El Río Oscuro (16 page)

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Authors: John Twelve Hawks

BOOK: El Río Oscuro
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—Cuando termine, querré el dinero.

—No te preocupes, tío. Te lo prometo. —Le dio una palmada en la espalda—. Desde luego, ¡eres un tío con un par!

El mono rojo de Cutter brillaba bajo las luces de seguridad. Se acercó a Gabriel y lo saludó con la cabeza.

—Así que eres estadounidense...

—Pues sí.

—¿Y sabes lo que es un «plaf»?

Jugger parecía molesto.

—Déjalo en paz, tío. Estamos a punto de empezar.

—Solo quiero echarle una mano. Enseñarle a nuestro primo estadounidense —se volvió hacia Gabriel-que un «plaf» es cuando no sabes lo que estás haciendo y te caes desde lo alto de una azotea.

Gabriel lo miró fijamente a los ojos.

—Siempre existe la posibilidad de caerse. La cuestión es: ¿piensas en ello? ¿O eres capaz de apartarlo de tu mente?

Cutter torció el gesto, pero controló su miedo y escupió en el suelo.

—¡Se acabaron las apuestas! —dijo una voz—. ¡Se acabaron las apuestas!

La multitud se apartó, y Mash apareció ante los corredores.

—Esto está pasando porque Manchester lanzó un desafío a las pandas de Londres. Que gane el mejor corredor y toda esa mierda que suele decirse. Pero recordad que lo que hacemos es algo más que correr. La mayoría de vosotros sabéis que ni verjas ni muros nos detendrán. La Gran Máquina no puede detectarnos. Nosotros trazamos nuestro propio mapa de esta ciudad.

Mash alzó el brazo.

—Uno, dos...

Cutter cruzó la calle a toda velocidad, y los demás lo siguieron. Las puertas de hierro forjado tenían un diseño de flores y parras, y Gabriel trepó por ellas utilizando los huecos como asideros y escalones.

Cuando llegaron a lo alto de la puerta, el ágil Ganji se deslizó entre la marquesina y el muro. Cutter lo imitó, seguido de Gabriel y Malloy. Las zapatillas golpearon sonoramente el plástico transparente, y la marquesina tembló. Gabriel se agarró a uno de los barrotes que sobresalían de la pared. Era delgado como una cuerda y difícil de aferrar.

Mano sobre mano, con el cuerpo colgando del barrote de hierro, Gabriel trepó. Cuando llegó al final del barrote, halló un espacio de apenas un metro entre la escuadra y lo alto del pretil de piedra que coronaba la fachada.

«¿Cómo se supone que voy a subir?», se dijo. «Es imposible.»Miró a su izquierda y vio a los otros tres corredores intentando culminar el difícil paso hasta el tejado. Malloy era el que tenía los brazos más fuertes. Se balanceó para situarse en lo alto del barrote, mirando hacia abajo. Luego, sujetándose con fuerza, cambió el peso a la parte inferior del cuerpo. Cuando sus pies estuvieron en la posición adecuada, soltó el barrote e intentó agarrarse a lo alto de la fachada, pero falló. Cayó sobre la marquesina y rodó, pero logró asirse al borde y se detuvo. Vivo todavía.

Gabriel se olvidó de los demás y se concentró en sus propios movimientos. Imitando la estrategia de Malloy, se balanceó hasta que consiguió poner los pies en el inclinado barrote, con las manos un poco más arriba. A continuación, se encorvó como si estuviera encerrado en un espacio muy estrecho, apoyó todo el peso del cuerpo en los pies y se lanzó hacia arriba. Se agarró al borde de la piedra blanca de la fachada, un pequeño murete que recorría el perímetro de la azotea. Utilizando toda la fuerza de sus brazos, consiguió izarse y pasar por encima.

