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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

El redentor (2 page)

BOOK: El redentor
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Más tarde, durante la oración de la cena, miró los ojos castaños de Robert y vio que formaba con los labios una palabra que ella no entendió, pero se echó a reír de todos modos. ¡Estaba loco! ¿Y ella…? ¿Lo estaba ella? Loca, ella también lo estaba. Loca. ¿Y enamorada? Sí, enamorada, exactamente. Y no enamorada como a los doce o trece años. Ahora tenía catorce, y todo era más serio. Más importante. Y más emocionante.

Sintió que la risa le ascendía otra vez, como burbujas, mientras yacía intentando atravesar el techo con la mirada.

La tía Sara gruñó y dejó de roncar bajo la ventana. Se oyó ulular a un animal. ¿Sería un búho?

Tenía que hacer pis.

Le daba pereza, pero tenía que hacerlo. Debía caminar sobre la hierba húmeda de rocío y pasar junto al granero que, de noche, estaba oscuro y totalmente transformado. Cerró los ojos, pero de nada le sirvió. Salió del saco de dormir, metió los pies en las sandalias y se encaminó de puntillas hacia la puerta.

Unas cuantas estrellas se dejaban ver en el cielo, pero volverían a desaparecer al cabo de una hora, cuando el sol saliera por el este. El aire fresco le acariciaba la piel mientras corría oyendo sonidos nocturnos cuya procedencia ignoraba, insectos que permanecían quietos durante el día, animales cazando. Rikard dijo que había visto zorros en la arboleda. O quizás eran los mismos animales que se movían durante el día, pero emitían sonidos diferentes. Cambiaban. Como si mudaran la piel.

La letrina quedaba apartada, sobre una pequeña colina que se alzaba tras el granero. Vio cómo iba aumentando de tamaño conforme se acercaba. La cabaña, sorprendente e inclinada, estaba hecha de tablones de madera sin pintar que, de tan viejos, se veían torcidos, agrietados y grises. Sin ventanas, solamente un corazón en la puerta. Pero lo peor de la letrina era que resultaba imposible saber si ya había alguien sentado allí dentro.

Y ella tuvo la firme sensación de que había alguien.

Tosió para que la persona que la estaba usando le advirtiese que estaba ocupada.

Una urraca alzó el vuelo desde una rama en la orilla del bosque. Por lo demás, todo estaba en calma.

Subió el peldaño de piedra. Agarró el taco de madera que hacía de picaporte y tiró de él. Entonces se desveló ante ella un espacio cavernoso.

Lanzó un suspiro. Había una linterna junto al asiento de la letrina, pero no la necesitaba. Corrió la tapa de la letrina antes de cerrar la puerta y echar el gancho. Se levantó el camisón, se bajó las braguitas y se sentó. En el silencio que siguió después, le pareció oír algo. Algo que no provenía de un animal, ni de la urraca ni de los insectos que habían abandonado el capullo. Algo que se movía rápidamente sobre la hierba alta que crecía tras la letrina. El ruido se acalló en cuanto empezó a caer el chorro. Pero el corazón ya había empezado a latirle con fuerza.

Cuando acabó, se subió rápidamente las braguitas y esperó en la oscuridad, aguzando el oído. Pero lo único que pudo distinguir fue un suave susurro entre las copas de los árboles y su propia sangre bombeándole en las sienes. Esperó hasta que se le reguló el pulso, quitó el gancho y abrió la puerta. La oscura silueta llenaba prácticamente todo el hueco. Había estado esperando en el peldaño, totalmente inmóvil. De pronto, se vio sobre el asiento del retrete con él de pie, inclinado sobre ella. Cerró la puerta tras de sí.

—¿Tú? —preguntó ella.

—Yo —respondió con una voz extraña, temblorosa y bronca.

