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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (6 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Después de aquellas tardes de visita, cuando regresábamos a nuestra casa, Ernesto no paraba de hablar bajito por el pasillo. Se daba a sí mismo un mitin sobre la incredulidad de que existiera una saga como la nuestra y de que él estuviera dentro.

Hemos crecido juntos. Las Farinelli, los hijos de cada una, mis primos, los maridos y mujeres de mis primos, los hijos de mis primos, los novios y las novias de los hijos de mis primos... juntos en los veranos de la playa de Arrigunaga, debajo del toldo de la tía Benita, con los bocadillos de tortilla y las dos horas de digestión.

Juntos con las mareas que subían y bajaban y nos pillaban en las rocas con el balde lleno de mejillones. Juntos cuando comíamos pipas en el portal de los Olabarría, el único que protegía de las inclemencias del tiempo a toda la prole. Juntos con los juegos reunidos Geyper y el helado en el kiosco de Aberasturi. Juntos en los primeros besos con sabor a sal en los Chopos. Juntos en la casa de la abuela. Algunos más juntos, como Braulio y yo, algunos más separados, pero no por eso dejados de nombrar. Vivimos juntos mientras vivieron ellas. Y después, como si hubiera una orden tácita, una desgana suave, un final sin bis, primos y hermanos nos fuimos separando por los caminos de la vida. Creo que algunos no supieron ser nada lejos del cobijo de la familia y otros estaban cansados de aquella tutela pertinaz. Ya no estaban ellas para llamarnos al orden ni recordarnos aquello de que la familia es sagrada, y la sangre no permite traición.

Mi madre y mis tías se hicieron mayores aunque no les dio tiempo a encorvarse.

Empezaron a apoyarse en nosotras, a caminar algo más despacio, cosa que parecía imposible. Dejaron de darnos sus consignas veladas, sus órdenes terminantes y chantajes emocionales, sus abrazos largos, sus buenos consejos. Empezaron a olvidar las citas, a mantener los objetos en el mismo sitio, a desbordar el carmín de sus boquitas coquetas, a quemar cocinas, olvidar ollas a presión en el fuego. A no distinguir las monedas. A contarte la misma cosa tres veces. A darse cuenta de que en el pueblo había cuestas empinadas, escaleras poco iluminadas, y cerraduras difíciles. Se hicieron mayores.

Dejaron de leer la letra pequeña de la vida. Dejaron de abrir sus salones para presentar tartas deliciosas, cantar en familia, destapar regalos, llorar en los brindis, descorchar cual casa de lenocinio, mojar el chupete de los nietos en todo lo que fuera dulce o pudiera iniciar al futuro Farinelli en algún vicio. Lo único que nunca dejaron de hacer fue discutir entre ellas y llamarse por teléfono, porque no conciliaban el sueño con una disculpa pendiente. Tampoco dejaron de ser esa Armada Invencible cuando cogidas del brazo y enfundadas en sus visones bloqueaban la avenida orgullosas e ignorantes de que hubiera gente que quisiera no verlas. Luego, en muy poco tiempo, se fueron despidiendo, no sin ruido, desde luego.

Primero mi madre, luego la tía Amalia y la tía Benita. Lloramos aquella primavera todas las esquinas del pueblo, todos los recodos cotidianos, todos los escondites de nuestra infancia. Nos buscábamos para abrazarnos. Compartíamos el secreto de nuestra vida entre sus faldas y el resto del mundo no podía aproximarse a aquel círculo de primos y hermanos que se despedía de algunas Farinelli y se quedaba a vigilar las que quedaban. Intentábamos hacer hueco a la orfandad. Nos parecía imposible aceptar las ausencias, acomodar los cambios, cerrar las casas que fueron referencia de nuestras vidas y heredar sus abrigos de garras de astracán.

