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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (10 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Discutíamos mucho, casi siempre por el orden de prioridades que teníamos; definitivamente diferentes. Ernesto dejó de jugar con nuestros hijos y de paso conmigo. Huía cada vez que tenía oportunidad. Mantenía conversaciones telefónicas con cuchicheos o se iba al portal a hablar desde su móvil. No me daba explicaciones y yo no se las pedía. Mi trabajo, y por ende mis ingresos, siempre estaban sujetos al azar. Teníamos todavía pendientes ortodoncias, estudios y la hipoteca de la casa con el puñetero euríbor, que era como el monstruo de las galletas. Era el trabajo de Ernesto el que soportaba el peso de la economía familiar. Me preocupaba, además de nuestros ingresos, la tenacidad que mostraba Ernesto en huir del hogar, sus llamadas, y que tuviera la costumbre de necesitar sentirse adulado por alguna mujer cada vez que el mundo se le venía abajo. Algo se tambaleaba definitivamente. Y estaban nuestros hijos. Los planes de futuro que teníamos diseñados para ellos. Dejarlos en el camino con el suficiente equipaje para que pudieran emprender sus vidas. Me obsesionaba pensando en la juventud de Marina, que todavía no había comenzado la universidad, en el final de los estudios de Diego, en los idiomas... En lo que costaba todo aquello.

Juan, mi hijo mayor, es fotógrafo. Es reservado e íntegro. Un chico extrañamente sólido para los tiempos que corren. Siempre mantuvo una cierta lucha con su padre, que se empeñaba en que se pareciera a él, empujándolo a deportes, aficiones y gustos que a Juan no le interesaban. Naturalmente, perdió la batalla y de paso la perdimos todos porque Juan se fue a estudiar a Alemania y allí se ha quedado por el momento. Malvive y persigue vivir de su profesión. Mira el mundo a través de la lente de su cámara y capta el alma sin que se la muestren. Cada mes le ingreso un dinero que nunca me pide pero que no rechaza, y de tiempo en tiempo, le mando un billete porque me muero de ganas de abrazarlo.

Diego, el segundo, se parece a su padre. Sabe envolverte para conseguir de ti lo que él quiera y, en ese momento, quería hacer un máster en Londres. A Marina le tenían que poner un aparato de ortodoncia cuyo costo y mantenimiento podía pagar la hipoteca de la casa de su dentista. Por la noche tenía malos pensamientos. Me planteaba si yo sería capaz de mantener sola mi propio hogar. Daba vueltas en la cama y acababa en el sofá; viendo un programa de televisión en el que un italiano te vendía un aparatito que lo trituraba todo y era capaz de extraer el zumo de la pata de una silla. Daba igual que cambiaras de canal. Todos los mercachifles estaban trabajando a esas horas. Un americano de cabello pajizo y tupé anticuado manejaba los cuchillos como si fueran mágicos, te daba unas argumentaciones que tenías tentaciones de comprar uno de ellos que cortaba el hielo, y que a esas horas, trastornada como estaba, me parecía imprescindible.

Esos eran más o menos mis pensamientos cuando Mateo salió a mi encuentro y me tendió una mano firme y delgada; al tiempo que me regalaba una sonrisa cauta en su cara de intelectual bronceado. Olía maravillosamente y por un instante tuve la sensación de que lo conocía de siempre, de toda la vida, de toda mi vida y un leve, levísimo aviso recorrió mi espalda.

—¿Puedo tutearte, Carmela?

Pantalón beis tipo chino, camisa azul celeste de algodón Oxford, con camiseta blanca como los cachas marines de las pelis. (Voy a describirlo como si fuera una afamada escritora americana, siempre quise hacer esto.) Zapatos marrones deportivos tipo Timberland, un cinturón del mismo color.

—Naturalmente...

En la butaca que había a su lado descansaba un periódico además de una chaqueta negra de hilo con pinta buenísima. No tenía nada que ver con el latinoamericano peinado a lo Donald Trump que había imaginado. Gracias a Dios.

—Voy a presentarme en condiciones. Soy Mateo, el hijo de Ángel Martínez-Lezo. Estoy encantado de conocerte y de estar en esta ciudad que tenía tantas ganas de visitar...

Tenía un acento que no acababa de identificar. Harvard... México... faltaba algún ingrediente. Se quitó sus gafas de montura plateada, redondas, de profesor de universidad. Se frotó los ojos. Parecía cansado. Cansado y muy atractivo. Me pregunté cuánto tiempo hacía que no paladeaba la sensación de sentir que estaba frente a un hombre que me gustara.

«El levísimo aviso» debía de ser aquello. Lo había leído en una revista. Un artículo que decía que varias universidades americanas estaban empeñadas en descubrir los secretos «químicos» del deseo. Las hormonas, de las que desgraciadamente no habíamos oído hablar cuando éramos jóvenes, tenían ahora un papel predominante en la vida. Por aquel artículo supe que existía la dopamina, las feromonas, por supuesto, la feniletilamina, la serotonina, etc. Algunas de estas sustancia hacían que deseáramos tener sexo y no dependía de que el que teníamos delante fuera rubio o moreno sino de que nuestra estimulación hormonal decidiera el encuentro sexual. Luego ya lo de liarte la manta a la cabeza, la fidelidad, la familia y todo lo demás estaba en proceso de investigación porque no parecía haber unanimidad en el criterio. Y no era de extrañar. No suele haber unanimidad de criterio cuando el lío es tan gordo como formar una familia con hijos, perro, hipoteca...