Se abalanzó sobre ella. Los ojos le brillaban en la oscuridad. Le mordió el labio inferior hasta hacerla sangrar y coló una mano por debajo del camisón para quitarle las bragas con violencia. Y ella se quedó paralizada bajo el filo de la navaja que le quemaba la piel del cuello mientras él, cual perro en celo, la embestía con los genitales incluso antes de haberse quitado los pantalones.

—Una palabra, y te corto en pedazos —susurró.

Pero ella nunca pronunció una palabra. Porque tenía catorce años y estaba segura de que si cerraba los ojos con fuerza y se concentraba, podría ver las estrellas a través del techo. Dios tenía poder para hacer cosas así. Si Él quería.

2

D
OMINGO, 13 DE DICIEMBRE DE 2003

V
ISITA A DOMICILIO

Observó sus propios rasgos faciales en el reflejo de la ventanilla del tren. Trató de averiguar qué era, dónde estaba el secreto. Pero no vio nada especial por encima del pañuelo rojo, solamente una cara sin expresión con unos ojos y un cabello que, contra la pared del túnel entre Courcelles y Ternes, parecían tan negros como la noche eterna del metro. El diario
Le Monde
, que tenía en el regazo, anunciaba nieve, pero sobre él discurrían las calles de París todavía frías y desnudas bajo una capa de nubes impenetrable. Se le dilataron las fosas nasales al aspirar el olor débil pero inequívoco a cemento mojado, a sudor humano, a metal chamuscado, a agua de colonia, a tabaco, a lana mojada y a bilis, un olor que jamás lograron eliminar de los vagones.

La presión de aire de un tren que venía en dirección contraria hizo vibrar el cristal de la ventanilla, y la oscuridad se vio temporalmente remplazada por tenues cuadrados de luz que pasaban vacilantes. Se subió la manga del abrigo y miró el reloj, un Seiko SQ50 que un cliente le había entregado como pago parcial. Tenía el cristal rayado, así que no estaba seguro de que fuera auténtico. Las siete y cuarto. Era domingo, y el vagón solo iba medio lleno. Miró a su alrededor. La gente dormía en el metro, siempre lo hacía. Sobre todo, los días entre semana. Se relajaban, cerraban los ojos, dejando que el viaje diario se convirtiera en un espacio de nada, sin sueños, con la línea roja o azul del mapa del metro como un trazo mudo que unía trabajo y libertad. Había leído algo sobre un hombre que permaneció durante todo un día en el metro sentado en aquella postura, con los ojos cerrados, ida y vuelta, y cuando llegó la noche y se disponían a vaciar el vagón, se dieron cuenta de que estaba muerto.

Tal vez hubiese descendido a aquellas catacumbas precisamente con esa intención, para tener paz y trazar una línea azul entre la vida y el más allá en aquel ataúd de color amarillo pálido.

Él mismo estaba a punto de trazar una línea en sentido contrario. Hacia la vida. Quedaban el trabajo de esta noche y el de Oslo. El último trabajo. Y entonces, dejaría las catacumbas para siempre.

Se oyó el grito discorde de una alarma antes de que se cerrasen las puertas en Ternes. Volvieron a acelerar.

Cerró los ojos e intentó evocar ese otro olor. El olor a pastillas desodorantes para retretes, a orina fresca y caliente. El olor a libertad. Claro que, tal vez fuese cierto lo que dijo su madre, la maestra. Eso de que el cerebro humano puede reproducir, con todo lujo de detalles, una imagen grabada en la memoria de algo que se ha visto u oído, pero jamás puede recordar el olor más básico.

Olor. Las imágenes empezaron a desfilarle por la parte interior de los párpados. Tenía quince años y estaba sentado en el pasillo del hospital de Vukovar oyendo a su madre repetir la oración al apóstol Tomás, el patrón de los albañiles, rogando a Dios que salvara a su marido. También oyó el estruendo provocado por la artillería serbia que disparaba desde el río, y los gritos de aquellos a los que operaban en la sala de neonatos, donde ya no había bebés porque las mujeres de la ciudad habían dejado de dar a luz desde el asedio. Él había trabajado de chico de los recados en el hospital y había aprendido a no oír los sonidos, ya fuesen gritos o descargas de artillería. No sucedía lo mismo con los olores. Había uno que destacaba por encima de todos. Antes de hacer una amputación, los médicos debían cortar la carne hasta el hueso y, para que el paciente no se desangrara, utilizaban algo que parecía un soldador para quemar las arterias y cerrarlas. Y ese olor a carne quemada y a sangre no se parecía a ningún otro.

