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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (25 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Mateo se fue temprano al día siguiente. No me despertó. No le escuché irse y cuando abrí los ojos, me costó un poco no dudar dónde estaba. Era casi mediodía y había dormido todos los sueños atrasados. Me levanté y fui a la ventana. Un día luminoso llevaba unas horas haciendo sus deberes.

Recorrí el apartamento que no había visto. Una cocina, un salón y el dormitorio con el baño. Estaba amueblado con sobriedad. Quizás por un decorador, o un hombre. Los tonos neutros, uniformes. Marrones, beis. Minimalista. Una librería sólida de madera color wengué en la pared. Era un apartamento dedicado al alquiler y poco vivido. No es que fuera feo. Era anodino.

Había poco que investigar. Pocos libros, pocas fotos... Una mujer de unos sesenta años besaba a un Mateo joven, casi adolescente. Imaginé que era su madre. Una chica rubia muy guapa sostenía un bebé y sonreía feliz. En otro marco reconocí una foto de su padre a pesar de que debía de haber sido hecha en los años cincuenta o sesenta. Estaba sentado en un café y sonreía. Sobre la mesa había unas tazas. Había algo familiar en su sonrisa, algo muy familiar. La miré durante unos minutos fijándome bien, me pareció reconocer el entorno, pero abandoné y seguí con mi rastreo de huellas del presente o pasado de Mateo.

En la base del mueble había un reproductor de música, un plasma y, cuidadosamente ordenados, un montón de cedés. Miré las carátulas y me asombré de la dispar discografia. Ana Gabriel, Guadalupe Pineda, Vicente Fernández o los Pumas del Norte ocupaban la sección mexicana, luego había una serie de buenos solistas norteamericanos, recopilaciones de Etta James, Diana Krall, Ottis Redding. Música variada, étnica, africana, latina. Los españoles también ocupaban un buen lugar, Sabina y Serrat, por supuesto, Estopa, Rosario, Miguel Poveda, Roxana. También parecía gustarle la ópera. Encontré un disco de Mina que a mí me trastornaba especialmente. Lo puse y me quedé colgada de la letra, del italiano, de aquel bendito idioma que residía en mi alma.

Un'ora sola ti vorrei

io che non so scordarti mai

per dirti ancor nei baci miei

che cosa sei per me

Sólo una hora te necesitaría

yo que no sé olvidarte nunca

para decirte con mis besos

lo que eres para mí

Fui a la cocina en busca de un café mientras Mina llenaba el aire de aquellas palabras paladeadas como la nonna Luchía. Un leve desasosiego trepaba por mi estómago. Sobre la encimera había una cafetera que era un último grito. La toqué, el café se había mantenido caliente. Revolví los armarios en busca de algo comestible. Encontré varios tipos de galletas dulces y saladas, pan de molde y dos tipos de cereales. Abrí la nevera. Estaba bien surtida de fiambres, fruta y lo suficiente para una buena ensalada. Mateo parecía estar bien cuidado, probablemente por alguna mujer que se encargaba de que no hubiera polvo en las estanterías y que rellenaría los armarios con alimentos para espantar la soledad de un alquilado solitario que viaja de uno al otro lado del mundo. Seguramente a aquella mujer le espantaría como a mí la soledad que destilaban los ejecutivos.

Me puse un buen desayuno y fui comiendo con ganas. Tenía que cuidarme, reponer fuerzas. El disco de Mina y ese sol de Madrid limpio, brillante, tenaz. La luz siempre nos sorprende a los que somos del norte. Creemos que vivimos iluminados, pero, cuando la luz de otros lugares se empeña en desvelarlo todo, hemos de reconocer que vivimos muchos días en penumbra. Regué una maceta que no había visto el agua en mucho tiempo. Recogí la cocina y seguí con mi investigación. Lo miraba todo, aunque el apartamento no era grande, aunque sí espacioso.