La tía Carmen, la casi dueña de esta historia, mucho más joven que sus hermanas, terminó de enterrarlas y se le dibujó en la cara una soledad que daba escalofríos. No hubo consuelo para ella. Y le faltó tiempo para decirnos que no quería vivir. Era verdad. Todos lo sabíamos. Sabíamos que tras aquella melena de diva de cine se escondía una mujer frágil a la que la soledad le mordía el corazón. Sabíamos que había pasado por nuestras vidas marcándolas a fuego. Y sabíamos que se acercaba el final, que no podría vivir sin ellas.

Como en otros tiempos, enmudeció mirando al mar, desconociéndonos, habitando mundos de los que entraba y salía por una puerta que solamente ella conocía y así estuvimos algún tiempo, hasta que despertó firmemente decidida a abandonarnos.

Los sobrinos nos reunimos para confeccionar un calendario de turnos de visitas y atenciones. Los fines de semana poníamos más empeño y nos quedábamos a su lado buscando las huellas que recordábamos, dándole de comer lo que siempre había saboreado, mostrándole fotos, trayéndole el correo que amontonábamos a su lado por si se le ocurría volver a ser curiosa. Nadie lo consiguió del todo. Apenas unas fugaces frases de tiempo en tiempo, alguna orden, algún pequeño empeño. Luego vino el deterioro físico. Los ingresos frecuentes al hospital...

Si yo hubiera conocido la vida de mi tía, quizás hubiera podido rescatarla. En ese momento no sabía lo que hoy sé. Que el corsé de sus secretos había acabado por dejarla sin aire. Yo misma, en aquellos días, vivía tan perdida como ella. Hubiera dado algo por llegar hasta su desventura y decirle que la recordaba hermosa cuando me regalaba sueños que nadie podía darme. Pero Carmen Iturriaga Farinelli se había ido muy lejos y no nos dijo dónde, aunque ahora sé con quién.

Un día de noviembre, cuando todo sucedía sin detenerse a esperarme, tomé conciencia de mi estado. Estaba sentada, llorando, en el banco de la iglesia de las Mercedes. Miraba aquel mural del pintor García Ramil que he visto toda mi vida y que indefectiblemente me empuja a contar sus figuras con obsesión.

Conté ciento treinta y cuatro con los evangelistas y el coro de ángeles, pero me di cuenta de que unos angelitos se me quedaban traspapelados en la parte izquierda. Marina, mi hija pequeña, me cogió la mano y me miró arrugando la frente, redondeando sus ojos hermosos y oscuros, con esa cara que quiere decir: Ama, no te vayas lejos, que te necesito.

Dejé de contar ángeles y apreté su pequeña mano.

Llevaba ese traje negro de las ceremonias, tres hijos escoltándome y ese marido guapo con el que comparto una historia contada con distinto ritmo y acento. Llevaba también una de aquellas dagas de los ángeles justicieros atravesadita en el alma y la duda de si mi existencia iba a cambiar con la confesión que me bailaba alrededor de la lengua.

Una daga de los ángeles o una barra de hierro, mineral de mi vida, que no me dejaba respirar y me hacía un agujero por donde pasaba la pena, la pena de saber que la vida no es eterna como nos prometieron las Farinelli, o como rezaban aquellos curas... La pena de entender que se tarda en entender. La pena que ocupa el cariño que te acunó y acuñó, la pena de no comprender todas las penas, la pena de enterrar a la última Farinelli de mi familia.

Ella también debió de vivir algunos años con la misma barra atravesándole el pecho.

A mi tía Carmen I. Farinelli, también debió de parecerle la vida un suspiro.

La «I» era del abuelo Iturriaga.

Yo también me llamo Carmen, aunque me llaman Carmela.

