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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (4 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Cuando éramos niños, durante cuatro días, en el mes de diciembre, mi madre y mis tías nos dejaban a cargo de la abuela Luchía y se iban a Madrid a recoger a la tía Carmen. Era uno de esos pretextos que tenían las Farinelli para ir a la capital a contonearse, comprarse zapatos y ropa, ir al teatro y sentir que la cotidianeidad no las había secuestrado como a todo hijo de vecino.

La tía venía a pasar la Navidad desde cualquier país en el que estuviera y que siempre era lejano y maravilloso para mis fantasías. Ella nos tenía que encontrar con el árbol de Navidad preparado y aquella espera tejida con deseos y promesas.

Era un acontecimiento esperado por todos, los mayores, los que se iban, y nosotros los pequeños, los primos que nos quedábamos. La abuela relajaba las disciplinas, ocupábamos la alfombra del salón, sacábamos las cajas con los adornos navideños, comíamos bizcocho y ensayábamos trocitos de ópera que luego cantaríamos en Navidad, cuando estuviera la familia al completo.

Dormíamos apretados, las chicas en una habitación y los chicos en otra. Braulio casi siempre dormía con nosotras. Él odiaba la guerra de almohadas de sus hermanos y primos. No le gustaban las bravuconadas de su sexo. Se sentía a gusto con las mujeres. Yo lo sabía, y desde que lo supe decidí protegerlo de la ignorancia que parecían tener mis primos.

La abuela se sentaba en alguna de las camas que habíamos situado en formación. Los demás cogíamos postura, ocupando cada uno un pequeño territorio; los pequeños sobre los muslos de la abuela, Braulio abrazado a su cintura, yo abrazada a la de Braulio, mi hermana María encima de mí... Todos cerca, encadenados a aquella voz que todavía resuena en mi cabeza, todos sumidos en ese dulce estado en el que se atiende y se distiende; el dulce estado de la narración.

Nos contaba la misma historia; la suya, la nuestra. Durante años aquella mujer que había negado cualquier rastro de nostalgia nos relataba a sus nietos un cuento que siempre empezaba por aquel napolitano cantante de ópera, Andrea Gazzanaga, que paseaba por la bella Florencia en el año mil ochocientos y pico, cuando vio a una dama que le robó el corazón.

Luego nos pedía que cerráramos los ojos y que nos imagináramos una ciudad hermosa con un puente más hermoso todavía donde el amor pedía una tregua en una Europa que poseía un delicadísimo equilibrio.

La abuela nos contaba que en ese país, mediterráneo, hermoso, que era el suyo y un poco el nuestro, el romanticismo sazonaba toda la inconsciencia de la historia. Nos hablaba de aquel tiempo en que Bellini estrenaba óperas sin parar en el teatro Carlo Felice de Génova, en La Fenice de Venecia, en La Scala de Milán, y en el Ducale de Parma. Al parecer, ellos, los italianos, vivían ajenos a las guerras que vendrían, al fascismo, a Sofía Loren, y al Festival de San Remo.

Poco a poco el sueño se ocupaba de nosotros, y casi siempre quedábamos Braulio y yo, cogidos de la mano y del corazón, imaginándonos a María Isabel de Borbón y Borbón-Parma, hija de Carlos IV que se había casado, o más bien la habían casado, con Francisco I de las Dos Sicilias, caminando por los pasillos de algún palacio italiano, arrastrando ampulosos vestidos por mármoles travertinos. Braulio me susurraba al oído el color del vestido, las perlas que adornaban el cuello gordo de aquella princesa y yo la veía caminar bamboleándose seguida de sus damas mientras la nonna nos conducía con determinación hacia sus orígenes.

Por la abuela supimos, antes que por los libros de historia, que la oronda María Isabel se hallaba, en esas fechas, en Portici, cercana a Nápoles, descansando de su genético cansancio. Entre su séquito figuraban numerosas españolas. Nuestra abuela siempre tuvo un lado pedagógico, así que nos informaba con intención que estas damas tenían fama de ser fieles, estoicas, y trabajadoras. Yo, que desde niña tuve este vicio de contrastar la historia con mi realidad, imaginaba que como a mí, en el colegio, las monjas les habrían hecho agujeros en la voluntad para que se les escaparan las tentaciones. No debían de ser buenas para el pendoneo cortesano aquellas damas, pero una de ellas —a la que teníamos que seguir la pista— escapó de la tutela de su señora y decidió hacer un poco de turismo trasladándose a la bella Florencia.

El napolitano con el que empezaba el cuento y la señora del séquito de Isabel de Borbón que hacía turismo se encontraban. En ese momento, y sujetando los parpados para no dormirme, la abuela le echaba imaginación y se enredaba en disertaciones sobre el amor.


Mi batte il cuore... ogni volta che parlo dell'amore... mi batte il cuore.

Siempre pensé que ella conocía como la palma de su mano el l'onte Vecchio y aquella ciudad por la que nos paseaba de su fantástica mano. Descubrí muchos años después que la abuela nunca había vuelto a Italia. Que atesoró aquella historia que nos contaba siempre con pequeñas alteraciones pero con la misma intensidad.

