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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (8 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Pero era periodista, así que empecé a trabajar en la redacción desorientada de un periódico vespertino amarrado a los astilleros en crisis. (Hoy Museo Guggenheim.) Comencé por redactar noticias locales: destrozos nocturnos, inauguraciones, conciertos, manifestaciones, tirones, vecinos y ruidos, etc. El pasado contaminaba tanto el presente que se perdió su huella. Chirriaba una moralidad camaleónica y se me fue instalando un desasosiego espeso.

Volví a sucumbir a mis ganas de huir, que a lo largo de mi vida serían una constante (huir y volver).

Como si fuera un cruce de caminos donde todo el mundo hubiera quedado con alguien, Madrid te ponía en contacto con todo lo que podías necesitar. En Madrid estaba todo. Lo permitido. Lo deseado. Lo prohibido. Lo que podría pasar.

Se abrían las puertas de par en par.

Y estaba Hortensia.

Y no estaban las Farinelli.

Madrid es una ciudad hecha con habitantes de muchos pueblos y eso se nota. Me gustaron sus barrios, tan auténticos, tan mestizos. Me gustaron sus tascas, su generosidad y sobre todo me gustaron sus cielos, unos cielos que yo desconocía y que más de un atardecer me tuvieron embobada en el privilegiado ático de la calle Bárbara de Braganza.

Encontré a viejos amigos, colegas que sabían que era el momento de comenzar a trepar por la falda de la montaña del poder, de establecerse con identidades para el futuro. Hortensia me paseaba orgullosa entre sus conexiones. Estaba dispuesta a arroparme como ella sabe hacer con la generosidad que nos ha regalado la vida. Ella enfilaba su carrera profesional moviendo su melena de leona inesperada, olfateando la sabana de los medios de comunicación que se desperezaban del ostracismo. Ella se entregaba a su vida sentimental, ajena al drama que el destino le tenía preparado en el abrazo de aquel novio cariñoso que se convertiría en su marido.

Teníamos el primer presidente democrático de nuestra vida, y en el país todo estaba por construir. El socialista Ramón Rubial presidía el Consejo General Vasco y su discurso inaugural versó sobre los dos problemas acuciantes que tenía mi tierra; el terrorismo y el paro. En marzo de 1980, se celebraron las primeras elecciones al Parlamento vasco y deposité mi voto con la ilusión de que si tenía un hijo conociera la libertad. El discurso de Rubial sabrá Dios cuánto tiempo seguirá vigente y a mis hijos les aconsejo que administren bien la voz de la libertad.

Las noches de aquel tiempo se ocupaban en placeres necesarios. La movida madrileña hacía que olvidara la contienda de mi tierra, tan real, tan cansina y tan lejana a apenas unos cientos de kilómetros.

Un grupo editorial montó un centro de documentación. Había que ponerse al mando de una tecnología que prometía atenuar el trabajo de la búsqueda de datos, referencias, bibliografías... Se vaciaban periódicos recortando las noticias que, con un criterio más intuitivo que otra cosa, elegían los redactores. Si en aquel momento hubiéramos sabido que Internet iba a sustituir horas y horas de búsquedas de datos. Era coordinadora de proyectos; con un sueldo que me permitía vivir como una reina. Teníamos tantas ganas de echar a andar las máquinas del progreso que no era difícil compartir entusiasmos.

Me hubiera gustado novelar la historia de mi generación, pero la ansiedad de vivirlo todo no me permitía sentarme, detenerme y escribir. En el fondo, la literatura no hace otra cosa que encargarse de contar las emociones de la historia y para eso hay que gozar de perspectiva. Los escritores franceses han estado obsesionados con la ocupación alemana durante la segunda guerra mundial. Los argentinos no acaban de poder dejar de hablar de aquellos a los que se les tapó la boca y desaparecieron durante la dictadura militar. Nosotros, los españoles, no paramos de escribir sobre historias entreveradas en la guerra civil, en el franquismo o en aquella jodida posguerra que se cargó las ilusiones de la generación de mis Farinelli. La literatura quiere reafirmar la historia, ponerla en su sitio, rebelándose al olvido, tan perjudicial para la salud moral de los pueblos. Pero la literatura tiene que emocionarte y, como el chicle de menta, debería explotar el frescor casi insoportable de una palabra que te abre los pulmones de la sabiduría de un golpe.

Puse un primer folio en aquella Olivetti portátil que pesaba como un muerto. Dispuesta a escribir esa primera novela. Creía que podía decir lo que quería decir, que no me iban a faltar palabras, ni espejos, ni tan siquiera editoriales. Volví los ojos hacia mi alma, allá donde sobreviven las emociones, allá donde van guardándose las cuentas de este rosario que es la vida. Y cuando empezaba a deslizarme por la vida de otro, dándole forma a su pensamiento, cometí el error de mirar por la ventana buscando huellas, imaginando el mar que se veía desde la casa de la tía Carmen. Ese mar que me faltaba como un beso de buenas noches.

