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Authors: Endo Shusaku

El samurái (5 page)

BOOK: El samurái
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Concluyó el otoño y llegó el invierno. Todas las noches el viento soplaba sobre la nieve que cubría la ciénaga. Durante el día los criados se sentaban alrededor del hogar y trenzaban cuerdas de paja. Esas cuerdas, llamadas motozu, se usaban como cinchas y riendas para los caballos, o para colgar sacos o líos de la silla. A veces, Riku contaba cuentos a su hijo menor, Gonshiro. Eran las mismas historias de hombres engañados por zorros, o de diabólicos zorros exorcizados, que el samurái había oído en su infancia de labios de su madre y de su abuela.

Llegó el día de Año Nuevo. Se hicieron ofrendas de tortas de arroz a los dioses del nuevo año, y se prepararon tortas de arroz y de judías rojas, que no eran parte de la dieta habitual. Aunque no cayó nieve ese día, por la noche el viento sopló sobre la llanura con el mismo gemido de siempre.

Los ancianos magistrados de Su Señoría estaban sentados en fila sobre el estrado en el salón apenas iluminado. Sus rostros sombríos e inexpresivos recordaban al misionero las estatuas de Buda que había visto en un templo de Kioto. Pero como había vivido muchos años en ese país, sabía perfectamente que esa superficie inescrutable no indicaba mentes en blanco, sino astutos planes ocultos.

A su lado, sentado en un banco, estaba el ingeniero jefe español, a quien había traído consigo de Edo con un permiso especial. A diferencia del misionero, el ingeniero era incapaz de sentarse al modo japonés. A poca distancia de ambos, el secretario del castillo estaba con las manos sobre las rodillas, mirando al frente.

Los dos grupos intercambiaron largos saludos; cuando el misionero terminó de traducirlos, la conversación se centró de inmediato en el tema principal.

—La eslora de la nave será de dieciocho ken. La manga de cinco ken y medio, el puntal de catorce ken, un shaku y cinco sun.
[6]

Los ancianos magistrados estaban muy interesados en la forma del galeón que se iba a construir.

—Tendrá dos mástiles: el principal de quince brazas, y el secundario de trece.
[7]
El casco será barnizado.

Mientras traducía la descripción del ingeniero, el misionero se preguntaba a qué finalidad exacta destinarían los japoneses esa nave. Luego, un anciano preguntó en qué se diferenciaba ese galeón de las naves del Shogun. Le respondieron que la relación entre la eslora y la manga era de 3.3 a 1, lo que servía para aumentar su velocidad. Además, llevaba velas latinas para poder cambiar rápidamente de rumbo si la dirección del viento variaba. Mientras el misionero traducía esta respuesta del ingeniero, los ancianos —y en particular el señor Shiraishi, sentado en el centro— escuchaban con ávida curiosidad. Pero una vez concluida la explicación, sus rostros volvieron a tornarse inexpresivos como profundas ciénagas.

Para construir esa gran nave Su Señoría había traído ya doscientos carpinteros y ciento cincuenta herreros de todo su dominio. Pero se necesitaba casi el doble para apresurar la construcción. El ingeniero se quejó de que el número de trabajadores era insuficiente.

—Dice que en otoño hay muchas tormentas en el mar, y que convendría partir a principios del verano, teniendo en cuenta que el viaje desde aquí hasta Nueva España lleva dos meses.

Los ancianos magistrados de Su Señoría no podían concebir la vastedad del océano. Durante muchos años los japoneses habían considerado el océano sólo como un gran foso que los protegía de los bárbaros. No sabían dónde estaba situada Nueva España. Sólo ahora empezaban a comprender que del otro lado del mar había enormes extensiones de tierras habitadas por muy diversos pueblos.

—Hablaremos con Su Señoría —dijo el señor Shiraishi—. No debéis preocuparos por la escasez de mano de obra.

El ingeniero expresó su gratitud.

—Nada tenéis que agradecerme. Como os he dicho antes, ahora que estamos construyendo nuestra propia gran nave, pensamos pediros algo. —El señor Shiraishi sonrió sardónicamente.

La petición consistía en que los marinos españoles obtuvieran la promesa del virrey de Nueva España de enviar naves a los dominios de Su Señoría durante muchos años futuros. Su Señoría se proponía obtener del Naifu permiso para construir un puerto comercial que pudiera rivalizar con Nagasaki en Kyushu. Lo único que pedían a los miembros de la tripulación era que consintieran en transmitir al virrey de Nueva España los deseos de Su Señoría.

