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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (3 page)

BOOK: El secreto de los Medici
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Cosimo de’ Medici, o Cosimo el Mayor, como se le conocía también, había sido uno de los miembros más importantes de los Medici, y había hecho más que ningún otro por elevar a la familia al ilustre lugar que ocupaba en la historia. Nacido en Florencia en 1389, durante una generación fue el gobernador de facto de la ciudad. Él encendió la chispa del Renacimiento italiano y amasó una fortuna inmensa para la familia. Tras su fallecimiento, en 1464, se le concedió el título oficial de Pater Patriae, «padre de su patria».

Mackenzie deslizó el escalpelo a lo largo del torso seco del cuerpo y la cuchilla sajó limpiamente la piel. Mackenzie dibujó con ella un corte en Y, primero hacia abajo y a continuación a un lado y otro del cuerpo. Los embalsamadores habían trabajado con notable pericia. El viejo cadáver era muy diferente del de Ippolito, cuyo cuerpo, aunque sepultado más tarde, había quedado reducido a poco más que un esqueleto desmoronándose. Pero bajo el tenso pellejo sólo había una cavidad seca. Los órganos internos eran una fracción de su tamaño original y estaban tan secos como la piel de su dueño.

Mackenzie fue desprendiendo fragmentos de cada uno de los órganos y depositándolos en tubos de ensayo con su etiqueta individual, para finalmente cerrarlos con sus tapones. Edie los colocaba con cuidado en una rejilla, en un lateral de la mesa. A continuación, explorando más adentro, el profesor raspó el esternón y una costilla para extraer una minúscula muestra de cada uno y depositó las raspaduras en sendos botes de muestras.

Mackenzie se inclinó sobre la momia y examinó el hueco de su pecho.

—Qué raro —comentó al cabo de unos instantes—. Parece que hay un objeto extraño depositado junto a la columna vertebral. No puedo verlo bien del todo. Edie, échale un vistazo.

Edie desplazó una lupa de mesa para colocarla encima del cadáver y examinó toda la zona de alrededor del empequeñecido corazón.

—Veo una cosa, una superficie negra está incrustada en las capas epidérmicas anteriores, creo. Desde luego, no parece un artefacto natural.

—Ayudadme a mover el cuerpo para ponerlo de lado —indicó Mackenzie.

Edie y Jack Cartwright giraron delicadamente el cadáver, elevando unos sesenta centímetros por encima de la mesa uno de los costados. Era liviano como una pluma.

—Un poquito más —dijo Mackenzie, agachado detrás de la antigua momia con la cabeza pegada a los hombros. Con precisión de cirujano, deslizó el escalpelo a lo largo de la línea de la columna vertebral, con cuidado de no insertar la cuchilla más que una fracción de pulgada para no dañar las vértebras. Entonces, se enderezó y levantó a la luz las pinzas metálicas. Sostenían un delgado rectángulo negro, sin rasgos distintivos.

Carlin Mackenzie se encontraba a solas en la cámara funeraria de la Capilla Medici. El reloj digital de su escritorio señalaba que quedaba poco para las nueve de la noche, pero él ni estaba cansado ni tenía la menor gana de apagar los ordenadores para marcharse a su apartamento de la Via Cavour, a poca distancia de allí.

Había sido un día extraordinario, tal vez el más extraordinario de su vida, sin duda el más importante de sus cuarenta años de paleontólogo. La naturaleza del artefacto que habían descubierto en el interior el cuerpo de Cosimo de’ Medici seguía siendo un enigma, pero el mero hecho de su existencia planteaba un acertijo. Salvo por la perturbación natural de la inundación de 1966, estos cuerpos habían permanecido intactos desde el día en que habían sido enterrados. Sin embargo, ahí estaba ese extraño objeto rectangular, oculto en el reseco tejido epidérmico de un hombre que había muerto hacía más de quinientos años.

El objeto descansaba en una placa petri junto al ordenador de Mackenzie. Edie, Jack Cartwright y él lo habían estudiado tan exhaustivamente como se habían atrevido, sin correr riesgos innecesarios. Era totalmente negro, un pedazo de piedra similar al granito de exactamente 3,9 por 1,9 centímetros, y con un grosor de pocos milímetros. Un simple análisis con rayos X había demostrado que era macizo, aparentemente sin marcas de ningún tipo y de una densidad uniforme. No habían querido someterlo a ninguna clase de test químico hasta poder estar seguros de que la piedra no resultaría dañada. Valiéndose de un potente microscopio, su estructura cristalina había resultado ser una mezcla de feldespato, cuarzo y potasio, es decir, un granito excepcionalmente puro denominado amanortosita.

