El Resucitador (23 page)

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Authors: James McGee

Tags: #Intriga

BOOK: El Resucitador
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«Polvo eres y en polvo te convertirás», pensó Hawkwood.

De los cuerpos cubiertos de ampollas de ambos fallecidos, pendían lo que parecían ser restos de trapo quemado, empero, supuso que bien podía tratarse igualmente de jirones de piel chamuscada. Hawkwood sintió cómo la bilis le subía a la garganta. Tragó saliva, decidido a que Quill no notara su reacción. No quería darle el gusto al doctor de descubrir que el estómago de Doyle no era el único de la habitación que padecía efectos secundarios.

Escuchó a Quill explicar las conclusiones de sus exploraciones. Dos cuerpos, un hombre, una mujer; el varón rozando la cincuentena, la mujer más vieja, quizá sobre los sesenta. Los dos habían quedado totalmente irreconocibles por las quemaduras.

—No es que murieran a causa del incendio, naturalmente —el cirujano miró a Hawkwood con expresión sugerente—. La mujer tiene la laringe aplastada, probablemente por estrangulamiento. El hombre presenta una rotura de clavícula y tiene el radio del brazo derecho astillado, la tibia de la pierna derecha rota y una fractura en el hueso frontal del cráneo. Yo diría que estas heridas corresponden a una caída desde gran altura.

A Hawkwood le vino una imagen a la mente. Volvió a ver la silueta de ropajes oscuros dibujada contra la ventana abierta del campanario girarse y arrojarse sobre las llamas. De allí al suelo había mucha distancia.

El porteador, Doyle, no había sido el único en tener una muerte agónica, pensó Hawkwood. Lo cual no quería decir que sintiera compasión. Hyde había matado al párroco y a una mujer de edad avanzada. El infierno, pensó Hawkwood, sería demasiado poco para aquel cabrón asesino.

Hawkwood contempló los cuerpos. La exploración y las conclusiones de Quill confirmaban que la investigación del asesinato del párroco había llegado a su fin. En todos los sentidos, la conclusión era definitiva.

«Entonces, ¿por qué no me convence del todo?», se preguntó Hawkwood.

El coronel Hyde, según el boticario Locke, era un hombre inteligente. A pesar de sus perturbaciones mentales, Locke incluso había admitido haberle consultado sobre cuestiones médicas en más de una ocasión. En cuanto a la muerte del párroco, todos los indicios apuntaban a que el coronel había tramado su fuga de Bethlem con una eficacia asesina. Era indudable que, en su locura, había sido metódico; si tal cosa era posible. Y sin embargo, tan pronto hubo logrado su objetivo, el coronel había puesto un fin espectacular a su corta libertad quitándose la vida por un sentimiento de culpa.

No tenía ningún sentido.

El magistrado jefe James Read aguardaba a Hawkwood con una mirada que podría calificarse de empatía.

—¿Sentido, dice? No estoy seguro de que haya mucho de eso en este caso concreto. El coronel tenía la mente claramente desquiciada. No se moleste en buscarle pies ni cabeza al tema. Dudo que se los encuentre. El hombre está muerto y el cirujano asignado por el juez de instrucción ha cumplido con su cometido. El juez de instrucción emitirá su veredicto. Por tanto, el caso está cerrado. Es hora de pasar página. Hay otros asuntos más apremiantes que requieren de nuestra atención.

Se encontraban en el despacho del magistrado jefe en Bow Street. James Read había adoptado su pose habitual, mirando de frente hacia la habitación, con el fuego abierto a sus espaldas. Read dirigió sus ojos a la ventana, frunciendo el entrecejo. Hawkwood le siguió la afligida mirada y comprobó que había comenzado a caer una fina aguanieve.

El magistrado dio la espalda a las inclemencias del tiempo con un aire de hastío en su afilada cara.

—¿Cómo va la investigación Doyle?

Hawkwood hizo una mueca.

—No tan bien como me gustaría. Nadie suelta prenda.

Se hizo un silencio en la habitación, interrumpido sólo por el lento y monótono tictac del reloj de la esquina y el crepitar de la leña ardiendo en el hogar.

—¿Qué hay de los hombres que le atacaron? ¿Ha reflexionado mejor sobre si podrían haber actuado siguiendo órdenes, y no por iniciativa propia? ¿Quizá tenga confidentes que puedan averiguar algo?

Se refería a Jago, pensó Hawkwood.

De repente, se oyó un chasquido seco proveniente de la chimenea. Read se sobresaltó alarmado. Hawkwood cayó en la cuenta de que al magistrado debía haberle saltado una chispa encima.

James Read se apartó con celeridad, sacudiéndose la parte posterior de la rodilla derecha.

—¡Señor Twigg!

La puerta se abrió con tal rapidez que Hawkwood sospechó que el secretario había estado fuera aguardando en vilo aquella llamada.

—¿Sí señor? —los ojos de Twigg parpadearon tras sus lentes cuando el magistrado se giró hacia él.