Aparté como pude los pensamientos hormonales, de los que quería saber más. No era el momento.

Mateo rompía el hielo y señalaba el periódico. Estaba leyendo algo de aquel huracán que había dejado a los americanos con el culo al aire.
Katrina
había movilizado soldados y portaviones, pero la gente de Luisiana y Misisipi no tenía agua. Yo asentía, todavía sin mostrar nada de mí. Conteniendo cualquier gesto que me revelara.

Del huracán pasamos a Bilbao, al cambio que había experimentado la ciudad. Y del Guggenheim y el arte pasamos finalmente a su padre.

—Mi padre murió hace unos meses. —Mateo sonrió con una cierta amargura—. Estuvimos juntos menos tiempo del que hubiéramos querido, pero conseguimos desarrollar un poderoso vínculo. No quiero alargarme demasiado en nuestro primer contacto haciéndote una relación pormenorizada de las características personales de mi relación paterno-filial. No quiero ahuyentarte.

—De ninguna manera. Es indispensable por lo que nos ocupa. Una biografía, según me dijiste en nuestra conversación telefónica.

—Sí, eso es. Pretendía darte un pequeño esbozo de la situación. Mi padre se enferma, me comunica que no le queda demasiado tiempo, y me pide, bueno, me arranca una promesa... Quería que alguien escribiera su biografía y que lo hiciera bien. Me dio tu nombre.

—¿Cómo es posible que tu padre me conociera... en México? Me parece extraño. No es que dude, pero no sabía que mi fama podía llegar a ese país. No he realizado trabajos tan importantes. Mi actividad se ha ceñido a un ámbito... digamos pequeño.

—No te podría decir... Desconozco cómo supo de tu trabajo mi padre.

Mateo arrugó el entrecejo. Había tensión en el ambiente. Era normal que en un primer momento la conversación no fluyera espontánea. Cuesta ordenar la jerarquía de los deseos. Se quiere que sobresalga aquello, que se oculte esto, que no parezca trascendental aquello otro. En mi cabeza, sobrevivía la perplejidad de que aquel hombre me hubiera elegido. Repasé mentalmente las biografías escritas hasta ese momento: cinco. Tres de ellas eran tan locales que era imposible que hubiera trascendido mi trabajo. Las otras dos... Quizás a través de algún contacto... Era imposible averiguar la trayectoria. El padre de aquel hombre había muerto y el no parecía conocer los motivos que le llevaron a seleccionarme. De cualquier modo y teniendo en cuenta aquella fragilidad de narración inicial, mi cabeza advirtió una inseguridad, un algo indefinible que me llenó de prevención.

Me ceñí al guión y dejé de mirar sus ojos azules. Me centré en lo que me preocupaba. Era la primera vez que alguien me encargaba la biografía de una persona que no podría contarme su trayectoria de viva voz. Le transmití mis temores. Me tranquilizó diciéndome que sería él quien ocuparía el lugar de su padre; él sería su voz. Tenía mucha documentación que, caso de ponernos de acuerdo, me enviaría a la mayor brevedad.

—Y... perdóname, pero hay una pregunta que hago siempre a quien requiere mis servicios. —Traté de escoger las palabras más adecuadas—. En este caso no está el interesado, y me parece importante.

—Dime.

—¿Qué tipo de biografía quieres que escriba?, ¿Una narración digamos periodística? ¿Quieres que se omita algo, o que se añada fantasía? ¿Tienes unos lectores determinados que esperan? ¿Vas a publicarla con alguna editorial determinada? ¿Vas a hacer una edición limitada para ti?

Mateo levantó la mano pidiendo que parara aquel torrente de sugerencias. Luego sonrió y mirándome con clemencia añadió:

—Si quieres que te diga la verdad, no lo he pensado. De momento, lo único urgente era encontrarte, presentarme a ti y comunicarte que quiero que escribas la biografía de mi padre porque él así lo quiso.

No me decía la verdad. Hubiera apostado cualquier cosa. Pero no dije nada. Aplacé en mi cabeza la voluntad de lanzarme a mis dudas. Iba a escribirla. Cumpliría con aquel misterioso encargo. Pero lo haría bajo mis condiciones.

—No sé si tu padre te habló de mis trabajos, o los conocía...

—No, como ya te he dicho, no me habló de ti.

—Si quieres te puedo remitir un par de ejemplares para que los estudies. Las personas que quieren una biografía, normalmente tienen un objetivo, a veces narcisista, a veces didáctico. Necesitan alterar algunos datos, pintar de rosa algunos pasajes de su vida, ocultar errores, omitir detalles que les pueden hacer sentir una cierta vergüenza. Generalmente la voluntad de escribir la vida de uno encierra una intención que tiene que ver con dejar un testamento vital, y ese testamento puede ser alterado, como la historia, como cualquier narración de unos hechos. ¿Comprendes?...

