—Gentil consoladora eres, dulce señora —dijo Tom agradecido—, y mi corazón me mueve a darte gracias por ello, si me lo permites.

Una vez la atolondrada lady Juana le disparó a Tom una sencilla frase en griego. La perspicacia de lady Isabel vio, en la serena impasibilidad de la frente de Tom, que la flecha no había dado en el blanco, por lo cual soltó tranquilamente una retahíla de excelente griego relativa a Tom y en seguida desvió la conversación a otros asuntos.

En conjunto transcurrió el tiempo agradablemente, y casi suavemente. Los escollos y arrecifes fueron cada vez menos frecuentes, y Tom se sintió más y más a sus anchas al ver, que todos estaban amorosamente inclinados a ayudarlo y a pasar por alto sus equivocaciones. Cuando salió a la conversación que las damitas habrían de acompañarle por la noche al banquete del alcalde mayor, el corazón le dio un salto de consuelo y de alegría, porque sintió que ya no se hallaría sin amigos entre aquella muchedumbre de extraños, mientras que, una hora antes, la idea de que ellas fueran con él le habría causado un terror insoportable.

Los ángeles guardianes de Tom, los dos lores, habían estado menos cómodos en la entrevista que las otras partes. Parecíales enteramente que conducían un enorme navío por un canal peligroso; estaban alerta constantemente y encontraron que su cargo no era juego de niños. Por tanto, cuando al fin la visita de las damas tocaba a su término y anunciaron a lord Guilford Dudley, no sólo pensaron que su carga había sido suficientemente gravosa, sino también que ellos mismos no se hallaban en el mejor estado para hacer retroceder al navío y emprender de nuevo un viaje lleno de ansiedad. Así, pues, respetuosamente aconsejaron a Tom que se excusara, lo cual hizo de buena gana, aunque habría podido observarse una leve sombra de desencanto en el semblante de milady Juana cuando oyó que se negaba la entrada al espléndido mozalbete.

Hubo una pausa, una especie de silencio de espera, que Tom no pudo comprender: Miró a lord Hertford, y éste le hizo un signo, pero el niño no lo entendió tampoco. Isabel acudió prontamente en su socorro, con su habitual soltura. Hizo una reverencia y dijo:

—¿Tenemos licencia de Su Gracia el príncipe, mi hermano, para retirarnos?

—Vuestras Señorías —contestó Tom—, pueden obtener de mí lo que gusten sin más que pedirlo; pero preferiría daros cualquier otra cosa que estuviera en mi poder antes que licencia para privarme de la luz y la bendición de vuestra presencia. Dios os guíe y sea con vosotras.

Al decir esto sonrió por dentro, pensando: —No en vano he vivido sólo entre príncipes en mis lecturas y he adiestrado mi lengua en sus pulidas y graciosas palabras.

Cuando salieron las ilustres doncellas, Tom se volvió fatigado a sus guardianes y dijo:

—¿Tendréis vuestras señorías la bondad de darme licencia para retirarme a un rincón a descansar?

Lord Hertford dijo:

—A Vuestra Alteza le toca mandarnos y a nosotros obedecer. Necesario es en verdad que tomes algún reposo, ya que pronto debes emprender el viaje a la ciudad.

Tocó una campanilla y se presentó un paje, a quien se dio orden de solicitar la presencia de sir William Herbert. Este caballero se presentó al instante y condujo a Tom a un aposento interior, donde el primer movimiento del mismo fue alcanzar una copa de agua; pero la tomó un servidor vestido de seda y terciopelo, que hincando una rodilla se la ofreció en una bandeja de oro.

Sentose después el fatigado cautivo y se dispuso a quitarse las zapatillas, después de pedir tímidamente permiso con la mirada; mas otro oficioso criado, también ataviado de seda y terciopelo, se arrodilló y le ahorró el trabajo. Dos o tres esfuerzos más hizo el niño por servirse a sí mismo; mas, como siempre se le anticiparon vivamente, acabó por ceder con un suspiro de resignación y diciendo entre dientes: «Maravíllame que no se empeñen también en respirar por mi» En chinelas y envuelto en suntuosa bata se tendió por fin a reposar, pero no a dormir, porque su cabeza estaba demasiado llena de pensamientos y la estancia demasiado llena de gente. No podía desechar los primeros, así que permanecieron; no sabía tampoco lo bastante para despedir a los segundos, así que también se quedaron, con gran pesar del príncipe y de ellos.

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