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Authors: Douglas Preston y Lincoln Child

El relicario (9 page)

BOOK: El relicario
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Mientras avanzaba entre los gigantescos estantes, Margo dejó escapar un suspiro. Sabía que el inminente encuentro no sería agradable. Sy Hagedorn, administrador del Laboratorio de Antropología Física, era un hombre casi tan viejo y descarnado como los esqueletos que cuidaba. Él, Curly —el vigilante de la entrada del personal—, Emmaline Spragg —de Biología Invertebrada—y algún otro constituían el último vestigio de la vieja guardia del museo. Pese a la base de datos del museo, pese al moderno laboratorio provisto de la más avanzada tecnología que se hallaba al fondo de la Sala de los Esqueletos, Hagedorn se resistía obstinadamente a incorporar métodos de clasificación del siglo XX. Cuando Greg Kawakita, antiguo compañero de Margo en el museo, utilizaba el laboratorio como lugar de trabajo, tenía que soportar el cáustico desprecio de Hagedorn cada vez que abría su ordenador portátil. Kawakita, a sus espaldas, lo llamaba «Stumpy». Sólo Margo y algunos otros estudiantes de posgrado bajo la tutela de Frock sabían que el mote no aludía al diminuto tamaño de Hagedorn, sino a su afinidad con el
Stumpiniceps troglodytes,
un organismo especialmente anodino que pobló el fondo de los mares en el período carbonífero.

Al acordarse de Kawakita, Margo arrugó la frente con un súbito sentimiento de culpabilidad. Hacía unos seis meses Kawakita le había dejado un mensaje en el contestador automático, disculpándose por no haber dado señales de vida en tanto tiempo y anunciando que volvería a llamar al día siguiente a la misma hora porque necesitaba hablar con ella. Cuando el teléfono sonó nuevamente veinticuatro horas más tarde, Margo hizo ademán de descolgar pero se quedó inmóvil con la mano suspendida a unos centímetros del auricular. Al activarse el contestador no dejaron mensaje, y Margo retiró lentamente la mano, preguntándose qué extraño instinto le había impedido atender la llamada de Kawakita. Pero en realidad ya conocía la respuesta. Kawakita había formado parte de todo aquello junto con Pendergast, Smithback, el teniente D'Agosta e incluso el doctor Frock. Su programa de extrapolación les había permitido conocer mejor a Mbwun, la criatura que había sembrado el pánico en el museo y rondaba aún por las pesadillas de Margo. Por egoísta que pareciese, el último de sus deseos era hablar con alguien que le recordase innecesariamente aquellos espantosos días. Una actitud absurda, y más pensando que en ese momento se hallaba metida hasta el cuello en una investigación que…

Un súbito e impertinente carraspeo devolvió a Margo al presente. Al volverse, vio a su lado a un hombre de corta estatura y rostro apergaminado y surcado por innumerables arrugas. Vestía un raído traje de tweed.

—Me ha parecido oír que alguien merodeaba entre mis esqueletos —comentó Hagedorn con expresión ceñuda y los minúsculos brazos cruzados ante el pecho—. Usted dirá.

A su pesar, Margo notó que en su interior un creciente enojo sustituía a sus recuerdos. «Sus» esqueletos. Sí, desde luego parecían suyos. Conteniendo la indignación, sacó del bolso una hoja de papel.

—El doctor Frock quiere que suban estos especímenes al Laboratorio de Antropología Forense —dijo al entregarle la hoja a Hagedorn.

Echó un vistazo al papel, y su ceño se hizo aún más marcado.

—¿
Tres
esqueletos? —preguntó—. Eso es contrario a las normas.

«¡Anda y que te zurzan, Stumpy!», pensó Margo, y replicó:

—Es de suma importancia que dispongamos de los esqueletos inmediatamente. Si se requiere una autorización especial, sin duda la doctora Merriam se la dará.

La alusión a la directora surtió el efecto deseado.

—¡Ah, muy bien! Pero sigue siendo contrario a las normas. Acompáñeme.

La guió hasta un antiguo escritorio de madera, desportillado y lleno de marcas a fuerza de años de dejadez. Tras el escritorio —en hileras de pequeños cajones— estaban los archivos de Hagedorn. Consultó el primer número de la lista de Frock y recorrió los cajones de arriba abajo con un dedo fino y amarillento. Finalmente se detuvo, tiró del cajón, pasó rápidamente las fichas y extrajo una.

—1930-262 —leyó, y gruñó contrariado—. ¡Qué suerte la mía! Nada menos que en la fila más alta. Ya no soy lo que era, ¿sabe? La altura me da vértigo. —De pronto se interrumpió. Señalando un punto rojo en el ángulo superior derecho de la ficha, observó— Este esqueleto es uno de los especímenes médicos.

—Los tres lo son —repuso Margo. Si bien era obvio que Hagedorn esperaba una explicación, Margo guardó un inexorable silencio.

Por fin el administrador se aclaró la garganta, enarcando las cejas ante la irregularidad de la solicitud.

