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Authors: Endo Shusaku

El samurái (4 page)

BOOK: El samurái
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—Y todo esto, ¿ya está decidido?

—No, no. Sólo es una idea que se ha mencionado.

El asesor dirigió la vista al jardín. Como el misionero sabía, era la señal de que él debía retirarse, de modo que pronunció unas palabras de agradecimiento por su libertad y salió de la habitación.

Mientras se inclinaba ante el séquito del asesor en la antecámara, pensó: «¿De modo que finalmente los japoneses planean atravesar el Pacífico por sus propios medios y llegar a Nueva España? Estos hombres son como hormigas. Se atreven a todo. Cuando las hormigas encuentran una charca, algunas sacrifican sus vidas y forman un puente para las demás. Los japoneses son un ejército de hormigas negras, y tienen ese mismo instinto».

Durante varios años el Naifu había intentado establecer relaciones comerciales con Nueva España, pero el virrey de Manila había respondido a sus propuestas con evasivas. Los españoles deseaban conservar el monopolio del comercio en todo el océano Pacífico.

Pero si los japoneses decidían emplear a los marinos españoles retenidos en la costa para que les construyeran un barco, sin duda lo necesitarían a él como intérprete. Gradualmente comprendió por qué Goto había dispuesto que lo sacaran de la prisión. Goto había sugerido que su libertad se debía a los buenos oficios de cierto individuo. Quizás ese «cierto individuo» era el consejero superior responsable de todo el plan. O quizás era Ishida, el hombre que estaba conversando con Goto. Dios utiliza a todos los hombres; pero los japoneses sólo a aquéllos que pueden proporcionarles algún beneficio. Habían intimidado al misionero, y luego lo habían perdonado precisamente porque podía ser útil para ellos. Era una técnica que les complacía emplear.

No dio a Diego ni al coreano detalles de la conversación de ese día. Diego era un sacerdote como él, aunque algo más joven, también de la orden franciscana. Sin embargo, interiormente el misionero se burlaba de Diego y de sus ojos rojos como los de un conejo. En los años de seminario, nunca había logrado refrenar el desdén cuando se encontraba con ese colega sincero pero poco eficaz. Velasco sabía que ése era un defecto de su carácter, pero nada podía hacer para evitarlo.

—Hay una carta de Osaka.

Diego buscó en el bolsillo de su gastado hábito y sacó su rosario y una carta abierta. Luego miró con los ojos húmedos al misionero y dijo:

—Los jesuitas vuelven a denunciarnos.

El misionero abrió la carta debajo de la llama de la vela, que fluctuaba como las alas de una mariposa. Amarillentas gotas de lluvia habían manchado el papel y borroneado la tinta. La carta, escrita casi veinte días antes por el superior de Osaka, el padre Muñoz, decía que en Osaka se intensificaba el odio contra el Naifu de Edo y que el gobierno de Osaka estaba tomando a su servicio, uno tras otro, a los seguidores del
daimyo
derrotado por el Naifu en la batalla de Sekigahra.

Después de estos comentarios iniciales, el padre Muñoz informaba que el provincial de la Compañía de Jesús en Kinki había remitido una carta a Roma con quejas acerca de los métodos proselitistas de los franciscanos.

«Los jesuitas sostienen que hemos excitado innecesariamente la ira del Naifu y del Shogun al mantener el contacto con los fieles japoneses a pesar de la prohibición de la obra misionera en Edo, y que a consecuencia de esto las persecuciones se extenderán pronto a todas las regiones donde todavía se nos permite predicar.»

El misionero contuvo su creciente furia y arrojó la carta a Diego.

—¡Necios arrogantes! —Cuando sus emociones se desataban, una llamarada roja cubría el cuello y las mejillas del misionero. La censura de los jesuitas no era nada nuevo. Acechaban constantemente en la sombra y calumniaban a los franciscanos en Roma. La única razón eran los celos. Desde que Francisco Javier había puesto el pie en el Japón sesenta y tres años antes, la orden jesuítica había monopolizado la actividad misionera. Cuando una bula del Papa Clemente VIII autorizó las misiones de otras órdenes, los jesuitas, en su desesperación, habían empezado a atacar encarnizadamente a las otras hermandades.

—Los jesuitas olvidan que ellos mismos son la causa de que los cristianos sean perseguidos en el Japón. Deberían pensar quién provocó la ira del último Taiko.

Diego alzó tímidamente sus ojos hinchados y enrojecidos. El misionero los miró y decidió que no tenía sentido hablar con su inepto compatriota. Habían pasado tres años desde su llegada al Japón y todavía no hablaba aceptablemente el idioma. Como una oveja obediente, sólo hacía lo que sus superiores le ordenaban.

