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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

El redentor (10 page)

BOOK: El redentor
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—Redentor.

—Sí, eso. Un redentor.

—Pero ese no es tu trabajo, Holmen.

—No, es trabajo de Dios. —Holmen miró al suelo y murmuró algo.

—¿Cómo? —preguntó Harry.

El hombre levantó la cabeza, pero tenía la mirada perdida, desenfocada.

—Pero cuando Dios no hace su trabajo, alguien tiene que hacerlo.

Una luz crepuscular de color marrón empañaba las luces amarillas. Ni siquiera a medianoche, cuando la nieve cubrió Oslo, se impuso una oscuridad total. Los sonidos estaban envueltos en algodón y el crujir de la nieve bajo las botas sonaba a fuegos artificiales remotos.

—¿Por qué no nos lo llevamos? —preguntó Halvorsen.

—No irá a ningún sitio, tiene algo que confesar a su mujer. Enviaremos un coche dentro de un par de horas.

—Menudo actor es este tipo.

—Ah, ¿sí?

—Sí, cuando le comunicaste la muerte de su hijo, ¿no lloró tanto que casi se le salen las tripas por la boca?

Decepcionado, Harry negó con la cabeza.

—Tienes mucho que aprender,
junior
.

Halvorsen se cabreó y dio una patada a la nieve.

—Ilumíname, ¡oh, gran sabio!

—Cometer un asesinato es un acto tan extremo que muchos lo reprimen y pueden guardarlo en su interior como una especie de pesadilla que apenas recuerdan. Lo he visto en más de una ocasión. No se dan cuenta de que no solo existe en su cabeza, sino que realmente ha sucedido hasta que alguien ajeno a todo ello lo dice en voz alta.

—Bueno. Pero es un tipo frío, como mínimo.

—¿No te diste cuenta de que el hombre estaba totalmente hundido? Lo más probable es que Pernille Holmen tuviera razón cuando dijo que Birger Holmen era el más cariñoso de los dos.

—¿Cariñoso? ¿Un asesino? —La voz de Halvorsen sonaba afilada por la indignación.

Harry puso la mano en el hombro del agente.

—Piensa un poco. ¿Acaso no es un último acto de amor? ¿Entregar a tu unigénito?

—Pero…

—Sé lo que piensas, Halvorsen, pero tienes que acostumbrarte. Este es el tipo de paradojas morales que dominarán tus días.

Halvorsen agarró el tirador de la puerta del coche, pero se había quedado atascado por el frío. En un ataque de ira súbita tiró con fuerza y la goma de la puerta se soltó de la carrocería emitiendo un chirrido.

Se sentaron en el coche, y Harry miró a Halvorsen, que giraba la llave de contacto con una mano mientras que con la otra se daba una fuerte palmada en la frente. El motor se encendió con un rugido.

—Halvorsen… —empezó Harry.

—De todas formas, el caso está resuelto y seguro que el jefe de grupo se alegrará —auguró Halvorsen girando justo delante de un camión que tocó el claxon. Le sacó el índice por el espejo—. Así que vamos a alegrar esas caras y salgamos a celebrarlo. ¿Qué te parece? —Bajó la mano y volvió a golpearse la frente.

—Halvorsen…

—¿Qué pasa? —le espetó.

—Aparca a un lado de la acera.

—¿Cómo?

—Ahora.

Halvorsen se acercó a la acera, soltó el volante y miró fijamente por el parabrisas con los ojos encendidos. Durante el tiempo que pasaron en casa de Holmen, las rosas formadas por la escarcha habían logrado adentrarse por el parabrisas como un ataque fulminante de hongos. La respiración de Halvorsen siseaba al ritmo del movimiento ascendente y descendente del pecho.

—Hay días en que este trabajo es una mierda —dijo Harry—. No permitas que pueda contigo.

—No —contestó Halvorsen, respirando aún con dificultad.

—Tú eres tú, y ellos son ellos.

—Sí.

Harry puso la mano en la espalda de Halvorsen y aguardó. Al cabo de un rato notó que la respiración de su colega se calmaba.

—Eres un tío fuerte —dijo Harry.

Ninguno de los dos dijo una palabra mientras, entorpecido por el tráfico de la tarde, el coche avanzaba a duras penas camino a Grønland.

7

M
ARTES, 15 DE DICIEMBRE

E
L ANONIMATO

Estaba en el punto más alto de Karl Johan, la calle peatonal más concurrida de Oslo, llamada así por el rey de Suecia y Noruega. Había memorizado el plano que encontró en el hotel y supo que el edificio cuya silueta asomaba por el oeste era el Palacio Real, y que en el lado este quedaba la Estación Central de Oslo.

Se estremeció.

En la parte superior de una pared brillaban los grados bajo cero en neón rojo. Cada soplo de aire, por mínimo que fuera, le recordaba a una era glacial que penetrara el abrigo de pelo de camello del que tan satisfecho se había sentido hasta ese momento, sobre todo teniendo en cuenta que lo había comprado en Londres a un precio curiosamente bajo.