Que su vida la aprisionó, como un bocadillo, en la costa Cantábrica y que enterró como pudo el deseo de volver a su tierra. Sólo le quedó aquella narración que tantas veces le pedía que me repitiera para encontrar el mismo y dulce sueño de aquellos días.

La historia era más o menos ésta...

La doncella de María Isabel de Borbón había nacido en el Duranguesado —Vascongadas por aquel entonces— y se prendó de aquel napolitano que esperaba el amor en el Ponte Vecchio. Ella, de la que nunca supimos su nombre, tuvo que volver a su tierra por razones que la abuela nunca aclaró ni nosotros llegamos a preguntar. El tenor quedó a merced de esa renuncia imposible. Zozobró en echarla de menos y aunque fuera el año mil ochocientos y pico, le pidió matrimonio. Ella aceptó con la condición de que vivieran cerca de los suyos. El ilustre Andrea Gazzanaga, que así se llamaba el tenor napolitano, preparó el finiquito de su Italia querida para venirse a mi tierra. Pero antes de hacerlo, convence a su amigo y administrador para que lo acompañe.

Mi bisabuelo Piero Farinelli era aquel administrador.

Era el punto más importante de la historia. Los que estábamos despiertos nos enderezábamos para atender al origen de nuestra existencia. Yo le daba con el codo a Braulio para que no se durmiera, y la abuela volaba sin prisa y creo que sin contar con nosotros. Su voz describía a mi bisabuelo, su padre, como un gigante de voluntad y disciplina, y en la penumbra de la habitación la magia y la emoción se tornaban milagro.

En ese momento, casi siempre tenía que sonarme los mocos porque la abuela había puesto toda la carne en el asador y entonaba susurrando el
O Sole mio.
Se acordaba de su padre, de una ternura de la que sólo ella sabía, la lengua se le volvía de trapo y la voluntad se le escapaba. La narración se detenía. La abuela buscaba entre sus pechos un pañuelito bordado para enjugar su pena. Braulio se levantaba a abrazarla, la emoción despabilaba a mis hermanas y mis primas. Se encendía la luz y la noche se enredaba en un ir y venir por el pasillo entre las habitaciones de los chicos y las chicas.

La infancia es un laberinto de recuerdos que nunca acabamos de recorrer. Tenemos toda una vida para aprender cómo y en qué lugar aprendimos a aprender. Yo no supe —en esas noches— que mi vida tendría tanto que ver con la historia de aquel tenor napolitano que tiró de mi bisabuelo y me regaló su aire mediterráneo. Ni que entender la pena de la abuela, empeñada en cantar óperas italianas, o abrazar a Braulio y tener ganas de llorar con él sería tan y tan definitivo. Yo no sabía casi nada, sólo que vivir era prepararse cada mañana para una aventura, un viaje a la vida conducido por los mayores, un viaje en el que te regalaban retazos de sabiduría para el viaje definitivo; el que harías tú sola más tarde.

Pero la historia seguía al otro día, a la hora de la siesta, o cuando colocábamos el espumillón en el abeto que nos traía Ignacio, el de la tienda de ultramarinos...

El bisabuelo Piero se planteó el ofrecimiento del napolitano. Se lo comunicó a su esposa la bisabuela Julia. Ella no quería abandonar Italia (eso sí lo sabíamos), decía que sus hijas, es decir, mi abuela Luchía y su hermana Claudia, eran muy pequeñas. Los países que había que atravesar hasta llegar a destino estaban siempre en guerra, beligerantes y dudosos. Los caminos eran peligrosos.

La bisabuela debía de tener miedo de ese azar confuso al que arrastra la fidelidad. Parecía una mujer frágil y algo enfermiza, porque la nonna la evocaba casi siempre descansando, vestida de blanco y con una melena castaña parecida a la mía. Justo cuando estaban preparando los baúles, para la resignada partida, la bisabuela enferma y muere sin tiempo para despedirse.

Cuando llegábamos a ese momento, el silencio era absoluto y siempre se oía un escondido gimoteo, muchas veces mío y de alguna de mis primas. Pero la abuela no se detenía. Creo que no podía detenerse. Su pena enquistada no se lo permitía. Y además, ella, que siempre fue tan práctica, nos aconsejaba llorar al principio y al final para no desorientarnos en las historias.

Y seguíamos todavía en Florencia. Suspirábamos una y otra vez para dejar sitio a las emociones que sabríamos que vendrían y entonces la abuela, como si fuera una locutora de radio, alejándose de su dolor, nos contaba que el bisabuelo pensó lo que necesitaba pensar; que la vida había tomado la decisión por él. Que tenía que enterrar a su mujer y buscar otra para que se encargara de sus hijas... Eso se hacía en aquellos tiempos. Tener siempre una mujer que cuidara de la prole, y de la cocina, porque como decía la abuela, en aquel tiempo no había congelados.

La bisabuela tenía una hermana que no había tenido hijos, así que, a falta de una esposa, buena era una cuñada. La pequeña Claudia, la hermana menor de la nonna, pasa a la tutela de su tía y queda en Florencia. El bisabuelo Piero viene con su asustada hija, mi abuela, que ha perdido no solamente a su madre, sino a su hermana, la única referencia femenina importante de su corta vida. La pequeña, Luchía, tiene nueve años y sólo habla italiano.