II

CONTIGO

Mi madre, Carlota, era la segunda de las hermanas I. Farinelli. Como todas ellas, era guapa y soñadora. Coqueteaba con la realidad, pero no se hacía a ella. Nunca pudo anclar del todo los pies a la tierra, y mira que la vida le dio oportunidades... Mi padre tenía el nombre que le correspondía; Miguel Ángel. Era un bilbaíno culto y seductor de los de aperitivo y tertulia. Un artista frustrado a quien le pudo lo que nos puede a todos: la vida. Siempre soñó con convertirse en un creador, ir a París, pintar en la Place du Tertre. Pero no hubo ni tiempo ni ocasión. Seis hijos y una mujer que veía en el espejo a Rita Hayworth cuando se miraba en él era mucha ocupación para llevarla con arte, y París siempre está demasiado lejos.

El uno con el otro y el otro con el uno emprendieron el camino caprichoso del destino, sembrando los días de renuncias. A las renuncias siguieron los silencios y a los silencios los gritos. Después de los gritos llegaron las treguas, los amigos, la madurez, la aceptación, la risa, la compañía, los rayos y los truenos de la vida, y vuelta a empezar. No creo que estuvieran hechos el uno para el otro ni el otro para el uno, ni que nosotros sus hijos entendiéramos su insatisfacción cuando se volvía desesperación.

De su matrimonio salieron chispas, fuegos artificiales, una familia numerosa, mucha ternura, un máster en el disfrute de la buena mesa, y varios artistas frustrados. Algunos días de la semana fueron conscientes de que tenían seis hijos, el resto de los días se dedicaban a perseguir con prisa la vida que se les escapaba.

Los primeros años creo que fueron buenos. Luego, cuando los hijos fueron llegando de uno en uno hasta seis, el hogar, mi hogar, se convirtió en una noria donde nunca se sabía si te iba a tocar arriba o abajo. Y donde a veces pillabas un mareo que te hacía vomitar la vida. Éramos muchos, y a veces, éramos demasiados.

Yo ocupo el segundo lugar. Entre seis hermanos ese lugar no era lugar alguno. Cuando tenía seis años y tres hermanos más, comprendí que existir dependía de que recordaran tu nombre, o casi de que tu padre o tu madre te vieran pasar por delante de una puerta y te hicieran entrar a su mundo. Lo entendí con certeza una tarde que venía una señora de Madrid que vendía sábanas y manteles para nuestros futuros ajuares y que era pesadísima. Se llamaba Paloma y daba unos besos húmedos pellizcando las mejillas con una inquina dolorosa. Extendía su mercancía por el salón y decía constantemente. «Observa qué maravilla».

En una de aquellas visitas y para no tener que verme sometida a su tortura, me escondí debajo de una mesa camilla vestida con faldas y rematada por unos flecos de pasamanería. Con gran excitación oí a mi madre que la saludaba, la pasaba al salón. Oí también el tintineo de las tacitas de porcelana que se guardaban en el aparador y que se utilizaban para las visitas. Me percaté de que mi madre llamaba a sus hijos para que presentáramos nuestros respetos a la quincallera. Entre los flecos vi los tobillos gordos de Paloma, sus zapatos de tafilete apretando aquellas carnes blandas tan poco frecuentes entre los míos. Luego oí los tacones de mi madre yendo y viniendo...

—¿Dónde se ha metido esta chiquilla?... Si estaba aquí hace un momento... No hago carrera con ella. Ya sabes, es de esas que se pasan media vida en las nubes... Entre tantos siempre hay alguno que sale como sale...

Se refería a mí. A la vendedora de maravillas le importaba un pimiento si yo vivía en las nubes, en las Batuecas, en la luna de Valencia, en Babia... Eran lugares donde mi madre siempre me decía que estaba. Ella no necesitaba mi presencia. Sacó los manteles y presencié excitada desde mi oculta atalaya la erudición de Paloma hablando de bordados lagarteranos, hilos de Holanda, encaje de bolillos, valenciennes y frailes amarrados.