El reloj que quedaba junto a los grados bajo cero indicaba las 19.00h. Se puso en marcha rumbo al este de la ciudad. Aquello tenía buena pinta. Estaba oscuro, había mucha gente y las únicas cámaras de vigilancia que veía se hallaban en el exterior de dos bancos, enfocadas a sus respectivos cajeros. Ya había descartado el metro como alternativa de retirada, dada la combinación del gran número de cámaras de vigilancia allí instaladas y la escasez de viajeros. Oslo era más pequeño de lo que había imaginado.

Entró en una tienda de ropa donde encontró un gorro azul por cuarenta y nueve coronas, y una chaqueta de lana por doscientas, pero cambió de opinión en cuanto se topó con un chubasquero fino que estaba a ciento veinte. Cuando entró en el probador para ver cómo le quedaba, descubrió que las pastillas desodorantes de París seguían en el bolsillo de la chaqueta, pulverizadas y parcialmente pegadas a la tela.

El restaurante se encontraba cien metros más abajo, en el lado izquierdo de la calle peatonal. Lo primero que constató fue que el guardarropa era de autoservicio. Bien, eso facilitaba las cosas. Entró en el restaurante. Estaba medio lleno. Parecía fácil de controlar: desde donde se encontraba podía ver todas las mesas. Un camarero se le acercó y reservó una mesa al lado de la ventana para las seis del día siguiente.

Antes de irse inspeccionó el aseo. No tenía ventanas. La única salida posible era la cocina. Podía valer. Ningún sitio resultaba perfecto y era poco probable que fuera a necesitar una vía alternativa de retirada.

Salió del restaurante, miró el reloj y se encaminó calle abajo a la Estación Central. La gente miraba al suelo o hacia otro lado. Era una ciudad pequeña pero poseía ese distanciamiento indiferente propio de una gran ciudad. Bien.

Volvió a mirar el reloj en el andén del tren de alta velocidad que iba al aeropuerto. Seis minutos desde el restaurante. El tren salía cada diez minutos y llegaba a y diecinueve. Así que estaría en el tren a las diecinueve veinte y en el aeropuerto a las diecinueve cuarenta. El vuelo directo a Zagreb salía a las veintiuna diez, y el billete lo llevaba en el bolsillo. A precio promocional de la compañía SAS.

Satisfecho, salió de la nueva terminal de tren, descendió por una escalera que se extendía bajo un techo de cristal que, al parecer, era la antigua zona de salidas, donde ahora había tiendas, y apareció en la plaza, «Jernbanetorget», ponía en el plano. En medio de la plaza había un tigre el doble de grande de lo normal, congelado con la pata en el aire, entre raíles de tranvías, vehículos y personas. Pero no vio la cabina telefónica que le había indicado la recepcionista. Al final de la plaza, al lado de la parada cubierta de autobús, había un grupo de personas. Se acercó. Varias charlaban con las cabezas encapuchadas muy juntas. Tal vez viniesen del mismo lugar, quizá fueran vecinos que esperaban el mismo autobús. Pero aquello le recordó otra cosa. Vio cómo se pasaban cosas de mano en mano, antes de que unos hombres enjutos se marcharan apresurados encorvando la espalda para protegerse del viento gélido. Y supo de qué se trataba. Ya había visto compraventa de heroína en Zagreb y en otras ciudades de Europa, pero en ningún sitio tan a la vista como allí. Enseguida supo lo que le evocaba todo aquello: las filas a las que él había pertenecido después de que se fueran los serbios. Le recordaba a los refugiados.

Por fin llegó un autobús. Era blanco y se detuvo un poco más allá de la parada. Las puertas se abrieron, pero nadie subió, aunque se apeó una chica vestida con un uniforme que él reconoció enseguida. El Ejército de Salvación. Aminoró el paso.

La chica se acercó a una de las mujeres y le ayudó a subir al autobús. Dos hombres las siguieron.

Él se paró y se quedó mirando. Una casualidad, pensó. Nada más. Se dio la vuelta. Y allí, en la pared de una pequeña torre con un reloj, vio tres teléfonos públicos.

Cinco minutos más tarde la llamó a Zagreb para decirle que, al parecer, todo iría bien.

—El último trabajo —repitió ella.

Y Fred le había dicho que en el estadio de Maksimir, en el descanso, los leones azules, el Dinamo de Zagreb, iban ganando al Rijeka por 1-0.

La llamada le costó cinco coronas. Los relojes de la torre indicaban las diecinueve veinticinco. Había empezado la cuenta atrás.

El grupo utilizaba la casa parroquial de la iglesia de Vestre Aker.

Se alzaban montones de nieve a ambos lados del camino de gravilla que conducía hasta la pequeña casa de hormigón, junto a la cuesta del cementerio. Había catorce personas sentadas en un local de reuniones sencillo con sillas de plástico apiladas a lo largo de las paredes y una mesa larga en el centro. Si uno hubiera entrado en la habitación por casualidad, quizá habría pensado que se trataba de una reunión de vecinos, pero ni las caras, ni la edad, ni el sexo ni la indumentaria revelaban a qué clase de comunidad pertenecían. La luz dura se reflejaba en las ventanas y en el suelo de linóleo. Los asistentes murmuraban bajito y manoseaban vasos de papel. Alguien abrió una botella de agua Farris, cuyo tapón emitió un siseo al ceder.