Un médico salió al pasillo y los invitó a pasar a su madre y a él con un gesto de la mano. Cuando se acercaron a la cama, no se atrevió a mirar a su padre; clavó la vista en la mano grande y morena que se aferraba al colchón, como si quisiera partirlo en dos. Y apostaba a que lo lograría porque aquellas manos eran las más fuertes de la ciudad. Su padre era torcedor de hierro, llegaba a las obras cuando los albañiles habían acabado su jornada, ponía sus grandes manos alrededor de los extremos de las barras de refuerzo que emergían del cemento y, con un movimiento rápido pero minuciosamente ensayado, torcía las barras de hierro para que quedaran enredadas. Había visto trabajar a su padre, como si estuviese retorciendo un paño. Hasta ahora, nadie había inventado una máquina que hiciera el trabajo mejor que él.

Cerró los ojos al oír a su padre gritando de dolor y de desesperación:

—¡Saca al chiquillo de aquí!

—Pero si él ha insistido…

—¡Fuera!

La voz del médico:

—¡Ya no sangra! ¡Empecemos!

Alguien lo cogió por las axilas y lo levantó. Él intentó resistirse, pero era muy pequeño, muy ligero. Entonces distinguió el olor. A carne quemada y a sangre.

Lo último que oyó fue la voz del médico otra vez:

—La sierra.

La puerta se cerró de un golpe a sus espaldas; él cayó de rodillas y retomó la oración allí donde la madre la había dejado. Sálvalo. Déjalo lisiado, pero sálvalo. Dios tenía el poder de hacer cosas así. Si Él quería.

Notó que alguien lo miraba, abrió los ojos y allí estaba, de vuelta en el metro. En el asiento que quedaba justo enfrente había una mujer con el mentón tenso y una mirada soñadora y cansada que se reavivó bruscamente al encontrarse con la suya. El segundero del reloj de pulsera se movía a sacudidas mientras él repetía la dirección para sus adentros. Se examinó a sí mismo. El pulso parecía normal. La mente despejada, pero no demasiado. No tenía frío ni sudaba, no sentía miedo ni júbilo, ni malestar ni placer. Empezó a reducirse la velocidad. Charles de Gaulle-Étoile. Echó un último vistazo a la mujer. Ella lo miró con atención, pero si volvía a verlo, aquella misma noche quizá, no lo reconocería.

Se levantó y se colocó junto a las puertas. Los frenos protestaron suavemente. Pastillas desodorantes y orina. Y libertad. Tan imposible de imaginar como un olor. Se abrieron las puertas.

Harry salió al andén y se quedó aspirando el aire caliente del sótano mientras releía el papelito con la dirección. Oyó que se cerraban las puertas y sintió en la espalda una ligera corriente de aire cuando el tren se puso otra vez en movimiento. Se encaminó hacia la salida. Un cartel de publicidad colgado sobre la escalera mecánica anunciaba que existían formas de evitar los catarros. Tosió a modo de respuesta, pensando «ni de coña». Metió la mano dentro del hondo bolsillo del abrigo de lana y encontró el paquete de cigarrillos bajo la petaca y la caja de pastillas Colostrum.