El tejado de pizarra del mercado de Smithfield se extendía ante él como un camino oscuro y gris. El cielo nocturno estaba despejado; las estrellas eran precisos puntos de luz azulada. La mente de Gabriel empezó a deslizarse hacia la conciencia del Viajero, y observó la realidad que lo rodeaba como si fuera una imagen en una pantalla.

Cutter y Ganji pasaron corriendo junto a él, y Gabriel volvió al instante presente. Las tejas sueltas de pizarra chasqueaban mientras seguía a sus oponentes. Unos segundos más tarde llegó al primer cruce: un vacío de diez metros abierto por la calle que dividía el edificio. Arcos de cemento cubiertos por planchas de fibra de vidrio comunicaban los dos edificios, pero la fibra de vidrio parecía demasiado delgada para soportar su peso. Avanzando como un funambulista, atravesó paso a paso el arco y llegó al otro lado. Cutter y Ganji le estaban sacando ventaja. Gabriel observó las estrellas, a lo lejos, y sintió como si estuvieran corriendo hacia el negro abismo del espacio.

En la segunda calle, las planchas de fibra habían sido arrancadas; los tejados solo estaban unidos por los arcos de cemento. Gabriel recordó lo que Ice le había dicho y se concentró en sus pies; se esforzó por no mirar más allá, hacia la calle, donde un grupo
defree runners
observaba cómo cruzaba.

Gabriel se sentía relajado y se movía con facilidad, pero estaba perdiendo la carrera. Tuvo que detenerse y atravesar un tercer conjunto de arcos. Más adelante, observó cómo Cutter y Ganji saltaban sobre una inclinada plataforma de metal que sobrevolaba Long Lañe a modo de marquesina hasta casi tocar la fachada de ladrillo del edificio que en su día había sido el matadero del mercado.

Cutter había cruzado todo el tejado a la carrera. De pronto se mostró cauteloso y pasó a la plataforma caminando lentamente. Ganji, que iba unos cuatro metros por detrás, decidió ganarse la delantera: saltó sobre la parte izquierda de la plataforma, corrió tres pasos y perdió pie. Rodó cuesta abajo y gritó cuando sus piernas colgaron en el vacío, pero logró aferrarse al canalón.

Ganji quedó colgando en el vacío. Abajo su panda le gritaba que aguantara, que subirían y lo salvarían. Pero Ganji no necesitaba su ayuda. Consiguió auparse lo suficiente para pasar primero una pierna por encima del canalón hasta la resbaladiza plataforma y después el resto del cuerpo. Cuando Gabriel llegó hasta allí, el f
ree runner
estaba tumbado boca abajo. Empujándose con la punta de los pies y reptando con las manos, Ganji logró ponerse a salvo.

—¿Estás bien? —gritó Gabriel.

—¡No te preocupes por mí! ¡Sigue adelante! ¡Orgullo londinense!

Cutter iba por delante de Gabriel, pero su ventaja se esfumó en la plana terraza del matadero. Corrió de un lado a otro buscando una salida de incendios o una escalerilla de seguridad que pudiera llevarlo hasta la calle. En la esquina sudoeste, saltó un murete, se agarró a una cañería de desagüe y se quedó colgando en el aire. Gabriel corrió hasta la esquina y se asomó. Cutter estaba deslizándose por el tubo centímetro a centímetro, controlando el descenso con el canto de la suelas de sus zapatillas. Cuando vio a Gabriel, se detuvo un segundo.

—Siento lo que te dije antes de la salida. Solo pretendía ponerte nervioso.

—Lo entiendo.

—A Ganji le ha ido de un pelo. ¿Está bien?

—Sí. Está bien.

—Londres lo ha hecho bien, colega, pero esta vez ganará Manchester.

Gabriel imitó a Cutter y empezó a bajar por la cañería. Cutter ya estaba apartando con los brazos las ramas de unos arbustos, hasta que por fin consiguió llegar a tierra.