—Si insiste —dijo, dejando la ficha en el escritorio y empujándola hacia ella—. Firme ahí. Añada su extensión y departamento, y no olvide anotar el nombre de Frock en la casilla del «Supervisor».

Margo miró la cartulina mugrienta, con los bordes reblandecidos a causa del uso y el tiempo. «¡Qué raro!», pensó irónicamente. Es una ficha de biblioteca. En el encabezamiento, pulcramente escrito con mayúsculas, constaba el nombre del esqueleto: Homer Maclean. Ése era en efecto uno de los que había pedido Frock. Víctima de una neurofibromatosis, si Margo no recordaba mal.

Se inclinó para garabatear su nombre en la primera línea libre y de pronto se detuvo. Tres o cuatro líneas más arriba en la lista de solicitantes anteriores vio una desigual caligrafía que reconoció de inmediato: G. S. Kawakita, Antropología. Había pedido aquel mismo esqueleto para sus investigaciones cinco años atrás. No le sorprendió. A Greg siempre lo había fascinado lo insólito, lo anormal, la excepción a la regla. Quizá de ahí su atracción por el doctor Frock y su teoría de la evolución fractal.

Recordó que Greg era conocido entre otras cosas por practicar con su caña de pescar en aquella misma sala de almacenamiento, lanzando el cebo en los estrechos pasillos casi en todos los descansos. Cuando Hagedorn no estaba presente, por supuesto. Margo reprimió una sonrisa.

«Sólo me faltaba esto —pensó—. Esta misma noche buscaré el teléfono de Greg en la guía. Más vale tarde que nunca.»

Oyó un sonoro y vibrante resoplido. Levantó la vista y advirtió una mirada impaciente en los ojillos de Hagedorn.

—Basta con su
nombre
—dijo él con tono mordaz—. No necesito un poema lírico, así que no piense tanto, y acabemos de una vez.

10

La recargada y ancha fachada del club Polyhymnia se levantaba sobre una acera de la calle 45 Oeste, descollando su masa de mármol y arenisca como la popa de un galeón español. Sobre la marquesina, una estatua dorada de la divinidad que daba nombre al club, la musa de la retórica, se apoyaba en un solo pie en ademán de alzar el vuelo. Debajo, la puerta giratoria del club revelaba el ajetreo propio de la noche de un sábado; aunque sólo se permitía la entrada a los miembros de la prensa neoyorquina, eso incluía, como en una ocasión lamentó Horace Greeley, a «la mitad de ociosos juerguistas que vivían al sur de la calle Catorce».

Ya dentro, rodeado del inmutable mobiliario de roble del establecimiento, Bill Smithback se dirigió a la barra y pidió un Caol Ila sin hielo. Si bien el pedigrí del club le importaba poco, estaba muy interesado en el surtido único de whisky escocés expresamente importado. Al primer sorbo de whisky de malta, sintió su boca inundada por el humo de turba y el agua del lago Nam Ban. Lo saboreó por un largo momento y a continuación echó un vistazo alrededor, dispuesto a deleitarse con los gestos de enhorabuena y las miradas de admiración de sus colegas de la prensa.

La asignación de la crónica sobre la muerte de Pamela Wisher había sido una de las mayores oportunidades de su vida. En menos de una semana había colocado ya tres artículos en primera plana. Había logrado que las ambigüedades y vagas amenazas de Mephisto, el jefe de la gente sin hogar, sonasen incisivas y pertinentes. Esa misma tarde, cuando se marchaba del periódico, Murray se había acercado a él y le había dado una efusiva palmada en el hombro. Precisamente Murray, el director que nunca tenía elogios para nadie.

Fallida su inspección de la clientela, se volvió de nuevo hacia la barra y tomó otro sorbo de whisky. Era extraordinario el poder de un periodista, pensó. Incitada por él, la ciudad entera había puesto el grito en el cielo. Ginny, la secretaria de redacción, estaba ya abrumada por el volumen de llamadas en relación con la recompensa, y sería necesario incorporar a una telefonista dedicada exclusivamente a eso. Incluso el alcalde había expresado su indignación. La señora Wisher debía de estar satisfecha de su actuación. Smithback había acertado de pleno.

Una vaga sospecha de que la señora Wisher lo había manipulado con toda intención cruzó fugazmente su conciencia, siendo rechazada de inmediato. Tomó otro sorbo de whisky y cerró los ojos mientras descendía por su garganta como un sueño de un mundo mejor.

Una mano se posó en su hombro, y se volvió con manifiesto entusiasmo. Era Bryce Harriman, el cronista de sucesos del
Times
que cubría también el caso Wisher.

—¡Ah! —dijo Smithback con súbito desánimo.

—Te felicito, Bill —saludó Bryce sin retirar la mano del hombro de Smithback mientras se acodaba en la barra y golpeaba con una moneda el revestimiento de cinc. Dirigiéndose al camarero, dijo—: Una Killians.

Smithback asintió con la cabeza, pensando: «¡Dios santo, con tanta gente como hay en el mundo, y tener que tropezarme precisamente con este tipo!».

—Sí, señor. Muy sagaz. Debe de haberles encantado en el
Post
—dijo, haciendo una breve pausa antes de la última palabra.