La cotilla y portera que convive conmigo estuvo a punto de ponerse a revisar los pocos armarios que había en la casa, pero me abstuve de caer en la tentación. A fin de cuentas, y eso lo tenía muy presente, él no me había ocultado nada. Era un hombre libre. Y yo ni tenía ni debía espiar nada.

Opté por quitarme de en medio dándome una ducha larga, muy larga. No iba a tener en cuenta lo que me hartaba de repetir a mis hijos: que no gastaran agua, que el planeta no iba a aguantar aquella afición a quedarnos colgados debajo del torrente. Así me quedé yo bajo el grifo, como les prohibía a ellos. Nadie llamó a mi puerta con nudillos urgentes y tampoco nadie me cerró el agua caliente quedándome congelada. Eso lo hacía yo cuando ejercía de madre y aplicaba a la educación aquellos toques expeditivos. En eso pensaba cuando, a lo lejos, escuché el timbre de un teléfono. No era mi móvil, pero cerré los grifos y me envolví en una toalla con el firme propósito de responder. No llegué a tiempo. Oí el contestador automático. La voz de Mateo primero en inglés, después en español. Volví al baño y terminé mis quehaceres higiénicos. Me embadurné bien de crema y me miré en el espejo e imaginé cómo veía él mi cuerpo y la cicatriz larga de la cesárea de Marina, la carne que empezaba a no ser firme. Tenía cuerpo. El amor me regalaba un nuevo cuerpo que surgía de sus manos, de sus caricias. Un cuerpo que él me había dibujado.

Ocupé la mesa, encendí mi ordenador y abrí las carpetas que contenían los borradores. Me prometí a mí misma que esa misma noche, cuando Mateo volviera, afrontaría el tema con seriedad. Tenía que agradecerle que me hubiera mandado los libros de poemas. Cada vez sentía con más fuerza que debía centrarme en las emociones que encerraban aquellos versos. Mateo tenía que saber de aquellos amores eternamente aplazados. ¿Por qué no había querido hablarme de ellos en el restaurante? ¿Era posible que Mateo hubiera llevado mal la distancia entre sus padres y no aceptara otros amores? Cerré los ojos para tratar de tener perspectiva. Apenas había trabajado desde el mes de enero.

Mi madre.

La tía Amalia.

La tía Carmen.

Las Farinelli.

Los Farinelli.

Mis hijos.

Ernesto...

Tenía que volver a releer todo lo escrito. Tenía que concentrarme. Y verdaderamente lo conseguí.

Eran casi las tres de la tarde cuando se oyó la llave en la cerradura.

Los dos días siguientes pasaron sin horas. Detenidos en aquel apartamento. Pasara lo que pasara, nada ni nadie podría arrebatarme la felicidad de aquellos momentos. Encargábamos comida. Escuchábamos música. Hablábamos de nuestra infancia. De nuestros sueños, de nuestras realidades. Trabajábamos algo, no demasiado. Mateo esquivaba mis preguntas. Yo le permitía hacerlo. Vendría el tiempo. Llegaría el momento de enfrentarnos a la verdad. Pensé, en un infinito alarde de autoestima y estupidez, que quería tener motivos o disculpas para volver a verme. Que se reservaba datos para prolongar mi necesidad de él. Y yo ejercía de amante. Miraba hacia otro lado. Le sonreía. Buscaba sus heridas para sanarlas. Su sed para saciarla. Era una amante...

Caminaba despacio, de puntillas por mis palabras para no hacerle daño. Le repetía una y otra vez que no podía ofrecerle lo que él quería, una familia grande, un hogar, un lugar donde esperarlo. Que quería vivir lo que tenía y que necesitaba tiempo para evaluar lo que podía perder. Que necesitaba tiempo, que me lo diera. Y él asentía y bajaba los ojos como escondiendo el dolor y yo me moría por dentro y me faltaban manos para acariciar su cuerpo, para devolverle la sonrisa...

—Mateo, no puedo ser sincera con Ernesto. No en este momento. Pero contigo sí.

