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Authors: Endo Shusaku

El samurái (6 page)

BOOK: El samurái
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Tercer mes, vigésimo día

Mal tiempo. Lluvia. Se probaron las armas. Se guardó la pólvora en las jaulas de los halcones.

Tercer mes, vigésimo primer día

Un poco de lluvia. Se construyeron tres edificios en los terrenos del palacio.

Tercer mes, vigésimo segundo día

Mal tiempo. Vinieron el señor Shiraishi, el señor Fujita y el señor Harada Sabanosuke: discutieron el envío de la nave a un país extranjero.

Tercer mes, vigésimo tercer día

Reunión del señor Shiraishi, el señor Fujita y el extranjero Berasuko en el gran salón. Berasuko es un hombre alto, de cara roja y nariz grande, mayor de cuarenta años. Se limpia frecuentemente las comisuras de los labios con una tela blanca.

Tercer mes, vigésimo quinto día

Buen tiempo. Un baño por la mañana. Luego una reunión. Vinieron el señor Shiraishi y el señor Ishida.

Tercer mes, vigésimo sexto día

Buen tiempo. El señor Ishida se marchó.

(Del diario del castillo.)

Repentinamente llegó el aviso de que el señor Ishida, que había participado en una reunión en el castillo, pasaría mañana por la llanura para reposar en el viaje de regreso a su feudo. Cuando se supo la noticia, los pobladores acudieron en gran número y esparcieron tierra sobre la nieve endurecida, rellenaron los pozos de arena movediza y barrieron la nieve delante de la casa del samurái. Riku supervisaba a las mujeres, que se movían tumultuosamente limpiando una habitación tras otra.

Al día siguiente, por suerte el cielo estaba claro cuando el samurái y su tío se dirigieron a la entrada de la llanura para recibir al señor Ishida y a su séquito. Ni una sola vez, desde los días del padre del samurái, el señor Ishida había pasado por el feudo del samurái en viaje a su castillo. Por ese motivo el samurái sentía una vaga aprensión, preguntándose qué ocurriría. Deploraba el excelente humor de su tío, que no había olvidado las amables palabras que el señor Shiraishi había dirigido a su sobrino en Ogatsu y estaba convencido de que su petición había sido atendida.

Cuando los dos grupos se encontraron, el señor Ishida saludó jovialmente al samurái y a su tío y, precedido por ellos, se dirigió a la casa. En lugar de entrar en la habitación que se había preparado para él, el señor Ishida quiso sentarse junto al hogar.

—No hay hospitalidad más cálida que un fuego —bromeó, tratando quizás de tranquilizar al dueño de la casa. Comió con placer el arroz cocido que Riku le ofreció e hizo varias preguntas acerca de la vida en la llanura. Luego, entre dos sorbos del agua caliente que quedaba en el bol, dijo bruscamente: — Hoy os he traído un hermoso presente. —Y al observar que los ojos del tío del samurái resplandecían cuando oyó estas palabras, agregó: — No es la noticia de una guerra. No creo que haya ninguna batalla. Haríais mejor en abandonar el sueño de volver a Kurokawa distinguiéndoos en el combate. —Después de aclarar esta cuestión, continuó, mirando al samurái: — Pero podéis realizar otro servicio. Vengo con una noticia que os dará mucho más mérito que una batalla. Sabéis que Su Señoría está construyendo una gran nave en Ogatsu. Esa nave llevará a los extranjeros que el mar arrojó a la costa en Kishu a una tierra distante llamada Nueva España. Ayer, en el castillo, el señor Shiraishi sugirió vuestro nombre, y se os ha ordenado que viajéis a Nueva España como enviado de Su Señoría.

El samurái no lograba comprender lo que decía el señor Ishida. Miró inexpresivamente el rostro de su amo. Sentía que había dado con una situación absolutamente inesperada, y no podía recobrar el aliento ni pronunciar una palabra. De lo único de lo que estaba seguro era de que las rodillas de su tío temblaban.