Observé las caras de mi madre regateando en aquella interesante transacción comercial. Los frunces y mohines de su boquita pintada alegando que venía otro hijo en camino y tenía muchos gastos. En algún punto de la conversación los bordados dejaron de interesarme y uno de esos sueños inaplazables y dulcemente infantiles me ganó.

Me desperté tres horas después cuando desde la cocina oí el grito de mi madre...

—... A cenaaaaar...

Me senté a la mesa aturdida esperando que alguien me preguntara dónde había estado. Que me reprocharan mi conducta. Pero no fue así. Nadie había notado mi ausencia. A partir de ese momento supe que la existencia dependía únicamente de uno mismo, y que el regalo de esta vida consistía en que alguien te echara de menos.

A mis padres les debo todo lo sólido y lo frágil que tengo. No sé si me lo enseñaron o lo aprendí sola, pero, bajo su techo, quizás la diferencia no fuera tanta. Me parezco físicamente a mi madre y a mi abuela, pero mi alma pertenece a mi padre, él me dio el tesoro más grande que podía darme; el amor por la belleza y el disfrute del arte. Ella, su hermoso pelo, sus ojos caramelo y esa manera de improvisarnos en la vida con gracia.

Descubrir ese delicado equilibrio no ha sido fácil. Menos aún comprender que había ido eligiendo cosas de cada uno como si fueran ingredientes para un plato que debía ser exquisito. Saber que aquella comida no tenía los nutrientes necesarios para mi vida y que quizás no resultara tan sabrosa fue una tarea ardua.

Nos cambiábamos de casa muchas veces. Un tío, hermano de mi padre, era constructor, además de un sinvergüenza de tomo y lomo. Eso decían las Farinelli abriendo mucho los ojos y haciendo gestos con las cejas pintadas para que los niños no entendieran la claridad de sus aspavientos.

Cada vez que había un cambio de domicilio y cuando empezabas a orientarte, a conocer a los vecinos, a no tropezar de noche con la cama de tu hermana, todo cambiaba. Porque nacía otro hijo, o porque «íbamos a mejor».

Mi hermano mayor, Carlos, se amotinó. Todavía no habían nacido Rafael y Diego, los pequeños. Estábamos comiendo y mi padre dijo que iba a ver un piso en una zona nueva que tendría muchos cines y muchos jardines. Mi madre hizo un mohín que todos comprendimos. Las chicas, más avispadas en apreciar aquellos mohines, nos miramos, María miró el plato como si buscara una pepita de oro, Carlota me miró a mí y yo miré a mi padre. Cuando terminamos de comer llamaron al timbre. El portero del edificio estaba acompañado de su mujer con cara de anunciar una tragedia...

—Señora, tiene que venir conmigo, su hijo Carlitos está en el portal y dice que no se mueve hasta que le firmen este papel.

—Pero si estaba aquí hace un momento...

A mi madre siempre le parecía que tenía todos sus hijos alrededor. Estábamos acostumbrados a acudir a su llamada aunque el nombre pronunciado no fuera el nuestro... A menudo recitaba varios enfadada por su propia confusión y el que estaba más cerca recibía una bofetada inesperada... por no acudir a una llamada que nunca se había pronunciado.

Aquel día miró a su alrededor sin encontrar a Carlos. Mi hermano se había atado a los barrotes de hierro del portal. Mis padres tuvieron que bajar a disuadirlo de su empeño. Mi padre conservó aquel papel toda la vida y de vez en cuando lo sacaba y lo miraba todavía incrédulo.

Juramos que no nos vamos a cambiar de casa nunca más y si nos cambiamos será porque está cerca, es más grande y no hay que cambiar de colegio, ni de amigos... Pero sólo una vez.

Firmado,

Mis padres

Y cumplieron la promesa. Sólo nos cambiamos una vez más desde aquella nota. Carlos es ahora juez. No cambia de casa, ni de calle ni de nada sin decírselo a sus escoltas y ellos, sus escoltas, le cambian el trayecto todos los días...

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