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Authors: Endo Shusaku

El samurái (3 page)

BOOK: El samurái
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«Si yo hubiera sido obispo, no habría tolerado semejante estupidez. Si yo hubiera sido obispo del Japón...»

Mientras estas palabras se formaban en su mente, enrojeció como una muchacha. Comprendió que en su interior perduraban de modo perverso la vanidad y la ambición humanas. Había un elemento egoísta en su deseo de ser obispo y recibir del Vaticano plena responsabilidad de la obra misionera en el Japón.

El padre del misionero había sido miembro de la influyente asamblea municipal de Sevilla y entre sus antepasados, había un virrey de Panamá. Otro había sido un magistrado de la Inquisición. Y su abuelo había participado en la conquista de las Indias Occidentales. Sólo después de llegar al Japón había reconocido que la sangre de políticos que llevaba en sus venas le daba talentos que los sacerdotes comunes no poseían. Podía presentarse ante el Naifu o el Shogun sin la menor traza de servilismo, leer los pensamientos de sus astutos consejeros y ganarlos para su causa.

Pero debido a las presiones de la Compañía de Jesús, se le había negado hasta el momento el entorno adecuado para el desarrollo de esas capacidades heredadas. Sabía que los jesuitas, incapaces de manipular con destreza a Hideyoshi
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o al Naifu e incluso de apaciguar a los prelados budistas que habían establecido una sólida cabeza de puente en el castillo de Edo, habían sembrado simientes de antipatía y desconfianza entre esos poderosos individuos. Por esa razón, aunque le avergonzaban sus propias ambiciones, no podía reprimir su deseo de ser obispo. «La difusión del evangelio en esta tierra es una guerra. Cuando en el campo de batalla hay comandantes incompetentes, se vierte sin necesidad la sangre de los guerreros.»

Por lo tanto, debía conservar la vida. Mientras estaba escondido, supo que habían capturado a cinco cristianos, pero su sentido de la misión le había llevado a evitar un destino similar.

«Sin embargo, si ya no me necesitas —murmuró, frotando sus piernas entumecidas—, puedes llamarme en cualquier momento. Sabes mejor que nadie que no estoy de ningún modo apegado a la vida.»

Algo suave y negro rozó la pierna que masajeaba. Era una de las ratas que habitaban en la prisión. La noche anterior, mientras dormía, las ratas habían mordisqueado algo en un rincón del pequeño recinto. Cada vez que el ruido lo despertaba, pronunciaba una plegaria por los cinco cristianos, que sin duda habían perecido. Con la plegaria trataba de calmar los escrúpulos de conciencia que lo atormentaban por haberlos abandonado.

Al oír pasos a lo lejos, el misionero recogió de prisa las piernas y se incorporó. No quería que el guardia que le traía alimentos lo viera en una postura indecorosa. Ni siquiera en la prisión podía permitirse una conducta que suscitara las burlas de los japoneses.

Los pasos se acercaron. Resolvió que debía tratar de sonreír, de modo que cuando oyó el ruido sordo de la llave en la cerradura, el misionero arrugó las mejillas. Siempre había pensado que sonreiría cuando se le acercara la muerte.

La puerta se abrió con un crujido y una luz como de estaño en fusión bañó el oscuro suelo de tierra. Guiñó los ojos y sonrió ante la puerta, y advirtió que no era el guardia habitual. Dos oficiales con kimonos negros lo miraban.

—¡Sal! —gritó uno de ellos. La palabra «libertad», mezclada con un estallido de alegría, aleteó en la mente del misionero.

—¿Adónde vamos? —dijo serenamente, todavía sonriendo, pero sus piernas vacilaban. En silencio, los oficiales se alejaron de la celda, moviendo los hombros al caminar. Esa afectada forma de caminar, propia de los japoneses, le recordó los movimientos ridículos de los niños y, confiando ahora en que sería liberado, acentuó su sonrisa.

—Mira eso. —Uno de los oficiales se detuvo bruscamente y miró por encima del hombro, indicando con la barbilla una ventana por donde se veía el patio. Fuera el sol empezaba a desaparecer. Había en el suelo alfombrillas de paja, cubos de agua y dos bancos uno junto al otro.

—¿Sabes qué es? —El segundo oficial rió con desdén y, con un dedo extendido, fingió cortarse el cuello.

—¡Eso es lo que es! —Vio con cruel satisfacción que el cuerpo del misionero se ponía rígido—. El extranjero está temblando.

El misionero apretó los puños, luchando por refrenar la furia y la vergüenza que lo dominaban. Durante dos días había sido humillado por las amenazas de aquellos oficiales menores y, para una persona con un orgullo como el suyo, era insoportable reconocer que durante un instante había permitido que esos hombres vieran el miedo en su rostro. Las rodillas continuaron vacilándole hasta que salió de la prisión y lo llevaron al edificio que había enfrente.

Caía la noche y no se veía que allí hubiese algún otro ser humano. Antes de alejarse, los oficiales le ordenaron que se sentara en el frío suelo pulido de la habitación adonde lo habían llevado. El misionero, como un niño que come en secreto, gozó de la seguridad de que sería liberado.