—¿Comprendéis? ¡Iréis a un país llamado Nueva España!

Nueves Panya. El samurái jamás había oído antes ese nombre, e intentó repetirlo mentalmente. nu-e-va es-pa-ña. Sentía que escribían en su mente cada sílaba con los firmes trazos de un grueso pincel.

—He sabido que el señor Shiraishi os habló hace algún tiempo en Ogatsu. Y ha dicho en el Consejo de Ancianos que no desempeñaríais mal esta misión. De modo que si os distinguís en ella, quizás él quiera devolveros el feudo de Kurokawa a vuestro regreso.

El tío del samurái temblaba. Sus rodillas se entrechocaban. El samurái puso sus manos sobre sus propias rodillas y esperó con la cabeza inclinada. Cuando las rodillas del tío dejaron de temblar, el señor Ishida rió.

—Supongo que esto debe parecer un sueño. —La sonrisa desapareció súbitamente de su cara—. No es un sueño —dijo con determinación.

Sin embargo al samurái la voz del señor Ishida, mientras hablaba de la gran nave y de Nueva España, le parecía venir desde muy lejos. Su memoria registró solamente que en ese barco viajarían treinta marinos extranjeros, cuatro emisarios japoneses con sus asistentes, algunos marinos japoneses y más de cien mercaderes del Japón. La nave era más grande que el junco más grande, y el viaje a Nueva España llevaría dos meses. Además, un sacerdote extranjero se uniría al grupo como intérprete y para hacer los arreglos que necesitaran los emisarios cuando llegaran a su destino. Nueva España era un territorio de España; con el consentimiento del Naifu, Su Señoría iniciaría relaciones comerciales con ese país y trataría de convertir Shiogama y Kesennuma en puertos que pudieran rivalizar con Sakai y Nagasaki.

El samurái no sabía qué parte de esta información era capaz de asimilar su anciano tío. Incluso a él mismo le parecía un sueño. Había vivido en esa diminuta llanura toda su vida, y allí esperaba morir. Nunca había pensado que embarcaría en una gran nave y haría un largo viaje a una tierra extranjera. De alguna manera, nada de esto le parecía real.

Finalmente el señor Ishida se puso de pie para marcharse. Sus asistentes corrieron a buscar los caballos. Mientras acompañaban a la comitiva a la entrada de la llanura, ni el samurái ni su tío encontraron mucho que decir: simplemente seguían a los demás. Ni siquiera cuando el grupo desapareció de la vista los dos hombres hablaron: sólo cuando retornaron a la casa. Riku, que había escuchado la conversación desde la cocina, huyó con el rostro de color ceniza. Era como si el señor Ishida todavía estuviera sentado junto al hogar. El tío del samurái se sentó junto al fuego con las piernas cruzadas. Durante largo rato guardó silencio; luego algo, un suspiro o un gemido, escapó de sus labios.

—¿Qué significa esto? —balbuceó—. No comprendo.

Tampoco el samurái comprendía. Si Su Señoría buscaba un emisario especial para enviarlo a un país lejano, podía encontrar dentro de los muros del castillo muchos hombres de gran prestigio. La jerarquía del séquito de Su Señoría estaba formada, en primer lugar, por los generales y los coroneles, y luego por los tenientes, los sargentos y los cabos. Los miembros de la familia del samurái sólo tenían el grado de cabos. No podía comprender por qué un vasallo de tan baja graduación como él había sido deliberadamente elegido e incluido entre los emisarios de Su Señoría.

—¿Ha dispuesto eso el señor Shiraishi sólo para mi beneficio?

Si así era, seguramente se debía a que el señor Shiraishi recordaba los servicios que su padre le había prestado en las batallas de Koriyama y Kubota. Una vez más el samurái vio ante él el rostro de su padre.

Riku reapareció, pálida, desde la cocina y se sentó al lado del hogar. Miró las caras de su marido y su tío.