Era el final de la primavera. Atardecía y Madrid me regalaba esos cielos rosados de los que he hablado y que no hay guapo que resista. El aire estaba preñado de deseo. Aplacé mi responsabilidad, aplacé aquel eterno folio en blanco y llamé a unos amigos. Me fui a la calle para despistar los deseos de volver a mi tierra.

Había estrenado unas sandalias de diseño imposible, y me senté en un banco de la plaza de Alonso Martínez para paliar la penitencia de la incipiente ampolla en mi pie izquierdo. Estaba a medio camino de mi cita, pero necesitaba comprobar si iba a poder llegar a destino. Andaba meditando entre darme la vuelta y volver a mi casa con el zapatito de marras en la mano, cuando en la cabina de al lado, un hombre hablaba en voz alta con aquel inconfundible acento dulce y seductor que tienen los canarios. Lo miré mientras desataba las cintas de mi sandalia y atendí, con la curiosidad que me caracteriza, a aquella conversación que tenía aires de ser muy privada, muy dolorosa y a la que era imposible no prestar atención por el volumen de voz que empleaba.

Fue la primera vez que vi a aquel moreno de rizos nerviosos.

El chico quería que alguien comprendiera algo que yo me había perdido y que por lo visto no era fácil de comprender. Se movía inquieto en la cabina, que tragaba dinero con avaricia. Sobre el mostrador de la cabina había una torrecita de monedas que él iba metiendo en aquella mezquina ranura. Se atusaba una barba tupida que veía a medias, e intermitentemente abría y cerraba la puerta mirando la plaza casi vacía. Pareciera que le faltara el aire, que una impotencia obstinada llenara aquel cubículo. Se desató una pequeña coleta y desparramó una cascada de rizos oscuros. Yo me quedé pegada a él. Ya sin otro destino que mirarlo.

—Escúchame, me quedan tres monedas... Te escribo hoy mismo y te mando la dirección de Carlos. ¿Me escuchas?... Sí...

Imaginé que la cabina se había tragado la torrecita de monedas, porque él dio un puñetazo sonoro. Colgó el auricular. Salió visiblemente enojado, a juzgar por los juramentos y se sentó en otro banco frente a mí. No me miró. No estaba para zarandajas. Primero dio una patada al pavimento, luego se agarró la cabeza y la escondió entre las manos, como si una vergüenza repentina le impidiera mostrar la cara. Yo lo miraba con la curiosidad convertida en alerta. Con ese sexto sentido que te avisa de que tienes que estar pendiente de la sorpresa que el destino te reserva. Por eso no le quité el ojo de encima y pude apreciar que su espalda se movía en pequeñas convulsiones. Hasta mí llegaron unos gemidos que pudieron conmigo y con mi sandalia de tacón.

El cielo ya no estaba rosa. Había oscurecido y el aire debió de congelarse porque, sin poder evitarlo y con un pie descalzo, como si tuviera una cojera de nacimiento, crucé hasta su banco, me senté junto a él y le pasé la mano por la espalda, tratando de abrazar aquella pena que ya era un poco mía.

He cruzado la calle sin mirar algunas veces en mi vida. Probablemente siga cruzando en esas mismas y poco aconsejables condiciones. Ciega, los ojos tapados por la ansiedad de llegar al otro lado. Es la parte de mí que me salva y que me pierde. La parte que me ata y me desata. La que hace que el plexo solar se me atasque y me atraviese luego esa barra de hierro que me impide respirar. Quizás fuera por eso o porque no hay nada tan escandaloso como un llanto inevitable y profundo. No lo sé, pero no pude evitar aquel movimiento que determinaría mi vida. El llanto es un reclamo. Todos lo utilizamos, pero si proviene de un hombre, al que parece que se le ha vetado paliar con lágrimas la desesperación, entonces el llanto suena como la alarma de un camión de bomberos. Por eso crucé hasta él dispuesta a ofrecer consuelo.

A veces me pregunto qué hubiera sido de mi vida si no me hubiera rozado la sandalia, si hubiera optado por la disciplina y me hubiera quedado aquella noche escribiendo el novelón que nunca escribí. Yo siempre le he hecho hueco al azar, estoy acogida bajo el manto de Nuestra Señora del Azar y la Sorpresa, y aquella noche ella se encargó de todo.

No vi los hermosos ojos de Ernesto hasta unos minutos después. No supe que su abrazo sería el norte de mi vida hasta unas horas después, y tardaría muchos años en comprender que era imposible renunciar a él, aunque aquel llanto, todo hay que decirlo, sería casi el único que viera en sus ojos.

Ernesto, mi marido, es un hombre especial. Tiene esa manera de vivir intensa, como si arriesgara la vida cada vez que respira. Todo lo que hace viene con un impulso añadido que suaviza el acento, que no pierde y que me pierde. Ernesto es un pirata que asalta los corazones de quien lo ama sin remedio y luego reparte tortas para escapar con su botín. Se salta la disciplina y opta casi siempre por romper la norma, pero la rompe con gracia, y con gracia también te enreda hasta conseguir de ti aquello que juraste negarle siempre.

Es condenadamente guapo y no sabe el efecto que causa en los que lo miran. Era mucho patrimonio para una seducción y sucumbí a ella. Nos deslizamos por los abrazos con determinación sin necesitar ponernos en antecedentes, sin que nada ofreciera resistencia a la sensación de encuentro que poseíamos.