—No quiero nada que no puedas darme, Carmela. No pensaba encontrarme contigo... Con esta situación... Pero me siento culpable porque he desordenado tu vida. No quisiera que sufrieras. Eres una mujer maravillosa.

—Eso es asunto mío. Dime una cosa. Si estuvieras en mi situación, ¿harías lo mismo? ¿Cómo se comporta un calvinista? ¿Sin culpas?

Mateo sonrió y me abrazó de nuevo.

—Con muchas más culpas que tú, mi Carmela preciosa.

Me prometí a mí misma que aquellos días no tendrían ranuras por las que se colaran las culpas, decidí entregarme a sus abrazos sin miedo.

Nuestros teléfonos sonaron en varias ocasiones. Él respondía en inglés y se alejaba hacia una pequeña terraza. Yo contestaba en español y me metía en el baño a decirle a Ernesto que todo estaba bien. Que estaba en Madrid trabajando. Que habíamos avanzado mucho. Que cómo estaban sus padres. Que disfrutara del clima maravilloso que me decía que hacía. Que no comprara perfumes...

Braulio me mantenía al corriente de la familia. Una vez al día me daba el parte. Tenía a Marina instalada en su casa y estaba encantado. Me recordaba que no me separara. Que lo llamara.

Mis hijos no llamaban.

Hortensia sí. Cuando hablé con ella le mentí. Si hubiera sabido que estaba a unos minutos de su casa, me hubiera matado.

Tres días antes de mi vuelta, y justo cuando habíamos acometido la tarea de revisar la biografía y poner algo de rigor en nuestros días, Mateo recibió una llamada que pareció afectarle. Noté que algo de lo que le estaban diciendo le había sobresaltado. Salió a la terraza y habló largamente. Desde la mesa le veía pasarse la mano por el pelo una y otra vez, tocarse la cara, mirarme y huir de mi mirada. Supe que algo sucedía, y supe, como se saben las cosas que no se quieren saber, que mi presencia le resultaba incómoda.

Me deslicé hacia la habitación y me tumbé en la cama para dejarle un poco de intimidad.

La habitación tenía una ventana que daba a la terraza. Sin duda Mateo no calculó que estaba abierta, aunque los visillos estaban corridos.

Hablaba en inglés y su voz sonaba alterada. Trataba de tranquilizar a alguien. Levantaba y bajaba la voz intermitentemente de tal manera que, entre mi déficit lingüístico en ese indispensable idioma, y su tono casi susurrante, no podía entender con claridad el significado de cada frase. Durante algo más de una hora Mateo habló con distintas personas. Hice unos esfuerzos de atención impresionantes y conseguí captar el sentido de la conversación. A pesar del inglés, entendí que alguien estaba enfermo al otro lado del hilo, que ese alguien debía de ser un niño porque Mateo trataba de obtener el teléfono de un cirujano haciendo múltiples llamadas, algunas de ellas en castellano. También entendí que Mateo estaba nervioso y su voz tenía un timbre tenso que yo desconocía.

Hubo un momento en que paralicé hasta mi propia respiración con el fin de zanjar mis inquietantes dudas. De alguna manera sabía lo que estaba pasando, pero necesitaba una confirmación. Entendí perfectamente que hablaba con alguien a quien llamaba «darling» usando un tono de voz dulce, a quien le decía que estuviera tranquila, que todo se iba a solucionar, que cogería el primer avión que hubiera y que la mantendría informada en cuanto supiera su hora de llegada. Luego entendí que el niño era el hijo de darling y que darling era alguien verdaderamente cercano a Mateo. También entendí con toda claridad ese
me too
que se dice cuando alguien te dice acostumbradamente que te quiere.

Se me encogió el corazón.

La última llamada la hizo en castellano..., aunque ya para esos momentos yo era la mujer de Lot..., una estatua de sal.

—Nieves, buenas noches, perdona que te moleste, pero necesito que me reserves un pasaje en el primer vuelo que salga a Nueva York... Sí, el primero... Es urgente, tienen que operar a mi hijo pequeño... Bien... Sí... Me localizas en este número... De acuerdo, espero tu llamada...