A las siete en punto una mano hizo sonar una campanilla al final de la larga mesa acallando el parloteo. Todos volvieron la vista hacia una mujer de unos treinta años. Ella les sostuvo la mirada firme y directa. Tenía los labios finos y aunque se los había pintado para suavizar su expresión, esbozaba una mueca severa. Llevaba el pelo largo y rubio sujeto con un pasador sencillo y sus grandes manos descansaban serenas y firmes sobre la mesa. Era lo que normalmente llamamos mona, es decir, que tenía unas facciones bonitas, pero no el encanto suficiente para calificarla de lo que se suele llamar guapa. Su lenguaje corporal mostraba un autocontrol y una fuerza subrayados por la firmeza de la voz que, de repente, inundó la frialdad de la sala.

—Hola, me llamo Astrid y soy alcohólica.

—¡Hola, Astrid! —contestó el grupo al unísono.

Astrid se inclinó sobre el libro que tenía delante y comenzó a leer.

—La única condición para ser miembro de A.A. es querer dejar de beber.

Mientras proseguía, las personas que había alrededor de la mesa y conocían de memoria los Doce Pasos movían los labios. En las pausas, cuando tomaba aliento, se oía cantar al coro de la parroquia que estaba ensayando en el piso de arriba.

—El tema de hoy es el Primer Paso —anunció Astrid—. Y trata de lo siguiente: «Admitimos que somos impotentes frente al alcohol, y que nuestras vidas se habían vuelto ingobernables». Puedo empezar y seré breve, ya que considero que he superado el primer paso.

Tomó aire y sonrió.

—Llevo siete años sobria y lo primero que hago cada día cuando me despierto es decirme a mí misma que soy alcohólica. Mis hijos no lo saben, ellos creen que su madre solía emborracharse muy fácilmente y que dejó de beber porque se enfadaba mucho cuando lo hacía. Mi vida necesita una dosis justa de verdad y otra de mentira para equilibrarse. Todo puede irse a la mierda, pero procuro vivir al día, evito la primera copa y en estos momentos estoy trabajando con el Undécimo Paso. Gracias.

—Gracias, Astrid —contestó el grupo, que aplaudió mientras el coro cantaba alabanzas desde el segundo piso.

Astrid señaló con la cabeza a un hombre alto de pelo rubio y corto que estaba a su izquierda.

—Hola, me llamo Harry —declaró el hombre con voz un tanto ronca. La delicada red de vasos sanguíneos que se extendía por su gran nariz testimoniaba una larga vida fuera de las filas de los sobrios—. Soy alcohólico.

—Hola, Harry.

—Soy bastante nuevo aquí, esta es mi sexta reunión. O la séptima. Yo no he acabado aún con el Primer Paso. Es decir, sé que soy alcohólico, pero creo que puedo controlarlo. Así que el hecho de que me encuentre aquí hoy es una especie de contradicción. Pero he venido porque le hice una promesa a un psicólogo, un amigo que se preocupa por mí. Insiste en que si puedo aguantar que se hable de Dios y de lo espiritual las primeras semanas, me daré cuenta de que funciona. Bueno, no sé si los alcohólicos anónimos se pueden ayudar a sí mismos, pero estoy dispuesto a intentarlo. ¿Por qué no?

Se volvió hacia la izquierda para indicar que había terminado. Pero antes de que el fragor de los aplausos cobrara fuerza, intervino Astrid.

—Creo que es la primera vez que dices algo en nuestras reuniones, Harry. Qué bien. Pero tal vez quieras contarnos un poco más, ya que has empezado.

Harry la miró. Los demás también, porque presionar a un miembro del grupo constituía una clara violación del método. Ella resistió la mirada de Harry. Él ya se había percatado de sus miradas en reuniones anteriores, pero solo le había devuelto el gesto en una ocasión. Entonces, al contrario que ahora, le dio un repaso visual completo, de arriba abajo y de abajo arriba. En realidad, le complacía lo que había visto, pero lo que más le gustó fue que, al volver arriba con la vista, comprobó que Astrid estaba visiblemente ruborizada. Y en la siguiente reunión, lo trató como si fuera aire.

—No, gracias —dijo Harry.

Aplausos vacilantes.

Harry la miró de reojo mientras hablaba la siguiente persona.

Después de la reunión, ella le preguntó dónde vivía y se ofreció a llevarlo a casa en el coche. Harry vaciló mientras, en el piso de arriba, el coro insistía en sus alabanzas al Señor.

Una hora y media más tarde ambos fumaban en silencio sus respectivos cigarrillos, contemplando el humo que teñía el dormitorio de azul. La sábana mojada de la estrecha cama de Harry aún estaba caliente, pero el frío de la habitación hizo que Astrid se subiese el fino edredón blanco hasta la barbilla.

—Ha sido maravilloso —dijo.

Harry no contestó. Pensó que tal vez no fuese una pregunta.

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