El azar quiso también que después del consuelo de aquella noche hermosa nos separáramos con un beso de tornillo irrenunciable, dejando en manos del destino la posibilidad de volver a encontrarnos. No había móviles ni Internet ni páginas blancas... que orientaran las ganas de volver a verlo. Éramos progres. Los compromisos y las confesiones no nos pertenecían. Teníamos que cargarnos todo el protocolo. Incluso el del amor. Y fui a contárselo a Hortensia, a llorar la desventura de aquella aventura.

Unos meses más tarde lo vi sentado en una rueda de prensa que ofrecía un cantante de moda. Cuando nuestros ojos se encontraron decidimos seguir las normas que nosotros mismos nos prohibíamos, ya no queríamos estar libres, sino atados como los nudos del cordón de una zapatilla. Saltándonos los protocolos, nos dimos dirección, teléfono, dirección de la familia, lugar de nacimiento y, por supuesto, lugar de trabajo. No queríamos volver a separarnos. Ernesto era periodista como yo. Y el destino, un sinvergüenza que perfumaba el ambiente con el aroma de la eternidad...

Poco tiempo después, sin pensarlo mucho, sin saber casi ni por qué, nos casamos en el juzgado de Bilbao, un día que no se casaba nadie. Una mañana anónima de diciembre, martes para ser más exactos.

Mi madre lloraba porque no me había casado de blanco y por la Iglesia. Mis tías lloraban porque mi madre lloraba porque no me había casado de blanco, y además no teníamos nada. Mi padre lloraba porque no estaba el padre de Ernesto para llorar con él. Mi hermana María lloraba porque siempre llora cuando cree que alguien no es todo lo feliz que debiera. Diego lloraba porque lloraban todos. Carlos trataba de que nadie llorara y Braulio lloraba porque yo le había dicho que no había motivos para llorar.

Ernesto y yo, sin embargo, íbamos a bordo de una nube de felicidad. Estrenábamos una historia de amor que no sabíamos a dónde nos llevaba, pero sabíamos que era la nuestra. Nos pertenecía y estábamos dispuestos a vivirla. Nos agarrábamos a ese timón sólido y a nuestra propia ignorancia.

Y luego vino la realidad: situarnos.

El movió amistades en Madrid. Las Farinelli hicieron lo propio en Bilbao. Braulio llamó a un novio suyo de Nueva York, Hortensia me buscó un apaño en una revista...

Como resultado y después de entregar ambos nuestro curriculum en un grupo de comunicación —conocido y próspero que nació en Bilbao—, admitieron a Ernesto porque era hombre, porque era guapo y porque llevaba puesta una corbata de seda natural que le colocó Braulio como él sabe hacer.

Trajimos de Madrid mi Olivetti con el folio en blanco y el deseo de que se llenara de palabras. Me despedí del trabajo y con el finiquito y las dádivas familiares, nos instalamos en una casita junto a la playa, a improvisar los días.

Ernesto trabajaba con horario y ahínco. Se vestía con traje y corbata y me daba un beso perfumado cuando salía cada mañana a protagonizar la historia de los medios de comunicación españoles. Yo me dedicaba a llamar a las puertas de mis amigos. Comencé a frecuentar tertulias, televisiones locales y periódicos de pequeña tirada, que apenas pagaban. Realizaba reportajes para revistas de decoración que sí pagaban.

Me gustaba sentirme libre, tener tiempo para amar a Ernesto, para detenerme en la piel de aquel hombre que sabía divertirme como nadie lo había hecho nunca. Paseábamos el amor con tranquilidad, nos tomábamos cervezas con los amigos, cocinaba, me rendía a la familia de nuevo, leía, escribía y le construía un nido a Ernesto. Fui ofreciéndole una lealtad inquebrantable, un hogar para el descanso del guerrero, una tranquilidad que tampoco yo sabía que tenía.

Un par de años después, me entró la llamada de la selva. Y comencé a marearlo con el deseo de una maternidad urgente. Quería prolongar mi historia con Ernesto, tener algo de él, de su amor, abrazar un hijo, mostrarle la vida. Y como no se piensa, porque si se pensara..., llegaron primero Juan, luego Diego y después Marina.

Naturalmente, mis días se fueron complicando, desapareciendo. No quise enredarme en trabajos que no me permitían besarlos lo necesario para mi corazón. Me quedé a cuidarlos, a enseñarles a coger el tenedor, a comer verduras, a saludar a las vecinas, a meter mi nariz en el pliegue de su cuello y besarlos para que se pusieran eléctricos. Me quedé a construirles esos pilares que me habían sostenido a mí, los de la abuela Luchía, los de mi madre, los de los Farinelli. Los pilares que hacen que, por mucha tempestad que haya en el mar de la vida, una nunca olvide que un día amaina. Me quedé a cantarles
O mio Babbino Caro,
a quererlos mucho y bien, y como eso lleva su tiempo, me olvidé de mí.

BOOK: El salón de la embajada italiana
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