—Una pantalla para la chimenea, señor Twigg. Y antes de que acabe el día, se lo ruego. Este es el segundo calzón que estropeo en el mismo número de semanas.

El secretario obsequió al magistrado jefe con una mirada que parecía decir «ya se lo advertí».

—No debería ponerse tan cerca, su señoría.

La mirada que Read le dirigió a su secretario no tenía desperdicio. Hawkwood sospechó que Ezra Twigg era el único que podía salir indemne de comentario como aquél.

—Sí, bien, gracias por su aguda observación, señor Twigg; usted siempre directo al grano. Pero ¿se ocupará de ello? Creo que hay una pantalla en la cámara del magistrado titular de la planta de abajo, estoy seguro de que no pondrá ninguna objeción.

«Como si el pobre infeliz pudiera decir esta boca es mía», pensó Hawkwood.

Twigg asintió.

—Enseguida, señor.

El menudo secretario se marchó a hacer su recado, cerrando la puerta a su espalda, no sin antes cruzar una mirada con Hawkwood y alzar los ojos al techo.

Hawkwood se mordió la lengua.

—¿Iba usted a decir algo…? —preguntó Read, arrugando el ceño. Era evidente que sus ojos de lince habían detectado el cruce de miradas.

Hawkwood negó con la cabeza.

—Nada, señor.

—Muy bien. En ese caso —replicó Read secamente—, no quiero entretenerle. —El magistrado se aproximó hasta su escritorio, se sentó y cogió su pluma—. No olvide mantenerme al tanto de sus avances. Eso es todo. Puede irse.

Capítulo 10

—¡Por los clavos de Cristo, Maggsie! ¿Quieres dejar quieta esa maldita luz? ¡No veo ni torta!

Sawney le lanzó una dura mirada, lo cual era harto difícil, puesto que estaba de rodillas, con la cabeza pegada al suelo y el trasero apuntando hacia el cielo.

—Perdona, Rufus —susurró Maggett bajando un poco más la linterna.

Tres de los cuatro lados del mismo estaban totalmente ennegrecidos, lo que permitía dirigir el haz de luz de la vela hacia una dirección determinada. Además, las probabilidades de que lo detectaran ojos fisgones eran menores.

Sawney hizo un gesto de desaprobación con la cabeza ante la idiotez de su acompañante y prosiguió su inspección del camposanto. Los dos hombres que montaban guardia tras las anchas espaldas de Maggett observaban su proceder con nerviosa expectación.

Pasaban treinta minutos de la medianoche. Exceptuando a los cuatro hombres, el cementerio estaba desierto. La niebla ascendía por entre las torcidas y desmoronadas lápidas en forma de espirales fantasmagóricas, mientras que un fino y brillante manto de escarcha comenzaba ya a cubrir el suelo.

Sal se había encargado de las indagaciones preliminares para el trabajo. Existían varias formas probadas y demostradas de localizar cadáveres recientes, aunque la mayoría de las bandas se servía de informadores —sepultureros, asistentes parroquiales, funcionarios locales corruptos y similares— para que les avisaran de muertes inminentes o entierros recientes. En esta ocasión, la información recabada había sido por cortesía del encargado de la funeraria. Sal llevaba meses camelándose al imbécil, engañándolo y haciéndole creer que era un portento de hombre. Nunca debía subestimarse el poder de una chica guapa para sonsacar información bajo promesa de un breve magreo. La tentadora sonrisa de Sal y sus veladas insinuaciones de futuros deleites carnales habían dado su fruto. Gracias a aquel particular chiflado con la lengua muy larga, el cementerio de Saint Anne se encontraba entre la docena de fuentes que, visitadas alternativamente, habían resultado ser altamente rentables.

En esta ocasión habían tenido suerte. Necesitaban un cuerpo con urgencia.

Los cadáveres de las dos mujeres habían resultado insatisfactorios. Así se lo había hecho saber Dodd a Sawney cuando éste había entregado el pedido. Examinando los restos en silencio, el doctor había terminado por hacer un gesto negativo con la cabeza.

—Desafortunadamente, no son tan recientes como había dicho. La descomposición está demasiado avanzada para mis propósitos —Dodd había levantado la vista, dirigiéndole a Sawney una penetrante mirada—. Lo cual me hace sospechar que llevan circulando algún tiempo y constituyen un excedente del que desea desprenderse. ¿Me equivoco?

Sawney se sonrojó. Había valido la pena intentar encasquetarle los cadáveres de las mujeres al doctor. Simplemente no había funcionado, eso era todo. Sawney esperó a que se le viniera el cielo abajo pero, para su inmenso alivio, Dodd se mostró inesperadamente filosófico, aceptando el estado de los cadáveres con total ecuanimidad y lo que podría pasar por una ligera sonrisa.

—Vamos, Sawney, no hace falta que ponga esa cara tan larga. La espontánea naturaleza de su oferta demuestra iniciativa además de cabeza para los negocios, aún cuando el gesto haya sido digamos, ¿desacertado? En esta ocasión estoy dispuesto a dejar pasar el asunto. No obstante, confío en que me resarcirá con su
próxima
entrega.