—Roku se va... a una lejana tierra extranjera —dijo su tío, no tanto para Riku como para sí mismo—. Es un honor. Un gran honor. —Y luego, quizá para disipar sus propios temores, murmuró: — Si Roku desempeña esa importante misión, es posible que nos devuelvan nuestras tierras de Kurokawa... Eso es lo que ha dicho el señor Ishida.

Riku se puso de pie y desapareció en la cocina. El samurái sabía que luchaba para contener las lágrimas.

El samurái abrió los ojos en la oscuridad. Riku y Gonshiro dormían tranquilamente. Conservaba aún las imágenes del reciente sueño bajo los párpados. Había soñado que salía a cazar conejos un día de invierno. La detonación de la escopeta de Yozo atravesaba el aire glacial sobre los campos nevados, y luego se ensanchaba lentamente como las olas del mar. Una bandada de aves migratorias bailaba en el cielo azul. Contra el azul del cielo, sus alas eran blancas. El samurái había visto llegar esas aves blancas a sus dominios todos los inviernos; no sabía de dónde venían.

Sólo que era de una tierra lejana, un país remoto. Quizá venían incluso de Nueva España, el país que ahora iba a visitar.

¿Por qué había sido elegido como uno de los emisarios? En la oscuridad, las dudas flotaban en su mente como burbujas. Su familia tenía el grado samurái rural de cabo; había servido desde los tiempos del padre de Su Señoría, pero no había realizado ninguna hazaña excepcional. No había motivo para que el cabeza de una familia semejante fuera elegido entre tantos otros. Su tío lo atribuía ingenuamente a la intercesión del señor Shiraishi, pero el señor Ishida sabía sin duda que un hombre sin talento ni facilidad de palabra, como él, no estaba verdaderamente a la altura de tan importante responsabilidad.

«Lo único que tengo bueno —pensó, ausente, el samurái— es que siempre he obedecido a mi padre y a mi tío. Mi único talento es la capacidad de aguantar, como hacen los campesinos, sin ir jamás contra la corriente. Quizás el señor Ishida atribuye algún valor a esa perseverancia.»

Su hijo se movió en sueños. El samurái odiaba abandonar a su familia y a su hogar. En algún momento, la llanura había llegado a ser para él como la concha de un caracol. Ahora lo arrancaban a la fuerza de su concha. «Y quizás... quizás en el curso de este largo viaje moriré y nunca más volveré aquí.» Súbitamente, el temor de no volver a ver a su mujer ni a sus hijos nubló su corazón.

Las olas suaves del puerto, donde flotaban numerosas balsas, reflejaban las siluetas de las colinas. En la orilla se habían apilado grandes cantidades de maderos. Se oían relinchos de caballos en todas direcciones. Las balsas y los maderos eran de
zelkovai
, y provenían del monte Kenjo, que se erguía sobre el puerto; se había traído en barcas madera de cedro desde la península de Ojika y, desde Esashi y Kesennuma, cipreses
hinoki
para los palos mayores. La quilla de la nave se haría de
zelkovai
.

Un estrépito de sierras y martillos resonaba sin cesar en los tres lados del puerto. Varias carretas tiradas por bueyes pasaron ruidosamente al lado del misionero: traían toneles de barniz para aplicar al casco.

En las aguas bajas, los trabajadores se afanaban como hormigas alrededor de la estructura de la nave, que parecía el esqueleto desgastado por la intemperie de alguna bestia salvaje.

El misionero acababa de traducir otro de los innumerables debates entre los marinos españoles y los funcionarios navales japoneses. Los españoles se burlaban de ellos y no prestaban la menor atención a sus opiniones. Los japoneses insistían en construir una plataforma inclinada para botar la nave, y que ésta fuera empujada hasta el mar a fuerza de brazos. Aunque el misionero hablaba perfectamente el japonés, no siempre encontraba las palabras adecuadas de la jerga especializada.