Y luego silencio.

Cuando apareció en el vano de la puerta, no quise mirarlo. Había cogido mi maleta y la había abierto encima de la cama. Esperé a que él me hablara.

—Tengo que irme a Nueva York

—¿Cuántos hijos tienes, Mateo? —lo dije mientras recogía mis cosas.

—Sé que debía habértelo dicho. Me pareció... Lo siento... Esto comenzó mal. Yo no tenía que haberme prestado...

—No, no me digas nada. No quiero saber nada. Vete con él, que es donde debes estar —lo interrumpí impidiendo que hablara.

La rabia trepaba por mi cuerpo, la sentía correr por mis venas emitiendo un zumbido incómodo.

—Carmela, por favor..., esta historia tiene un confuso principio. No he podido explicártelo y todo se ha complicado. Carmela, quédate, por favor... Mis sentimientos son reales... Lo que existe entre nosotros es verdad aunque no todo sea verdad.

—Los que son reales son tus hijos. ¿Tienes idea de los sentimientos que me ha generado esta relación? ¿Tienes idea de los pensamientos que tuve ayer o esta mañana cuando me abrazabas? No creo que esto hubiera sido igual de conocer tu situación personal... Estoy segura de que no habría sido igual. Yo nunca te engañé. ¡Las cartas se ponen sobre la mesa! ¿Te gustaba mi familia más que la tuya? ¿Por qué? No quiero pensar en la clase de persona que eres, no quiero pensarlo... ¿Pero qué maldita necesidad tenías de mentirme, Mateo?

Fui al salón y recogí el ordenador. Me sentía estafada, decepcionada, pero sobre todo, me sentía idiota. De golpe me vi envuelta en una consciencia abrumadora.

—Por favor, Carmela, dame la oportunidad de explicarte. No me ha sido posible hasta ahora ser sincero contigo. Esperaba que estos días, a solas...

—Mateo, te lo pido por favor... Estoy demasiado furiosa conmigo misma. Hay algo que no puedo soportar y que nunca ha formado parte de mis negociaciones: la mentira. Finalmente, creo que era tu padre quien quería enseñarte algo del amor. Deberías releer los poemas y admirar la integridad que rezuman...

—¿Cuándo lo has sabido? —Mateo me cogió la muñeca con una cierta autoridad.

—¿Cuándo he sabido qué?... Suéltame, me estás haciendo daño...

—Lo de mi padre, sus poemas —añadió soltándome e intentando acariciarme la mejilla.

—Leí los volúmenes de poemas que me enviaste, son extraordinarios y con tu permiso me los quedaré.

Mateo me miró incrédulo. Tenía el ceño fruncido y una cara de sorpresa que no podía procesar.

—¿Quieres decirme algo? —añadí rompiendo aquel silencio.

—Sí. Muchas, muchísimas cosas... Por favor, Carmela..., yo no te envié esos volúmenes, se suponía que no debías verlos hasta acabar el trabajo.

—¿De qué demonios estás hablando? —Lo interrumpí furiosa—. Si no me enviaste tú los poemas..., ¿quién me los envió?

Y en ese momento, antes de que me pudiera responder, volvió a sonar su móvil. Mateo me agarró la muñeca reteniéndome, intuyendo que estaba pensando en salir de aquella casa para no volver, mirándome a los ojos suplicándome que no me moviera. Pero yo no podía pensar con claridad. En ese momento las imágenes de parte de mi vida en los últimos meses pasaban deprisa por mi cabeza como si estuviera en un cine. Una sospecha del tamaño de esas nubes oscuras que se instalan sobre la playa en los veranos del norte se instaló en mi cabeza. En algún lugar, entre mis pensamientos los trozos de un puzle que no sabía que poseía empezaron a ordenarse. Miraba a Mateo como se miran esas cosas, esas personas que amas intensamente en un momento de tu vida y que sabes con certeza que el tiempo te robará su recuerdo.

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