—Ya ves —murmuró—, es como yo pensaba. —La vergüenza que había sentido tan poco antes se disipó y fue reemplazada por la certeza de que su percepción no había sido errónea—. Es cosa sencilla descubrir lo que piensa un japonés.

Sabía que ellos respetarían la vida de cualquiera que les sirviera, independientemente de que les agradara o no; y su talento como intérprete era todavía indispensable para los gobernantes del país, deslumbrados por la perspectiva de un comercio provechoso. Por esto el Naifu y el Shogun, a pesar de su desdén por los cristianos, permitían que los misioneros residieran en la ciudad. El Naifu quería otro puerto, equivalente a Nagasaki, desde donde pudiera comerciar con tierras distantes. Tenía especial deseo de iniciar relaciones comerciales con Nueva España, del otro lado del mar, y había enviado varias cartas con ese fin al virrey español de Manila. En varias ocasiones, el misionero había sido convocado al castillo de Edo para traducir esas cartas y las respuestas de Manila.

Sólo una vez había visto al Naifu. Mientras acompañaba al castillo a un emisario de Manila, había advenido en la oscura cámara de audiencias a un anciano que escuchaba con infinita atención en una silla tapizada de terciopelo. No hablaba, pero oía inexpresivamente la conversación entre el emisario y los consejeros y miraba los extraños regalos que aquél había traído. Sin embargo, más tarde, ese rostro y esos ojos sin expresión habían reaparecido muchas veces en la mente del misionero; evocaban en él una emoción parecida al miedo. Ese anciano era el Naifu, y su rostro era el de un político, pensó.

Se oyeron pasos en el pasillo. El misionero, sentado con la cabeza inclinada, oyó el seco roce de las vestiduras.

—Señor Velasco.

El misionero alzó la vista. Goto Shozaburo, el asesor comercial del gobierno (los japoneses lo llamaban «Inspector de Monedas»), estaba sentado en el estrado, y detrás de él estaban los dos oficiales en el suelo de madera. Durante unos instantes el señor Goto miró al misionero con la gravedad única de los japoneses. Luego suspiró y dijo:

—Sois libre de marcharos. Todo ha sido un error de los oficiales.

—Comprendo.

El misionero sintió júbilo. Dirigió una mirada de satisfacción a los dos oficiales que lo habían humillado. Era una mirada muy parecida a las que solía dedicar a los fieles cuando perdonaba sus pecados.

—Pero señor Velasco... —Las vestiduras crujieron nuevamente cuando el señor Goto se puso de pie, y su rostro se tornó más amargo cuando agregó: — Sabéis que no estáis aquí como sacerdote. Si una persona influyente no hubiera intercedido nuevamente por vos, no se puede saber qué os habría ocurrido.

Insinuaba que el misionero visitaba en secreto a los cristianos. Se permitiera o no en los dominios de otros
daimyo
s, este año la construcción de iglesias y la práctica del cristianismo estaban estrictamente prohibidas en las regiones sometidas al control directo del Naifu. Le permitían vivir en esa gran ciudad como intérprete; no como sacerdote.

Cuando el señor Goto se retiró, los dos oficiales, cuyos rostros expresaban franco descontento, le indicaron con la barbilla otra salida. La noche ya había caído sobre la ciudad.

El misionero regresó en palanquín a su morada de Asakusa. Un macizo de árboles recortados contra el cielo eran la señal de su casa. Un grupo de leprosos proscritos había construido allí una colonia y, hasta dos años antes, la orden franciscana había mantenido en ese lugar una pequeña clínica para ellos. La clínica había sido derribada, pero habían permitido quedarse al misionero en compañía de un coreano y de un sacerdote más joven llamado Diego, en una cabaña perteneciente a la estructura anterior que se había conservado.

Diego y el coreano lo recibieron con asombro y permanecieron a su lado mientras él comía un poco de arroz y de pescado seco. Un ave chilló entre los árboles vecinos.

—Los japoneses nunca han puesto a nadie en libertad tan pronto, ¿verdad? —dijo el padre Diego, mientras atendía al misionero. Su colega se limitó a sonreír, aunque saboreaba interiormente una sensación de triunfo y de satisfacción.

—No han sido los japoneses quienes me liberaron —dijo a Diego con una expresión que hubiera podido ser de humildad o de orgullo—. El Señor quiere algo de mí. Y el Señor me ha liberado para que cumpla esa tarea.

Después de comer, el misionero elevó una plegaria en silencio. «Oh, Señor, Tu obra nunca puede ser destruida. Por eso has preservado mi vida.»

En esa oración había una nota de orgullo poco adecuada para un sacerdote, pero él no lo sabía.

Tres días más tarde el misionero, acompañado por el coreano, fue a la residencia del asesor comercial para expresar su gratitud por la liberación. Sabiendo que a los funcionarios japoneses les agradaba el vino, llevó varias botellas del que se utilizaba en la misa.