—Pues sí, francamente —respondió Smithback.

—Tendría que darte las gracias, de hecho. —Harriman cogió su jarra de cerveza y bebió remilgadamente—. Me has dado una excelente idea para un artículo.

—¿En serio? —dijo Smithback sin interés.

—En serio. Explicar la causa por la que la investigación está estancada. Paralizada.

Smithback alzó la vista, y el periodista del
Times
asintió con aire de suficiencia.

—Desde el anuncio de la recompensa se ha producido una avalancha de llamadas absurdas. La policía no tiene más remedio que dar crédito a la mayoría. Y ahora pierden el tiempo con un millar de pistas falsas. Un consejo de amigo, Bill: no te dejes ver por la jefatura en una temporada, digamos unos diez años.

—No me vengas con ésas —repuso Smithback con tono airado—. Le hemos hecho un gran favor a la policía.

—No piensan lo mismo los policías con que yo he hablado.

Smithback volvió la cabeza y tomó otro sorbo de whisky. Estaba acostumbrado a las pullas de Harriman, el licenciado en ciencias de la información por la Universidad de Columbia que se creía un don del cielo para el periodismo. En cualquier caso Smithback mantenía aún buenas relaciones con el teniente D'Agosta. Eso era lo que contaba. Harriman no hacía más que decir tonterías.

—A propósito, Bryce, ¿cómo le ha ido al
Times
esta mañana en los quioscos? —preguntó—. Esta última semana el
Post
ha aumentado la tirada en un cuarenta por ciento.

—Ni lo sé ni me importa. A un verdadero periodista le tienen sin cuidado las ventas.

—Acéptalo, Bryce: me he llevado el gato al agua —replicó Smithback, aprovechando su ventaja—. Conseguí la entrevista con la señora Wisher, y tú no.

Smithback había puesto el dedo en la llaga. El rostro de Harriman se ensombreció. Probablemente su director se lo había echado ya en cara.

—Sí —dijo Harriman—. Sabe de qué pie cojeas, desde luego. Te hace comer en la palma de su mano. Entretanto la verdadera noticia se cuece en otra parte.

—¿A qué verdadera noticia te refieres?

—Por ejemplo, la identidad del segundo esqueleto. O incluso el actual paradero de los cadáveres. —Harriman apuró su cerveza con afectada despreocupación sin apartar la vista de Smithback—. ¿Acaso no sabías que los han cambiado de sitio? Estás muy ocupado charlando con chiflados en los túneles del ferrocarril, supongo.

Smithback miró a su colega con un supremo esfuerzo por disimular su asombro. ¿Era aquello una especie de falsa pista? Pero no. La fría mirada de Harriman tras sus gafas de concha era despectiva pero franca.

—Eso aún no lo he averiguado —contestó con cautela.

—No me digas. —Harriman le dio una palmada en la espalda—. Cien mil pavos de recompensa, ¿no? Eso cubriría tu salario de los próximos dos años. Si es que el
Post
no vuelve a hacer suspensión de pagos…

Soltó una carcajada, dejó un billete de cinco dólares en la barra y se marchó.

Smithback, irritado, lo observó alejarse. Así que los cadáveres no estaban ya en el depósito municipal. Debería haberse enterado por su cuenta. Pero ¿adónde los habían trasladado? No había habido preparativos para el funeral, ni entierro. Tenían que estar en algún laboratorio, un laboratorio mejor equipado que el del Instituto Forense. En un lugar seguro, no como las universidades de Columbia o Rockefeller, con estudiantes rondando por todas partes. Al fin y al cabo, se ocupaba del caso el teniente D'Agosta. Como Smithback bien sabía, el teniente era un hombre calculador. No tomaba decisiones precipitadas. ¿Por qué D'Agosta habría trasladado los cadáveres…?

D'Agosta.

De pronto imaginó —mejor dicho,
supo—
dónde se hallaban los esqueletos.

Tras acabarse el whisky, bajó del taburete y se encaminó hacia los teléfonos del vestíbulo por la elegante alfombra roja. Insertó una moneda en el primero y marcó.

—Curly, dígame —contestó una voz cascada a causa de la edad.

—¡Curly! —exclamó el periodista—. Soy Bill Smithback. ¿Qué tal va todo?

—Bien, doctor Smithback. Hace mucho que no lo veo por aquí.

Curly, el vigilante de la entrada del personal del Museo de Historia Natural, llamaba «doctor» a todo el mundo. Los príncipes nacían y morían, las dinastías ascendían y caían; pero Curly, como Smithback sabía, permanecería eternamente en su recargada garita de bronce comprobando la identificación de cuantos pasaban por allí.

—Curly, ¿a qué hora del miércoles por la noche llegaron las ambulancias ? Ya sabe, las dos que llegaron juntas. —Smithback hablaba deprisa, rogando que el anciano vigilante no supiese que después de publicarse su libro sobre el museo había empezado a ejercer el periodismo.

—A ver, déjeme pensar —dijo Curly con su habitual parsimonia—. Pues lo siento, doctor, pero no recuerdo nada de eso.

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