Sawney no estaba demasiado seguro de lo que aquello significaba exactamente, pero asintió de todas formas puesto que no quería parecerle lento de reflejos. Suponía que Dodd pensaba que él no había cumplido su parte del trato. La cruz de plata continuaba candente en su bolsillo y, por el momento, Dodd no había recibido nada a cambio, aparte de dos cadáveres no deseados en rápido proceso de descomposición.

—¿Quiere que me deshaga de ellos? —le había preguntado Sawney.

Mejor mostrar buena voluntad, pensó, y quizá sacar algún dinero extra vendiéndoselos a alguien que no fuera tan puntilloso con su menos que inmaculado estado.

Sin embargo, tras examinar los cadáveres detenidamente, Dodd frunció los labios y respondió:

—Eso no será necesario, al menos por el momento. A pesar de que, como he dicho, se observa un grado importante de deterioro, una exploración más profunda podría revelar uno o dos órganos que sirvan todavía para un injerto.

Sawney no estaba demasiado seguro de lo que el doctor quería decir con
injerto
así que lo único que podía hacer era hacerse el entendido y confirmarle que cumpliría la primera parte de su acuerdo la noche siguiente. La próxima entrega, prometió Sawney, tendría una calidad mucho mayor. El doctor Dodd podía contar con ello.

—Oh, estoy seguro de que así será —replicó Dodd en voz baja—, sé que no se le ocurrirá caer en el mismo error
dos veces.

Sawney captó perfectamente lo que el doctor quería decir en ese momento. El énfasis, y por el tono del mismo, las posibles consecuencias quedaban bien claras. Razón por la cual se encontraba ahora en pleno camposanto, congelándose el trasero mientras intentaba que su cómplice mantuviera la luz quieta.

Sawney se puso rígido. Había estado a punto de pasarla por alto. Y así habría sido, si Maggett no hubiera dejado de hacer el gilipollas. Pero allí estaba, tan clara como la luz del día, atrapada por el haz de luz de la linterna: la señal.

Por sí solas, las bellotas no parecían fuera de lugar; tres insignificantes vainas, no muy distintas de otras miles que yacían sobre la cubierta vegetal desperdigadas por todo el cementerio, tan comunes como cagarrutas de conejo. Salvo que éstas estaban colocadas en línea recta, separadas la una de la otra por dos dedos, y a una brazada de distancia de la pequeña cruz de madera que señalaba la cabecera de la tumba. Sawney sabía que eran dos dedos y una brazada, porque lo había medido. Buen intento, pensó, aunque había gente que nunca aprendía.

No hacía falta que fueran bellotas; unas conchas hubieran servido igual de bien, o una piedra estratégicamente situada, un par de ramitas, o quizá una flor colocada en la tumba de una manera tal que permitiera detectar si se había producido alguna intromisión. Muchos parientes angustiados recurrían últimamente a esa práctica.

Un
amateur
no lo hubiera notado pero, gracias a su experiencia, Sawney sabía lo que tenía que buscar y cómo proceder.

Sawney recogió cuidadosamente las bellotas del suelo con la punta de los dedos, se las metió en el bolsillo y se puso en pie.

—Bien, vamos allá. ¡Y ligeritos, que no tenemos toda la puta noche!

Maggett depositó la linterna en el suelo y los hombres que estaban junto a él se acercaron de inmediato. Los dos portaban palas de madera de mango corto, cuyas hojas ovaladas parecían más bien herramientas para remar que para cavar. Sacó un rollo de lona de un saco que llevaba al hombro y lo extendió junto a la tumba, extrayendo de los pliegues internos varias arpilleras sueltas y dos ganchos de carnicero.

Soplándose las manos en un vano intento por generar algo de calor, Sawney echó una ojeada a su alrededor. El camposanto estaba acotado por todos sus flancos; al este por la iglesia, al norte y al sur por las fachadas traseras de viviendas. Al oeste se extendía el resto del cementerio, separado de la carretera al otro lado por un muro a la altura del hombro.

—Apártate, Maggsie —bisbiseó Sawney—, deja que los perros vean el maldito hueso.

Lemuel Ragg apoyó la pala contra su rodilla derecha y se escupió en la palma de las manos. Su hermano Samuel hizo lo mismo. Después, intercambiando sonrisas de complicidad, cogieron cada uno su herramienta y empezaron a traspasar tierra desde la tumba a la cubierta de lona.

Los hermanos Ragg se parecían en el aspecto y en su constitución física, y a menudo los habían tomado por gemelos, en cambio no lo eran. Lemuel era dos años mayor que su hermano. De pelo oscuro y piel cetrina, no eran ni altos ni musculosos, siendo ambos de menor estatura y tamaño que Sawney, aunque lo que les faltaba en altura y anchura lo compensaban con una cruda astucia. Si insultabas a uno de los Ragg insultabas a su hermano por defecto; el insensato que osara hacerlo se arriesgaba a sufrir las nefastas, normalmente fatales, consecuencias.

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