En cuanto su adversario puso un pie en la calle, Gabriel decidió correr un riesgo: se empujó lejos de la pared, soltó la tubería y se lanzó a una caída de seis metros sobre los arbustos. Las ramas crujieron y se partieron, pero lo frenaron y él aprovechó la inercia para rodar de lado y ponerse en pie de un salto.

Unos cuantos corredores habían aparecido por la zona como grupos de curiosos que observaran un maratón urbano. Cutter estaba haciendo alarde de sus habilidades corriendo a lo largo de una hilera de coches aparcados. Subía de un salto al capó de un coche, dos pasos más y saltaba al techo del otro, caía en el maletero de otro y brincaba hasta el siguiente. Las alarmas de los vehículos empezaron a saltar y sus aullidos resonaron en la calle. Cutter gritó: «¡Viva Manchester!» y alzó los brazos en señal de triunfo.

Entretanto, Gabriel corría en silencio por los adoquines. Cutter no vio que su adversario estaba acortando la distancia entre ellos. Se encontraban al principio de Snow Hill, la estrecha calle que conducía a la iglesia de Saint Sepulchre-without-Newgate, tras la que se alzaba la ominosa silueta del Old Bayley, el viejo tribunal penal. Cutter dio una voltereta por encima de un coche y vio a Gabriel. Sorprendido, echó a correr calle arriba. Cuando ambos se hallaban a unos ciento ochenta metros de la iglesia, Cutter fue incapaz de controlar su miedo. Empezó a mirar por encima del hombro y se olvidó de todo menos de su adversario.

Un taxi de Londres negro salió de las sombras y dobló la esquina. El conductor vio el mono rojo y clavó los frenos. Cutter dio una voltereta en el aire para esquivarlo, pero sus piernas chocaron contra el parabrisas del coche, y el impacto lo arrojó al suelo y rodó como un monigote.

El taxi se detuvo entre chirridos, y la panda de Manchester llegó corriendo, pero Gabriel siguió calle arriba y saltó la valla que daba al desierto jardín de la iglesia. Se detuvo y apoyó las manos en las rodillas e intentó recobrar el aliento. Un
free runner
en la ciudad.

Capítulo 14

Maya caminó por East Tremont y giró en Puritan Avenue. Justo al otro lado de la calle se hallaba su escondite: el Tabernáculo del Bronx de la Divina Iglesia de Isaac T. Jones. Vicki Fraser se había puesto en contacto con el párroco, y este había permitido que los fugitivos permanecieran en la iglesia hasta que idearan un nuevo plan.

A pesar de que Maya habría preferido salir de Nueva York, la zona de East Tremont del Bronx era mucho más segura que Manhattan. Era un barrio obrero bastante dejado, con las típicas calles donde no hay tiendas importantes y solo unos pocos bancos. En East Tremont también había cámaras de vigilancia, pero era difícil esquivarlas. Las cámaras del gobierno vigilaban parques y escuelas; las privadas estaban en el interior de las tiendas de vinos y licores, enfocadas claramente hacia la caja.

Hacía tres días que Maya y Alice habían escapado del mundo subterráneo de la terminal de Grand Central. De haber sido por la mañana, quizá se habrían tropezado con equipos de trabajadores, pero era de madrugada, y los túneles estaban oscuros, fríos y desiertos. Las cerraduras y los candados de las puertas eran modelos estándar y no fueron rival para Maya y su pequeña colección de ganzúas. Contaba además con el generador de números aleatorios que llevaba colgado al cuello. Cuando llegaba a un desvío, apretaba el botón del artilugio y escogía una dirección en función del número que aparecía en la pantalla.

Pasaron bajo las calles de Midtown y siguieron los túneles del metro que se dirigían hacia el oeste de Manhattan. Cuando emergieron a la superficie, era un nuevo día. Alice no había comido, ni bebido, ni dormido desde que salieron del
loft
, pero la muchacha había permanecido a su lado. Maya paró un taxi y pidió al taxista que las llevara al parque de Tompkins Square.