El ingeniero respondió que ellos se sentirían felices de servir como intermediarios. Y halagó incluso a sus huéspedes afirmando que en Nueva España serían muy apreciados los productos japoneses, en particular el cobre, la plata y el polvo de oro de esa provincia, y que los navíos japoneses con esos cargamentos serían bienvenidos en su país. El único problema, explicó, era la construcción de un buen puerto donde los galeones pudieran atracar, pero por suerte cualquiera de las caletas que habían examinado la semana anterior —Kesennuma, Shiogama o Tsukinoura— serviría perfectamente. El señor Shiraishi y los demás ancianos asintieron, complacidos por esta observación, y la conversación pasó luego al clima y a los habitantes de Nueva España.

Cuando esta conversación banal concluyó, el ingeniero pidió que lo excusaran, se levantó de su banco e inclinó profundamente la cabeza a la usanza japonesa. Un joven asistente que esperaba fuera le abrió la puerta corredera.

—Señor Velasco, quedaos un momento —dijo uno de los ancianos.

Cuando el asistente se alejó con el ingeniero, el señor Shiraishi agradeció al misionero su tarea de intérprete, y luego le dirigió una sonrisa indulgente, muy diferente de la expresión que había mostrado en presencia del ingeniero.

—¿Creéis que nos ha dicho la verdad?

Sin saber a qué se refería el señor Shiraishi, el misionero no pudo responder.

—Ha dicho que Nueva España daría la bienvenida a las naves japonesas. —La sonrisa desapareció bruscamente del rostro de Shiraishi, que repitió la pregunta—. ¿Creéis que es verdad?

—¿Qué piensa el señor Shiraishi? —dijo el misionero, tratando de descubrir el verdadero sentido de la pregunta.

—Nosotros no lo creemos.

—¿Por qué no? —Con expresión deliberadamente dubitativa, el misionero alzó la vista.

—Es natural. Como vuestro país es el único que posee naves capaces de atravesar los anchos mares, y los conocimientos necesarios de navegación, vosotros habéis venido aquí y adquirido el monopolio de las vastas ganancias que nosotros podemos ofrecer. Y sin duda no deseáis compartir esas ganancias con hombres de otras naciones. Nueva España no se sentirá complacida de ver naves japonesas cruzando el océano.

Aunque habían percibido la insinceridad de los halagos del ingeniero, habían fingido con toda deliberación que sus respuestas les parecían satisfactorias. Ésa era la actitud típica de los japoneses en sus tratos con otros.

El misionero no pudo contener una sonrisa irónica.

—Puesto que lo comprendéis, nada tengo que agregar. Pero entonces, si lo sabéis, ¿por qué seguís adelante con la construcción de la nave?

—Señor Velasco, verdaderamente queremos comerciar con Nueva España. Todos los barcos procedentes de Luzón, Macao y las naciones de Europa se reúnen en Nagasaki. Ninguno viene hasta el dominio del Naifu en Edo, y menos todavía hasta Rikuzen. Aunque en los dominios de Su Señoría hay muchos buenos puertos, los barcos de Nueva España deben pasar por Luzón antes de llegar al Japón. Y hemos creído entender que, cuando esos barcos llegan a Luzón, las corrientes los llevan invariablemente a Kyushu.

—Es verdad.

—Entonces, ¿qué podemos hacer? —El señor Shiraishi golpeó lentamente su mano izquierda con los dedos de la derecha, como si estuviera confundido—. ¿Se os ocurre cómo podríamos establecer lazos comerciales entre Rikuzen y Nueva España, padre?

El misionero apartó instintivamente la mirada cuando escuchó la inesperada palabra «padre». No deseaba dejar entrever el tumulto de su corazón. En Edo jamás lo habían llamado «padre».

Fuera caía la nieve; todo estaba en silencio.

Los ancianos magistrados lo miraban, también en silencio. Penosamente consciente de sus miradas, respondió:

—No tengo nada que sugerir. Aquí, como en Edo, soy... solamente un intérprete.

—En Edo, puede ser —respondió suavemente el señor Shiraishi—. Pero aquí no sólo sois un intérprete, sino también un padre. El cristianismo no está prohibido en los dominios de Su Señoría.

