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Authors: Endo Shusaku

El samurái (10 page)

BOOK: El samurái
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—En el tiempo que me he visto obligado a permanecer en el Japón —me dijo hace dos días—, no he podido soportar la arrogancia y el genio vivo de los japoneses. Nunca he conocido gente menos sincera, gente que considera una virtud lograr que nadie sepa lo que piensan.

Respondí que su sistema político es tan refinado que en ocasiones se hace difícil creer que sean una nación pagana.

—Precisamente por eso es tan difícil tratar con ellos —dijo el primer oficial—. Dentro de poco tratarán de dominar el Pacífico. Si queréis convertirlos al cristianismo, más fácilmente lo conseguiréis con las armas que con las palabras.

—¿Con las armas? —dije impulsivamente—. Subestimáis este país. No es como Nueva España o las Filipinas. Los japoneses están familiarizados con la guerra, y son terribles en la batalla. ¿Sabéis? Los jesuitas fracasaron porque cometieron el mismo error.

Ni el capitán ni el primer oficial parecían interesados, pero aun así enumeré los errores de la estrategia jesuita uno por uno. Por ejemplo, el padre Coelho y el padre Frois querían que el Japón fuera una colonia española para propagar luego el cristianismo. Los gobernantes japoneses se encolerizaron cuando lo supieron. Cuando hablo de los jesuitas, muchas veces pierdo la prudencia.

—Para difundir en el Japón las enseñanzas de Dios —terminé, arrastrado por la pasión—, sólo hay un método posible. Hay que engatusarlos. España debe estar dispuesta a compartir con los japoneses las ganancias del comercio en el Pacífico a cambio de facilidades para la evangelización. Los japoneses sacrificarán cualquier otra cosa por esas ganancias. Si yo fuera obispo...

Ante estas palabras, el capitán y el primer oficial se miraron en silencio. No era el silencio de la aprobación; sin duda les parecía que mis cálculos eran poco adecuados para un sacerdote. Aunque tengo plena conciencia de la necesidad de ser discreto cuando se habla con personas mundanas, había cometido un desliz.

—El padre parece más interesado por la evangelización del Japón —dijo irónicamente el capitán— que por el interés nacional de España.

No agregó nada más. Era evidente que habían visto en mis palabras, «Sí yo fuera obispo», la expresión de una vana ambición personal. Pero sólo el Señor conoce y juzga los corazones de los hombres. «Tú sabes bien que no he hablado por mera ambición personal. He elegido el Japón como el sitio donde he de morir. Ocurre simplemente que soy la persona apropiada para conseguir que resuenen en todo el Japón las voces que cantan Tus alabanzas.»

Sucedió algo interesante. Mientras caminaba por la cubierta recitando el breviario, se me acercó uno de los comerciantes japoneses. Me estudió con curiosidad mientras yo murmuraba mis plegarias y luego, como si observara a alguna criatura extraña, preguntó:

—Señor intérprete, ¿qué estáis haciendo?

Pensé, como un tonto, que el hombre tenía algún interés por las plegarias, pero no era así. Me dedicó una sonrisa seductora, bajó la voz y me pidió que sólo a él le concediera privilegios para comerciar en Nueva España. Aparté el rostro, como si él tuviera mal aliento, pero continuó sonriendo y agregó:

—Cuando llegue el momento, seré generoso. Ganaré dinero, y una parte será para vos.

Permití que la cólera asomara a mi rostro y le dije claramente que si bien era un intérprete, era también un sacerdote y como tal había renunciado al mundo secular. Luego lo envié de vuelta a su cabina.

No deseo que estos dos meses de viaje me condenen al ocio como sacerdote. Todos los días digo misa en el comedor para los marinos españoles, pero los japoneses no se acercan siquiera a mirar. Para ellos la felicidad significa solamente obtener ganancias. Si una religión les prometiera todos los beneficios de esta vida —amasar riquezas, vencer en la batalla, librarse de las enfermedades—, los japoneses la aceptarían de buen grado; pero parecen totalmente insensibles a lo sobrenatural y a lo eterno. Aun así, me sentiré fracasado si en el curso del viaje no predico la palabra de Dios a los más de cien japoneses que nos acompañan.

Los emisarios padecían cruelmente de mareo. Nishi Kyusuke y Matsuki Chusaku no estaban tan mal, pero durante varios días, después de la partida de Tsukinoura, Tanaka Tarozaemon y el samurái permanecieron echados en sus lechos como muertos, oyendo solamente el melancólico crujido de los mástiles y la jarcia. No tenían idea de dónde estaban, ni les importaba. La nave brandaba constantemente y aunque cerraban los ojos, no podían evitar la sensación de que una tremenda fuerza los levantaba lentamente, y luego los impulsaba lentamente hacia abajo. El samurái sentía náuseas y soledad al mismo tiempo. Por momentos dormía y a veces pensaba oscuramente en la cara de Riku, en sus hijos y en su tío sentado junto al hogar.