Antes de acercarse al monumento de los Niños más puros, se aseguró de que nadie las estaba esperando. Una sensación desagradable —algo parecido al miedo-la invadió. ¿Y si Gabriel había muerto? ¿Y si la Tabula lo había capturado? Se arrodilló en el frío pavimento y leyó el mensaje: G A Londres. Sabía que Gabriel necesitaba encontrar a su padre, pero en ese momento su decisión le pareció casi una traición. Thorn tenía razón: un Arlequín nunca debía vincularse emocionalmente con un Viajero.

Cuando salió del parque, vio que Alice, de pie junto al taxi, le hacía señas frenéticamente con la mano. Aquel acto de desobediencia por parte de la muchacha le molestó, hasta que se dio cuenta de que Hollis y Vicki acababan de llegar en otro taxi.

Preguntaron dónde estaba Gabriel y explicaron que ellos le habían perdido la pista y que, cuando por fin salieron del metro, se refugiaron en un hotel fuera de la Red, en Harlem. Ninguno de los dos dijo nada de lo que había ocurrido en el hotel, pero Maya intuyó que el guerrero y la virgen se habían convertido finalmente en amantes. La timidez de Vicki ante Hollis había desaparecido por completo. Sus contactos en el
loft
de Chinatown habían sido siempre fugaces, pero en esos momentos ella lo cogía de la mano o del brazo, como reafirmando el vínculo que los unía.

El Tabernáculo del Bronx de la Divina Iglesia de Isaac T. Jones era un nombre muy rimbombante para un par de habitaciones alquiladas encima del Happy Chicken Restaurant. Maya cruzó la calle, se acercó a las empañadas ventanas del establecimiento y vio a dos aburridos cocineros montando guardia ante los fogones. La noche anterior había comprado allí la cena en aquel local de comida para llevar y había descubierto que la carne no estaba solo cocinada, sino que la habían congelado, descongelado, cortado, golpeado con mazos y frito hasta cubrirla con una costra crujiente.

A pocos metros del restaurante había una puerta que conducía al tabernáculo. Maya la abrió y subió por la empinada escalera. Una fotografía enmarcada del profeta Isaac T. Jones colgaba sobre la entrada, y Maya utilizó otra llave para entrar en una estancia llena de bancos dispuestos en hileras. El púlpito para el orador y el estrado de los músicos de la iglesia se hallaban al fondo de la sala. Justo detrás del pulpito había unas ventanas que daban a la calle.

Hollis había empujado algunos bancos contra la pared, y sus desnudos pies hacían crujir el suelo de madera mientras ejercitaba una serie de movimientos que constituían la base de las artes marciales. Mientras tanto, Vicki estaba sentada en uno de los bancos con un ejemplar de
Las cartas escogidas de Isaac T. Jones.
Hacía ver que leía, pero con el rabillo del ojo lo observaba lanzar patadas y puñetazos al aire.

—¿Qué tal ha ido? —preguntó Vicki—. ¿Encontraste el cibercafé?

—He acabado en una heladería Tasti D-Lite de Arthur Avenue. Tenían cuatro ordenadores con acceso a internet.

—¿Has podido contactar con Linden? —preguntó Hollis.

Maya miró alrededor.

—¿Dónde está Alice?

—En el cuarto de los niños —contestó Vicki.

—¿Qué está haciendo?

—No lo sé. Hace un rato le preparé un sándwich con crema de cacahuete y mermelada.

Los servicios religiosos de la iglesia duraban casi toda la mañana del domingo, de modo que el tabernáculo disponía de una habitación contigua con juguetes para los más pequeños. Maya se acercó y miró por la ventana. Alice había desplegado una bandera de la iglesia sobre una mesa y la había rodeado de todos los muebles que había en la habitación. La Arlequín supuso que la muchacha estaría sentada en el oscuro centro de su improvisado fortín. Si la Tabula irrumpía en la iglesia, tardarían un poco más en localizarla.

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