Era como decía. En esa región los sacerdotes no debían esconderse como en Edo. Y los fieles no debían abjurar de sus creencias.

—Señor Velasco, ¿no os agradaría traer más padres de Nueva España? —La voz del señor Shiraishi era amable y seductora. El misionero apretó los puños hasta que quedaron cubiertos de sudor, para no rendirse a esa voz suave. Con su intenso orgullo, le trastornaba que los japoneses jugaran así con él.

—¿Os burláis de mí? No os creo.

—¿No? ¿Por qué no?

—Tarde o temprano, el Naifu proscribirá el cristianismo también aquí.

Al oír la voz irritada del misionero, el señor Shiraishi dirigió una sonrisa de satisfacción a los demás estadistas.

—No tenéis nada que temer. En nuestro dominio, y sólo aquí, el Naifu permite y permitirá siempre el culto cristiano. Ésta es la voluntad del Naifu y también la de Su Señoría.

—¿Reconocerían el cristianismo y permitirían que vinieran más padres? Y a cambio de eso, ¿querrían que Nueva España aceptara un acuerdo comercial? ¿Es ésta su voluntad?

Una furia aún más intensa se desató en la mente del misionero, y se contuvo firmemente. Su irritación no se debía a los japoneses, sino a su propio descuido. Le mortificaba verse cada vez más arrastrado a las trampas tendidas por las sutiles palabras del señor Shiraishi.

—¿Creéis que Nueva España consentiría en un acuerdo de ese carácter?

—No lo sé. —El misionero sacudió la cabeza; deseaba despertar una sombra de ansiedad en los ojos de los ancianos, e incluso provocar en ellos cierta consternación—. Creo que... probablemente es imposible.

El misionero estudió la reacción de los ministros, alineados como estatuas de Buda en el oscuro santuario de un templo, y saboreó la agitación interior que sentían.

—Los jesuitas han comunicado ya a Luzón, a Macao y a Nueva España que en Edo se han ejecutado cristianos. Incluso si les dijerais que el cristianismo será respetado en este dominio, creo que no os concederían enseguida su confianza.

El misionero no perdió la oportunidad de censurar a los jesuitas. Había tocado un punto vulnerable, y los japoneses volvieron a sumirse en el silencio. El anterior silencio había sido parte de su estrategia; pero él estaba seguro de que éste se debía a que habían recibido un golpe inesperado.

—Existe una posibilidad... —Como si quisiera dar a sus adversarios la oportunidad de recobrarse, agregó: — Sólo hay una persona que podría persuadir al rey de España de aceptar ese acuerdo: el Papa de Roma.

El rostro del señor Shiraishi se endureció de inmediato. Era un tema demasiado remoto para ancianos estadistas que habían pasado sus vidas en un feudo del noreste de Japón. Aislados del mundo cristiano, virtualmente nada sabían de la existencia de un Papa ni de su autoridad absoluta. El misionero explicó que la relación entre el Papa y los reyes de Europa era similar a la que existía entre el emperador, en Kioto, y los señores feudales.

—Sólo que respetamos más al Papa que vosotros al emperador de Kioto.

Mientras escuchaba esta explicación, el señor Shiraishi cerró los ojos y volvió a golpear su mano izquierda con los dedos de la derecha. La nieve del exterior intensificaba el silencio del gran salón. Los ancianos tosían de vez en cuando, mientras aguardaban serenos la decisión del señor Shiraishi.

El misionero estaba secretamente gozoso del desconcierto de los japoneses. Aquellos hombres que habían intentado enredarlo sin dificultades eran ahora víctimas de la incertidumbre. Debía aprovechar la situación y jugar su as.

—Nuestra orden —dijo el misionero— goza de la especial confianza del actual Papa.

—¿Entonces?

—Quizá convendría enviar al Papa a un miembro de nuestra orden con una carta de Su Señoría. Una carta donde se explicara que en los dominios de Su Señoría los cristianos serán bien tratados, que se desea la venida de más padres, que se permitirá la construcción de muchas catedrales...

Casi estuvo a punto de agregar: «y que yo seré bienvenido como obispo de Japón». Se avergonzó de su vanidad, pero inmediatamente se dijo: «No actúo por interés egoísta. Quiero ser obispo para poder crear en este país una firme línea de defensas contra quienes desean proscribir la cristiandad. Y sólo yo puedo negociar con estos astutos paganos japoneses...».

Capítulo 2
BOOK: El samurái
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