Le bailaba el cigarrillo entre los labios mientras cruzaba la puerta acristalada de salida, mientras dejaba atrás el calor húmedo y antinatural del metro de Oslo y subía corriendo la escalera hasta el frío y la oscuridad completamente naturales del mes de diciembre en Oslo. Se encogió automáticamente. La plaza de Egertorget. La pequeña plaza era un cruce de calles peatonales en el corazón de Oslo, si es que la ciudad tenía corazón en aquella época del año. Los comercios estaban abiertos ese domingo, ya que era el penúltimo fin de semana antes de Navidad, y la plaza estaba abarrotada de gente que se apresuraba de un lado a otro bajo la luz amarilla que emanaba de las tiendas situadas en los modestos edificios comerciales de cuatro plantas que la rodeaban. Harry miró las bolsas de regalos y se recordó a sí mismo que debía comprar algo para Bjarne Møller, ya que el día siguiente era su último día de trabajo en la Comisaría General. El jefe de Harry, y su más ferviente defensor en el cuerpo durante todos aquellos años, por fin había puesto en marcha su plan de reducción y, a partir de la semana siguiente, pasaría a ser investigador especial veterano en la comisaría de Bergen, lo que en la práctica significaba que Bjarne Møller podría hacer lo que le diera la gana hasta la jubilación. No estaba mal, pero ¿Bergen? Lluvia y montañas húmedas. Møller ni siquiera era de allí. A Harry siempre le había gustado Møller, pero no siempre le entendía.

Un hombre con un traje acolchado pasó caminando como un astronauta mientras sonreía y expulsaba vaho de unas mejillas rechonchas y sonrosadas. Espaldas vencidas por el frío y rostros que reflejaban el encierro del invierno. Harry vio a una mujer pálida con una chaqueta fina de cuero negro y con un agujero en el codo, que, junto a la relojería, daba pataditas de impaciencia en el suelo sin dejar de mirar a su alrededor, con la esperanza de localizar pronto a su camello. Sentado en el suelo, apoyado en la farola en una postura de yoga, con la cabeza inclinada como si estuviese meditando y con un vaso marrón de capuchino delante, había un mendigo de pelo largo y sin afeitar, pero con ropa juvenil, moderna y abrigada. Harry se había dado cuenta de que el número de mendigos había aumentado aquel último año y le daba la impresión de que todos se parecían. Hasta los vasos de papel eran los mismos, como si se tratara de un código secreto. Tal vez los extraterrestres estuvieran apoderándose de su ciudad, de sus calles, sin que nadie lo advirtiese. ¿Y qué? Venga, adelante.

Harry entró en la relojería.

—¿Puedes arreglarlo? —preguntó al joven que estaba plantado detrás del mostrador al tiempo que le daba un típico reloj de abuelo, que, precisamente, era el reloj de su abuelo. Se lo habían regalado cuando él era niño, en Åndalsnes, el día que enterraron a su madre. Se asustó un poco, pero su abuelo lo tranquilizó diciendo que los relojes de bolsillo eran algo que se regalaba y que él también tendría que acordarse de regalárselo a alguien.

—Antes de que sea demasiado tarde.

Harry se había olvidado por completo del reloj hasta aquel otoño, cuando Oleg fue a visitarlo al piso de la calle Sofie. Fue él quien, buscando la GameBoy de Harry, encontró el reloj de plata en un cajón. Y Oleg, que tenía nueve años, pero que hacía mucho que había derrotado a Harry en su pasión común, el Tetris, ese juego pasado de moda, se olvidó de la partida que tanta ilusión le hacía y se puso a arreglar el reloj, en vano.

—Está roto —dijo Harry.

—Bueno —repuso Oleg—. Todo tiene arreglo.

Harry esperaba de todo corazón que aquello fuese cierto, pero había días en que lo dudaba. Aun así, se preguntó si debía enseñarle a Oleg quiénes eran Jokke&Valentinerne, y su álbum titulado
Todo tiene arreglo
. Pensándolo mejor, Harry llegó a la conclusión de que a Rakel, la madre de Oleg, no le haría gracia ese panorama: que su ex novio alcohólico enseñara a su hijo canciones sobre un alcohólico, compuestas e interpretadas por un consumidor muerto.

BOOK: El redentor
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