—Sí, comprendo. Lo he entendido. —Mateo vacilaba—. Imagino que lo que procedería en este caso sería una narración ceñida a su historia. Mi padre tuvo una vida intensa, te aseguro que tendrás muchos elementos para construirla sin problemas. No sé..., tú eres la profesional. Lo dejo a tu criterio.

Lo interrumpí. Normalmente no lo hacía, pero me ponía nerviosa aquella falta de concreción. Nadie encargaba una biografía, un trabajo en el que se podía invertir como mínimo un año, como quien encarga un pastel de chocolate.

—Ya, imagino que en esos últimos meses que pasaste con tu padre hablaríais de este proyecto. También cabe la posibilidad de que lo hayas pensado posteriormente, me refiero a las características de la biografía, probablemente, mientras me buscabas hayas tenido tiempo de imaginarla. ¿Qué quería él contar? ¿Quería solamente una redacción de acontecimientos históricos?, ¿un recorrido por su vida emocional y personal? ¿Te dejó algún documento respecto a este deseo? No es que quiera dinamitarte el proyecto, pero necesito saber cuáles son las coordenadas. No te imaginas la cantidad de variantes que puede haber en torno a la narración de una vida. En el caso de un encargo, no hay un proyecto editorial detrás, no hay una voluntad comercial. Necesitaría saber, cuando menos, las motivaciones que tuvo para desear tanto este libro como para arrancarte la promesa, esa ha sido tu palabra, de cumplir su voluntad.

Sentí que Mateo se impacientaba. Se movía en su sillón y controlaba su inquietud con una cierta tensión en su mandíbula. Un músculo se movía intermitentemente entre su boca y su oreja.

Seguí hablando y aflojé la presión. Decidí liberarlo, no fuera a arrepentirse y me quedara sin encargo.

—Si no lo he entendido mal, mi cliente en realidad es tu padre, tú vas a proporcionarme la información que necesite y prefieres que yo aplique el criterio que encuentre más adecuado.

—Exactamente.

—¿Quién la leerá? —pregunté con seriedad.

Me miró como si le hubiera preguntado la clave del cajero de su banco.

—Pues... supongo que sus herederos. Es para él... Bueno, imagino que es para mí. —Mateo Martínez-Lezo vacilaba—. En realidad, no puedo contestarte a esa pregunta porque no tengo respuesta. Mira, debo cumplir su promesa. Cuando conozcas a mi padre, lo entenderás.

—¿No era más fácil que la escribiera alguien que lo hubiera conocido o que viviera en los lugares donde él vivió, es decir, México o París?

Por alguna razón que desconocía, disfrutaba poniéndolo en aprietos.

—Me lo pidió expresamente. Me dijo que quería que su biografía fuera escrita por ti.

—¿Estás bromeando?

—No, no bromeo.

—Siendo de Bilbao, puede comprenderse, pero aun así... —mi intervención fue espontánea. Tenía esperanzas de que Mateo la entendiera y pudiéramos quitar aquella tensión que sobrevolaba la entrevista.

Me miró con extrañeza.

—Es una broma. Los de Bilbao..., ya sabes el chiste ese..., que nacemos donde queremos... Es igual.

No entendía el chiste y explicárselo era una ardua tarea. Abandoné. Sonrió de aquella manera especial, ladeando un poco la boca, en ese gesto que anteriormente había detectado inseguro, impostado. Sabía que me ocultaba algo. Lo sabía porque era absurdo que un hombre de ochenta y tantos años le hubiera hecho prometer a su hijo que yo escribiría su biografía. Y quizás fue precisamente eso lo que me hizo interesarme por aquel despropósito.

Mateo Martínez-Lezo hablaba como hablan las personas que viven solas: de un modo torrencial, administrando muy bien lo esencial y lo prescindible. Me alejaba de mis dudas llevándome a su terreno. Me abandoné y siguió enredándome en la historia de su padre, en cómo había sido su último año, su enfermedad.

Me faltaban piezas en aquel rompecabezas y me inquietaba tener que buscarlas, pero hacía mucho tiempo que no me enfrentaba a un reto.

Muy oportunamente se escuchó el sonido de su móvil. Volvió a pedirme disculpas y después de mirar la pantalla comenzó a hablar en francés. Se levantó y haciendo una serie de gestos exagerados se fue hacia el vestíbulo del hotel. Los interpreté a mi modo: «Querida Carmela, es una llamada de compromiso que no puedo dejar de atender y no te digo lo oportuna que ha sido porque como tú y yo sabemos, la voluntad de mi padre no hay quien la entienda, y eso de que te quiere a ti sin conocerte a ver cómo te lo explico».

Yo, por mi parte, pensaba en contarle a Ernesto que aquel encargo venía nada menos que de México. Lo que no iba a decirle era lo guapo que me estaba pareciendo Mateo, y lo estupendo que tenía el culo que veía en ese momento.

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