Cuando finalmente se llegó a un acuerdo, el exhausto misionero se alejó. No fue a su cabaña. Era casi mediodía. Los demás buscaban algún sitio a la sombra para descansar, pero él debía aprovechar el tiempo para visitar todos los campamentos de trabajo.

Casi una docena de cristianos habían sido contratados como trabajadores manuales. El misionero decía misa, les daba la comunión y escuchaba sus confesiones durante el descanso del mediodía. Originariamente, todos los cristianos vivían en Edo, pero cuando se prohibió allí la práctica del cristianismo y empezaron las persecuciones, todos huyeron al noreste. Trabajaban en las minas de oro, aislados unos de otros. Y así como las hormigas reconocen a la distancia la presencia de alimentos, habían olfateado el rumor de que había llegado el misionero y se reunieron en Ogatsu.

El cielo estaba claro, pero la brisa era muy fría. En Edo los sauces debían de echar ya brotes verdes, pero allí la nieve todavía cubría las colinas distantes y el color de los bosques era apagado. Aún no había llegado la primavera.

El misionero estaba en un campamento, esperando pacientemente a que uno de los trabajadores cristianos acabara su tarea. Por fin el hombre se acercó. Llevaba una toalla alrededor de la cabeza y virutas de madera adheridas a sus ropas en jirones.

—Padre —dijo el hombre. Sí, pensó el misionero; aquí no soy un intérprete de los japoneses. Soy el pastor de este pobre rebaño de creyentes.

—Padre, oíd mi confesión, por favor.

Los maderos apilados los protegían del viento. El hombre se arrodilló mientras el misionero pronunciaba la plegaria de la confesión en latín y luego cerraba los ojos para oír las palabras que emergían de la boca maloliente del trabajador.

—Oí a mis compañeros gentiles burlarse de la fe cristiana. No les dije nada. Permití que ridiculizaran a Dios y a nuestra religión. No quería perder su amistad.

—¿De dónde has venido?

—De Edo —respondió el hombre con timidez—. En Edo ya no toleran nuestras creencias.

El misionero le explicó que todos y cada uno de los cristianos debían ser testigos de Dios ante los demás hombres. Pero el hombre miraba con tristeza el mar mientras escuchaba.

—Tranquiliza tu ánimo. —El misionero trató de alentarlo y le puso una mano sobre la áspera ropa cubierta de virutas—. Pronto llegará el día en que nadie pueda reír de tus creencias.

Luego recitó la plegaria del perdón y se puso de pie. El hombre murmuró unas palabras de gratitud y se alejó. El misionero sabía que volvería a cometer el mismo pecado. Aunque habían hallado refugio en esta región, los cristianos eran mirados con desdén por sus propios compañeros de trabajo. El tiempo en que guerreros y comerciantes competían por bautizarse había pasado hacía mucho en ese país. Estaba seguro de que la culpa era de los jesuitas. Si los jesuitas, hinchados de orgullo, no hubieran desafiado con sus acciones a los gobernantes del Japón, sin duda el clima sería todavía favorable...

«Si yo fuera el obispo del Japón...»

El misionero se sentó en una roca que dominaba el puerto y una vez más evocó su sueño. Era como un niño que saborea lentamente, en la cama, un dulce que ha escondido. «Si yo fuera el obispo del Japón, no ofendería a los gobernantes como han hecho los jesuitas. Les ofrecería los beneficios que desean, y obtendría a cambio libertad para predicar el evangelio. Las tareas misioneras en este país no son sencillas, como en Goa o en Manila. Exigen estrategia y diplomacia. Si la estrategia y la diplomacia sirven para elevar la autoestima de estos pobres creyentes, sería el primero en emplearlas.» Pensó con orgullo en su tío y en otros parientes que habían sido diplomáticos y cardenales de la Iglesia. Jamás le había avergonzado que por su cuerpo fluyera la sangre de su familia.

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