Varias décadas antes los jesuitas habían recibido tierras en Nagasaki. Eran esencialmente colonias autónomas, y el producto que obtenían de esas tierras proporcionaba los fondos para su empresa evangelizadora. Aunque no disponían de fuerzas militares propias, recaudaban impuestos y ejercían derechos de aparcería en su feudo. Todo el mundo sabía que cuando el Taiko ocupó Kyushu y se enteró de tal situación se enfureció, dijo que eso era sencillamente una invasión con la excusa de la actividad misionera y proscribió el cristianismo. Así se había originado la persecución que ensombrecía las perspectivas de las misiones del Japón, pero los jesuitas preferían olvidar su propio papel.

—¿Pero qué podemos responder a Osaka? —Diego no lo sabía.

—Podemos decir a los jesuitas que ya no deben preocuparse por mí —exclamó el misionero, encogiéndose de hombros—. Pronto me marcharé de Edo para ir al noreste.

—¿Al noreste?

El misionero volvió la espalda a su desconcertado colega y salió de la habitación sin responder. Entró en el almacén que llamaban «santuario», apagó la llama de la vela y se arrodilló en el duro suelo de madera. Desde sus días en el seminario, en Sevilla, adoptaba esa postura penitente cada vez que sentía su orgullo herido o deseaba refrenar la furia que hervía en él. El olor del pábilo llegó hasta su nariz, y en la oscuridad oyó el leve ruido de una cucaracha.

«A pesar de sus reproches. Tú conoces mi capacidad —murmuró, apoyando la cabeza en las manos—. Tú me necesitas, y por eso me has rescatado de la prisión. Y así como Tú no flaqueabas ante las calumnias y mentiras de los saduceos y los fariseos, también yo desdeñaré los insultos de los jesuitas.»

La cucaracha trepó atrevidamente a sus pies descalzos y cubiertos de barro. En el bosquecillo un ave lanzó un agudo trino; el coreano cerró la puerta exterior.

«Los japoneses van a construir un galeón.»

Una vez más pasó por sus ojos la imagen de un gran conjunto de hormigas negras que atravesaba una charca. Codiciosos de los beneficios del comercio con Nueva España, los japoneses estaban finalmente a punto de cruzar el Pacífico como hormigas negras. El misionero sintió que podía usar esa codicia para bien de la religión.

«Podemos cederles esos beneficios a cambio de la libertad de difundir nuestras enseñanzas.»

Los jesuitas no eran suficientemente sutiles para llevar a cabo esa transacción. Y tampoco los dominicos ni los agustinos. Ni los monjes ineptos como Diego. El misionero pensaba que sólo él podía hacerlo. Y para eso debería borrar los prejuicios que albergaban los japoneses. No debía repetir los errores cometidos por los jesuitas.

«Si tan sólo fuera designado obispo del Japón...»

El clamor de las ambiciones mundanas que le causaban constante angustia resonó otra vez en su mente.

«Si fuera designado obispo, y tuviera el control absoluto de la obra misionera en el Japón, podría enmendar los errores que los jesuitas han cometido a lo largo de tantos años.»

En las colinas de la oscura y marchita llanura, el humo del carbón ascendía recto al cielo los días claros. Los campesinos trabajaban de la mañana a la noche en previsión del inminente invierno. Cuando terminaron de cosechar el arroz y el mijo, las mujeres los molieron y aventaron el grano. El arroz era para pagar los impuestos, no para comer. Pusieron a secar la hierba que habían segado entre una y otra tarea, donde estaba, para usarla en los establos. La paja fresca, cortada y machacada en un mortero de piedra, era un recurso para las épocas de hambre.

El samurái, vestido con las mismas ropas de trabajo —hangiri— que los campesinos, miraba la llanura. A veces llamaba a los campesinos y conversaba con ellos; en otros momentos trabajaba a su lado, apilando leña para el hogar, como en una cerca, alrededor de su casa.

Los campesinos tenían sus propias penas y alegrías. Ese otoño dos ancianos de un pueblo habían muerto, pero sus pobres familias no habían podido hacer otra cosa que enterrarlos en el campo, cerca de las montañas, y señalar sus tumbas con sencillas piedras. Era la costumbre de la región colocar sobre la tumba el mango de la vieja guadaña usada en vida por el muerto, y dedicarle boles de arroz. El samurái había visto niños que ponían flores en esos boles. Pero estas cosas se limitaban a las épocas sin hambre. El samurái había oído decir a su padre que los años de malas cosechas los ancianos desaparecían bruscamente y nadie más preguntaba por ellos. En otoño había también una fiesta llamada Daishiko, en que la gente comía tortas de judías rojas sin sal, envueltas en hojas de cogón y cocidas en una marmita. El día de la fiesta, los campesinos, fatigados por las largas horas de trabajo, acudían a saludar al samurái, comían las tortas que les ofrecían, y retornaban a sus hogares.

Un buen día llegó la orden del vasallaje anunciado por el señor Ishida. Era necesario enviar dos hombres de la llanura. Cuando recibió la orden, el samurái fue a visitar con Yozo el pueblo de su tío.

—Ya me he enterado. ¡Me he enterado!

El tío del samurái resplandecía.