He contado la misma historia, la de mi abuela Farinelli, a mis hijos cuando eran pequeños, reviviendo aquellas noches mágicas donde aprendí a amarla, precisamente por lo que me contó de ella y por lo que calló. A ellos les enseñé el camino de esa azarosa emigración que trajo a mi bisabuelo, esa perplejidad dolorosa que debió de sentir mi abuela, arrancada de todo lo que amaba. A través de nuestras huellas les enseñé que todos nuestros orígenes están cocinados con azar, voluntad, desarraigo, amor e historia. Y que de aquel modo, por los caminos de Europa, vino aquella menguada familia Farinelli, de origen florentino, a globalizar un trocito de planeta y a intervenir para que mis ojos y mi pelo tengan color caramelo de café con leche. El amor es lo que tiene..., tiende al mestizaje, colorea y pigmenta las pieles y además, les estropea los proyectos a esos iluminados que quieren razas puras. Luego, el destino añade su pizca de sal y lo lía todo.

Mi abuela Luchía amó esta tierra, tanto como la amo yo, como si no hubiera conocido otra. Con su enorme corazón. Pero nunca olvidó su idioma, que salpicaba sus conversaciones cuando se enfadaba, cantaba, o quería decirte que te quería.

Por eso escribo con che Luchía, porque en mis oídos resuena su voz cantarina, con ches para las zetas y las ces con esa rebelión al olvido que le permitió sobrevivir, con ese dulce acento que sabe a ternura en mi corazón.

Su orfandad no la hizo, sin embargo, una mujer taciturna o triste, tampoco proclive a esas melancolías existenciales que tienen aquellos que no han sido suficientemente amados. No. Ella nos recibió como se recibe la lluvia en medio del verano. Abrazó a sus hijas y a sus nietos como si estuviera diseñada para ello.

Entregada a la voluntad de la vida, creció a orillas de nuestro Nervión (ría sujeta a mareas, ría femenina que baña la preciosa villa de Bilbao); aprendió a cantar —al parecer, el tenor Andrea Gazzanaga la preparó durante algunos años y desarrolló el ruiseñor que traía de fábrica en su garganta—; procreó a mi madre y a mis tías, y me arrulló en italiano, idioma por el que siento una extrema debilidad.

Nunca nos contó qué había sido de la causa de aquel trasiego; la señora que le había robado el corazón al tenor, y tampoco supimos nada más de él. Quedaron por el aire aquellos enigmas por los que las Farinelli nunca tuvieron mucho interés. Siempre fueron mujeres de presente, con tendencia a negar u olvidar todo lo que apretaba el zapato de su alma.

La nonna nos dijo muchas veces que quería ser soprano. Se quedó en profesora de canto porque cuando andaba pensando en iniciar una carrera, se enamoró de un hombre sobrio, ético, capitán de la marina mercante. Un hombre de la tierra, de apellido Iturriaga. Su sueño de ser la Callas del Cantábrico se estrelló contra el espigón de nuestro puerto.

La historia de mi abuela, la madre de mis tías y de mi madre, que he resumido en unas pocas líneas, es la de muchas mujeres de aquellos tiempos en los que el amor era el único estatus y en los que si una se casaba con un capitán de la marina mercante, equivalía más o menos a una licenciatura en ingeniería de hoy en día. Siempre con las renuncias enredadas en el corazón y los ovarios...

Mi abuelo, o el capitán Iturriaga, como siempre lo hemos llamado, se pasó media vida yendo y viniendo por mares lejanos repletos de bacalaos. La abuela anduvo con ganas de retenerlo, de abrazarlo con ganas, de no anhelarlo tanto, ni temer que un arpón lo ensartara mortalmente y se lo devolvieran en salazón. Pero las navieras extranjeras pagaban un dinero goloso que paliaba ausencias y permitía una vida desahogada a los que quedaban en tierra.

A pesar de los mares lejanos tuvieron tiempo de tener cuatro hijas. Tiempo de no perderlas en la guerra más incivil que se escribiría en la historia de este país. Tiempo de hacer de ellas cuatro miuras. Tiempo de verlas revelarse cuatro bellezones, que nacieron cuando España estrenaba repúblicas, restauraba monarquías, volvía a estrenar repúblicas y se enzarzaba en una guerra mal contada que acabó con una dictadura que aún sobrevuela por la cabeza de los jóvenes. De un país envuelto en semejantes disputas, no podían nacer unas mujeres discretas, ni mi madre ni mis tías ni yo misma.

Mis abuelos se instalaron en un pueblo a catorce kilómetros de Bilbao, a orillas del mar de mi alma; el mar Cantábrico. Un mar que huele a mar, se comporta como un mar y escupe en cada marea los botes de Nivea que abandonan los descerebrados que no saben que el mar no es una bañera para el mes de agosto. Un mar que necesito y que, de alguna manera, me ha atado a la pata de la cama, a mis días seguros de mareas vivas.

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