Los asistentes de los emisarios debían ocuparse de sus comidas. Cuando Yozo entraba trastabillando en la cabina con una bandeja para el samurái, parecía también pálido y tenso. El samurái no tenía apetito, fuera lo que fuese lo que le ofrecían, pero se obligaba a comer por el bien de la misión.

—No es nada grave. —Velasco trataba de consolar al samurái y a Tanaka; su expresión era de simpatía—. El mareo es cosa de hábito. Dentro de cuatro o cinco días veréis que ni siquiera las grandes olas o los temporales os afectan.

El samurái no podía creerlo. Pero envidiaba al joven Nishi Kyusuke, quien podía deambular por todo el barco y pedir a Velasco que le enseñara frases en su idioma.

Sin embargo, curiosamente, cuando transcurrieron tres o cuatro días las agonías del mareo empezaron a disiparse, tal como había dicho Velasco. La mañana del quinto día el samurái salió por primera vez de la cabina, que olía a laca y a aceite de pescado, y subió a cubierta. Apenas puso el pie en la solitaria cubierta el fuerte viento abofeteó su rostro sin aviso previo. Contuvo la respiración y de pronto vio grandes olas en todas direcciones.

Contemplaba por primera vez el vasto océano. No había ni rastro de tierra, ni siquiera la silueta de una isla. Las olas entrechocaban y lanzaban gritos de guerra como un ejército incontable. La proa hendía el cielo gris como una espada: levantando altas montañas de agua parecía sumergirse en un valle del océano y luego volvía a erguirse.

Los ojos del samurái giraron. Apenas podía respirar a causa del viento. Hacia el este, olas centelleantes. Hacia el oeste, olas clamorosas. Hacia el sur y hacia el norte, siempre el océano. El samurái tuvo conciencia por vez primera de la grandeza del mar. Comparada con el océano, su llanura era poco más que una mancha diminuta. Gimió ante esa inmensidad.

Oyó pasos. Matsuki Chusaku se reunió con él. Ese hombre delgado y triste miraba también maravillado el vasto espectáculo que se les ofrecía.

—El mundo es verdaderamente enorme.

Pero el viento se llevó las palabras del samurái como una tira de papel.

—No puedo creer que el océano se extienda hasta Nueva España.

Matsuki no dio señales de haber oído. Estaba inmóvil, de espaldas al samurái. Durante largo tiempo miró el mar y luego se volvió hacia su compañero. La sombra del mástil pasó por su cara.

—Nos llevará dos meses atravesar este océano —dijo Matsuki. Pero el viento le robó también sus palabras, y el samurái tuvo que preguntarle qué había dicho—. Señor Hasekura —agregó—, ¿qué pensáis de nuestra misión?

—¿Nuestra misión? Para mí es un honor que no merezco.

—No es eso lo que quería decir —Matsuki sacudió la cabeza con furia—. ¿Qué os parece que a unos cabos como nosotros se nos confíe una misión de tal importancia? No he podido pensar en otra cosa desde que el barco salió del Japón.

El samurái no dijo nada. También para él era un enigma.

—Señor Matsuki... ¿Qué pensáis vos?

—Que sólo somos carne de cañón para el Consejo de Ancianos.

—¿Carne de cañón?

—Lo natural hubiera sido que los principales magistrados asumieran esta importante misión, y sin embargo nos han elegido a nosotros. ¿Por qué? Porque un samurái de baja graduación puede ahogarse o morir de alguna extraña enfermedad en un país desconocido sin que eso preocupe en lo más mínimo a Su Señoría o al Consejo.

Matsuki saboreó el efecto de sus palabras mientras veía cómo la cara del samurái palidecía.

—¿Qué clase de emisarios pueden ser unas personas cuyas palabras nadie puede comprender? Dependemos de ese Velasco para entregar las cartas de Su Señoría. Una vez que se establezca el comercio con Nueva España y se decida que las naves extranjeras visiten los puertos de Shiogama y Kesennuma, podemos pudrirnos en cualquier rincón del mundo; y eso no quitará el sueño a Su Señoría ni a los ancianos magistrados.

La espuma arrastrada por el viento humedeció los pies de los dos hombres. El aparejo crujió.

—Eso... Eso no es lo que ha dicho el señor Shiraishi —protestó el samurái, en tono casi quejumbroso. Le irritaba carecer de la elocuencia necesaria para refutar las palabras de Matsuki. Si realmente eran lo que él decía, ¿por qué habían insistido el señor Shiraishi y el señor Ishida en que cuidaran de su salud hasta el regreso? ¿Por qué le habían dicho que entonces considerarían la devolución de sus tierras de Kurokawa?

—¿Cómo hubiera podido decirlo? —preguntó burlonamente Matsuki—. Cuando Su Señoría dividió los feudos, hace doce años, despojó de sus viejas posesiones hereditarias a muchos samuráis rurales, a quienes asignó tierras áridas y desoladas elegidas por el Consejo de Ancianos. Todos hemos pedido la devolución de nuestras antiguas tierras, pero jamás hemos recibido una respuesta satisfactoria, y todos los cabos hierven de descontento. Es vuestro caso, el mío y el de Tanaka y Nishi. Por eso nos han elegido entre los descontentos y nos han impuesto este miserable viaje, y si morimos en alguna parte del camino nuestras familias se verán desheredadas. Si no cumplimos con éxito nuestra misión, seremos castigados. Será una advertencia para todos los demás descontentos. Ocurra lo que ocurra, el Consejo saldrá ganando.