Aunque el asesor comercial estaba con un visitante cuando llegaron, los condujeron a su habitación y no a una cámara separada para que aguardasen. El señor Goto inclinó levemente la cabeza cuando entró el misionero, pero continuó con su conversación. Evidentemente deseaba que el misionero oyera lo que se decía.

Se mencionaron varias veces los nombres de dos sitios: Tsukinoura y Shiogama. El asesor y un samurái gordo de mediana edad hablaban con gran deliberación, y observaron que Tsukinoura sería un puerto mejor que Nagasaki.

Aunque el misionero miraba el jardín a que daba la habitación, escuchaba atentamente. Merced al bagaje de conocimientos que había acumulado durante sus tres años como intérprete, pudo formarse una idea, aunque vaga, acerca del fondo de la conversación.

Hacía varios años que el Naifu buscaba al este de Japón un puerto que pudiera rivalizar con Nagasaki. En términos de política interior, Nagasaki estaba demasiado lejos de la zona oriental dominada por el Naifu; y si algún poderoso
daimyo
de Kyushu se rebelaba, podría apoderarse fácilmente del puerto. Además, algunos poderosos
daimyo
s de Kyushu, como el señor Shimazu y el señor Kato, apoyaban al clan Toyotomi de Osaka, que todavía estaba fuera del alcance del Naifu. Desde el punto de vista de los asuntos exteriores, al Naifu no le agradaba que los barcos de Manila y de Macao atracaran únicamente en Nagasaki. Deseaba establecer lazos comerciales directos con la fuente del comercio, Nueva España, en lugar de comerciar por intermedio de Manila. Por lo tanto, buscaba en las provincias orientales un puerto apropiado para el comercio con Nueva España. En Kanto había uno llamado Uraga, pero a causa de las veloces corrientes, todas las naves que habían intentado llegar a Uraga habían naufragado. Por esa razón, el Naifu había ordenado a un
daimyo
influyente, cuyo dominio del noreste se encontraba más cerca de la Corriente Negra que cualquier otra región del Japón, que buscara un puerto. Quizás estaban considerando las posibilidades de establecerlo en Tsukinoura o en Shiogama.

«Pero ¿por qué quiere el asesor que yo escuche esta conversación?», se preguntó el misionero. Miró furtivamente los rostros de los dos japoneses.

El señor Goto se volvió hacia él, como si hubiera sentido que el misionero lo miraba.

—¿Conocéis al señor Ishida? Este es el señor Velasco, a quien se le ha permitido permanecer en Edo en calidad de intérprete.

El samurái gordo sonrió e hizo una leve inclinación.

—¿Habéis estado alguna vez en el noreste? —El misionero mantuvo las manos sobre las rodillas y movió la cabeza. Años de experiencia le habían enseñado el protocolo en esas situaciones.

—El dominio del señor Ishida no es como Edo —dijo el asesor con una pizca de ironía—. Me dicen que allí no castigan a los cristianos. Podríais vivir allí sin nada que temer, señor Velasco.

Por supuesto, el misionero lo sabía. El Naifu había proscrito el cristianismo en los dominios sometidos a su control directo, pero no había obligado a los demás
daimyo
s a seguir su ejemplo, temiendo una rebelión de los fíeles y guerreros cristianos, y toleraba a los numerosos cristianos que habían huido al noreste o a las provincias occidentales después de ser expulsados de Edo.

—Señor Velasco, ¿habéis oído alguna vez los nombres de Shiogama o Tsukinoura? Son dos pueblos del noreste, especialmente apropiados para la construcción de un puerto.

—¿Y queréis establecer allí un puerto como Uraga?

—Esa es una parte de nuestro plan. Además, en un puerto así podríamos construir grandes naves como las que poseéis vosotros los europeos.

Durante un momento el misionero perdió el habla. Por lo que sabía, hasta ahora los japoneses sólo disponían de naves del shogunado que seguían el modelo de las barcas chinas o siamesas. No tenían astilleros ni experiencia para construir galeones capaces de atravesar a voluntad los océanos. Incluso si lograban construirlos, era poco probable que pudieran navegar en ellos.

—¿Serían construidas por japoneses?

—Quizás. Shiogama y Tsukinoura están frente al mar, y hay allí grandes cantidades de madera buena.

El misionero se preguntó por qué el asesor discutía tan abiertamente en su presencia un asunto secreto como aquél. Estudió las expresiones de ambos hombres y buscó al azar una respuesta.

Eso quizá significaba que utilizarían la tripulación de aquel barco...

El año anterior, la nave del emisario español venido de Manila, cuyas palabras había traducido Velasco en el castillo de Edo, había encontrado una tormenta en el viaje de retorno y había sido arrastrada a la costa en Kishu: como era imposible repararla, había quedado en Uraga. El emisario y los tripulantes estaban todavía en Edo, esperando pacientemente a que otro barco viniera a buscarlos. Quizá los japoneses planeaban usar a los marineros para que construyesen un galeón igual al suyo.

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