—He oído decir que están cortando cedros en las montañas de Ogatsu para construir una nave de guerra. Quizás haya pronto una batalla contra Osaka.

—¿Una nave de guerra?

—Sí.

El samurái todavía no le había contado a su tío las palabras del señor Ishida. Le deprimía pensar que debería oír una vez más las quejas incesantes del anciano. ¿Pero por qué había de construir Su Señoría un barco de guerra si ya había terminado el tiempo de las batallas? El samurái estaba desconcertado. Quizás el Consejo de Ancianos había trazado en el castillo planes secretos que a un hombre de su posición le estaba vedado conocer.

—Roku, debes ir a Ogatsu y averiguar qué ocurre. —La voz de su tío temblaba de excitación, como si el combate ya hubiera comenzado. El samurái no tenía el menor deseo de emprender ese viaje de un día y medio, pero como siempre había obedecido a su padre y a su tío, asintió en silencio. Quizá si podía ver con sus propios ojos lo que ocurría le sería más fácil persuadir al anciano, que hallaba tan difícil aceptar los cambios del mundo y abandonar sus fútiles sueños.

Al día siguiente, después de elegir a dos jóvenes del pueblo para que cumplieran el deber de vasallaje, el samurái volvió a montar a caballo. Ogatsu era una bahía profunda en la costa de la provincia de Rikuzen; mordía la orilla como el diente de una sierra. Partieron de la llanura por la mañana y cuando se aproximaban al mar, al anochecer, la nieve caía del cielo encapotado y les golpeaba las mejillas. Se alojaron en un desolado pueblo de pescadores llamado Mizuhama. Oyeron toda la noche el ruido del mar; los dos jóvenes miraban al samurái con angustia. Según los pescadores, los otros grupos encargados del vasallaje ya habían llegado y estaban cortando árboles en las colinas, cerca de Ogatsu.

Los tres salieron de Mizuhama a la mañana siguiente. El cielo estaba despejado, pero soplaba fuerte viento, y en la playa helada se sucedían las espumosas olas. Los jóvenes caminaban, temblando, detrás del caballo. Cuando unas islas obstruyeron la vista del mar, advirtieron un puerto sereno. En una colina próxima se habían construido varias cabañas para los trabajadores, y se oía a la distancia el ruido sordo de los árboles abatidos. Contrariamente al mar abierto, las aguas del puerto estaban en calma, al amparo de las colinas y de las islas, y en ellas flotaban muchas balsas.

El grupo se presentó a la guardia, y mientras los oficiales registraban los nombres de los dos jóvenes, un criado anunció que el anciano señor Shiraishi llegaría en seguida. Hubo un momento de confusión y los oficiales se dirigieron solemnemente a la orilla para recibir al señor Shiraishi.

El samurái los acompañó. Pronto vio una veintena de hombres a caballo que avanzaban lentamente. Para su sorpresa, con la procesión venían cuatro o cinco extranjeros. El samurái nunca había visto antes un extranjero. Miró fijamente a esos hombres de aspecto extraño, e incluso olvidó inclinar la cabeza.

Los extranjeros llevaban ropas de viaje como las suyas, vestidos que les debían de haber dado en el Japón. Tenían los rostros enrojecidos como si hubieran estado bebiendo sake, y barbas de color castaño. Miraban con curiosidad las colinas, donde resonaba el estruendo de los árboles derribados. Uno de los extranjeros hablaba en japonés con los miembros de la escolta.

—¿No es ése el hijo de Gorozaemon? —Alguien pronunció el nombre del padre del samurái mientras la comitiva pasaba ante la hilera de oficiales. Era el señor Shiraishi quien había hablado. El samurái inclinó la cabeza respetuosamente—. El señor Ishida me ha hablado mucho de vos. Yo peleé junto a vuestro padre en las batallas de Koriyama y Kubota.

El samurái escuchó con profunda humildad las palabras del señor Shiraishi. La mitad de los oficiales se unió a la comitiva y todos desaparecieron pronto detrás de las montañas. Los que se quedaron hablaban con envidia del samurái, que había merecido especial atención del señor Shiraishi, un miembro de la casa de Su Señoría.

Mientras se preparaba para el viaje de regreso, el samurái saboreaba el inmerecido elogio que había recibido. Además, había descubierto que el gran barco que se estaba construyendo en el puerto no era de guerra, sino una nave del Shogun que llevaría de retorno a su país natal a los marinos extranjeros que habían naufragado el año anterior cerca de Kishu. Esos eran los extranjeros, y la nave se construía bajo su dirección.

Pasó otra noche en Mizuhama y regresó a la llanura el día siguiente. Su tío aguardaba ansiosamente su retorno, pero cuando oyó la historia del sobrino, la decepción cubrió su rostro demacrado. Sin embargo, la noticia de que el señor Shiraishi había demostrado especial favor al samurái reavivó sus esperanzas, e hizo que su sobrino repitiera una y otra vez esa parte del relato.

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