—No os creo.

—No tenéis por qué creerme. ¿Pero sabíais que el Consejo de Ancianos se dividió en dos opiniones opuestas antes de que zarpara el barco? —preguntó crípticamente Matsuki, mientras ponía el pie en la escalera—. No importa. Después de todo, sólo son conjeturas.

Matsuki descendió y el samurái permaneció solo en la cubierta, frente al mar embravecido.

«Esta misión es como una batalla —pensó—. En el campo de batalla, un cabo dirige a los soldados de infantería a través del granizo de las balas y las flechas. Pero los ancianos magistrados permanecen en la retaguardia y ejercen el mando del total de las fuerzas.» Para disipar la angustia de su corazón, el samurái intentaba convencerse de que los magistrados no eran los emisarios por la misma razón por la que no participaban en el combate; pero las palabras de Matsuki retorcían dolorosamente sus entrañas.

Cuando bajó, la furia del viento y el estruendo de las olas se desvanecieron bruscamente. El samurái no deseaba volver al camarote de los emisarios. El olor a laca era sofocante. Contempló el sollado de los comerciantes. Sabía que sus asistentes Yozo, Seihachi, Daisuke e Ichisuke habían encontrado allí un sitio.

El olor de las esteras de paja enrolladas se mezclaba con el de los cuerpos humanos. Parte del centenar de mercaderes jugaban a los dados, agrupados en círculos, y otros descansaban en el suelo. Yozo y los demás estaban echados detrás del cargamento; todavía sufrían de mareo, pero cuando sintieron la presencia de su amo junto a sus almohadas se incorporaron de prisa.

—Está bien. No os levantéis —dijo a los cuatro hombres, mientras se inclinaban ante él—. El mareo es algo terrible, ¿verdad? El océano es todavía más cruel con quienes nos hemos criado en la llanura.

Sugirió que, cuando regresaran al Japón, no debían decir nada del indecoroso estado en que los sumía el mareo. Por primera vez, los asistentes sonrieron. Mientras estudiaba sus rostros ansiosos, el samurái tenía plena conciencia de que esos cuatro hombres serían sus únicos compañeros inseparables en ese largo y penoso viaje. Si regresaban al Japón, quizás habría alguna recompensa para él. Pero a ellos sólo les esperaban sus amargas vidas de duro trabajo.

—Ya debe de haber comenzado la estación lluviosa en la llanura.

Durante esa estación llovía sin cesar todos los días. Los campesinos, desnudos, cubiertos de barro, trabajaban bajo la lluvia. Sin embargo, incluso esa penosa imagen provocaba la nostalgia del samurái y de sus asistentes...

—Somos japoneses. —Nishi dirigió esas palabras, en español, a Tanaka y al samurái, que estaban sentados en distintas posiciones escribiendo sus diarios de viaje. El samurái levantó la vista con curiosidad—. ¿No queréis venir? El señor Velasco, el intérprete, está enseñando español a los comerciantes.

—Nishi, si los emisarios nos mezclamos con los mercaderes, los españoles nos despreciarán —se quejó Tanaka. Nishi enrojeció levemente ante el reproche.

—Pero si no comprendemos una palabra cuando lleguemos...

—Tenemos un intérprete, ¿sabéis? Un intérprete —Mientras contemplaba al alicaído Nishi, el samurái envidiaba interiormente su capacidad para adaptarse a todo, para demostrar cálido interés a todos. El samurái, como Tanaka, había nacido en la llanura y era tímido y reservado. Pero el joven recorría la nave de un extremo al otro con infinita curiosidad por su construcción y por la navegación. Copiaba en trozos de papel las palabras que usaban los marinos españoles, y así pudo comunicar a los demás el significado de «capitán», «cubierta» y «vela».

—Pero el señor Matsuki —protestó Nishi, con las mejillas todavía rosadas— está aprendiendo español con los comerciantes.

Tanaka frunció el entrecejo. Era el mayor de los emisarios, y vivía con el constante temor de que la dignidad de los enviados se viera comprometida. Por esta razón, en presencia de los extranjeros, hacía todo lo posible para no demostrar sorpresa ante las novedades del viaje y de la nave.

—¿También el señor Matsuki? —preguntó, sorprendido, el samurái.

—Sí.

El samurái no podía imaginar qué se proponía ese hombre pálido y sombrío. Un momento antes, como si escupiera las palabras, había afirmado que sólo eran piezas sacrificadas del juego de Su Señoría, y que el Consejo de Ancianos los enviaba a este peligroso viaje para sofocar el descontento de los cabos por sus nuevos feudos. El samurái no había comunicado esa conversación a Tanaka ni a Nishi. Por alguna razón, le atemorizaba hacerlo.

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