Mackenzie empezó a anotar sus comentarios en un cuaderno. Hizo una lista con las cosas que habían averiguado ya: la estructura química del objeto, su masa, densidad y dimensiones. Entonces, dejó el bolígrafo en la mesa y cogió el rectángulo de piedra para sostenerlo a la luz, entre el índice y el pulgar enfundados en látex. Con un sobresalto, reparó en que algo en el objeto había cambiado. Habían empezado a aparecer unas tenues líneas verdes en su antes lisa superficie. Las líneas cambiaban y se entrecruzaban delante incluso de su mirada. Estiró el brazo para asir la lupa y las observó más de cerca: aquello era verdaderamente llamativo. Cerca de uno de los extremos del rectángulo estaba formándose una tenue silueta verde. Debajo de ésta, Mackenzie empezó apenas a distinguir unas letras, y dos tercios más abajo, apareció un grupo de rayas.

—Esto es asombroso —se oyó decir a sí mismo. Por unos instantes no supo muy bien qué hacer. Entonces, agarró el teléfono y rápidamente marcó un número. Respondió un contestador automático. Marcó otro número de memoria. Saltó un segundo contestador y, sin la menor vacilación, se puso a describir lo que podía ver sobre la faz de aquella tablilla de piedra.

Dos minutos después, iba a añadir unos últimos comentarios cuando oyó un pitido y entendió que había agotado la memoria del contestador automático. Colgó el teléfono y clavó la mirada en la pared. Lo que había visto le llenaba de entusiasmo, pero también de miedo. Nunca había sido un hombre supersticioso. Era científico de formación, pero no podía negar sus miedos más recónditos. Aquello constituía simplemente la última gota de una serie de extraños sucesos y coincidencias de las que no había hablado a nadie. ¿Con dejar aquel mensaje habría sido suficiente? ¿O se habría excedido? ¿Habría puesto en grave peligro a otras personas?

Oyó un ruido leve procedente de la cámara del otro lado de la pared. Miró hacia la pantalla de plástico que separaba el despacho de la cámara funeraria. Silencio.

Depositó la tablilla negra en su sitio, en la placa petri, y sacó la lupa. En ese preciso momento sintió un repentino e intenso dolor en el cuello. Percibió, más que vio, que alguien se inclinaba sobre él. Se echó las manos a la nuca y tocó el frío acero de un alambre. Su atacante lo retorcía con una fuerza increíble.

Los ojos del científico se hincharon. Boqueando para tratar de aspirar aire, intentó quitárselo de encima y, a la vez, meter como fuera los dedos por debajo del alambre con el que le estaban ahogando. Pero resultó de todo punto inútil. Un dolor espantoso le hacía estallar la cabeza y la vista empezó a nublársele. Su atacante tiraba de él hacia atrás cada vez más, seccionándole el cuello. Por un fugaz instante, Mackenzie creyó poder zafarse, pero el hombre que tenía a su espalda era demasiado fuerte para él. Se le soltaron los esfínteres y evacuó; un efluvio hediondo ascendió desde el asiento. Se oyó entonces un chasquido minúsculo apenas audible: era la tráquea de Mackenzie al partirse en dos, momento en que la oscuridad se cernió sobre él.

Capítulo 3

Venecia, en la actualidad

Jeff Martin se sacó con cuidado el cuello del jersey de cachemir por la cabeza y se acarició el mentón, cubierto de una barba de tres días. Cuando esa noche, un rato antes, había salido de su apartamento, había sido demasiado tarde ya para afeitarse; y al verse de pasada en el espejo del vestíbulo, al salir del edificio, había pensado que tenía aspecto de cansado, con la tez algo sucia y la mata de pelo castaño, algo larga, un tanto lacia y sin vida. Los intensos ojos azules de Jeff poseían aún algo de su antigua chispa, se dijo a sí mismo para animarse, pero no podía negarse que había tenido mejor aspecto en otros tiempos.

Ahora, sentado en el Harry’s Bar, mirando en derredor, reflexionó —no por primera vez— acerca de lo que se le habría pasado a Ernest Hemingway por la mente en aquel mismo escenario más de medio siglo atrás: «En el Harry’s encuentras todo lo habido y por haber… excepto, tal vez, la felicidad». Aquel lugar estaba igual que entonces; tampoco habían variado aquellas sensaciones, pensó. Las paredes, con su zócalo de madera, lucían el mismo tono crema de cuando inauguraron el local, allá por 1931. Los camareros, apuestos y elegantes, vestían el mismo uniforme de pantalones negros, pajarita blanca y chaqueta blanca almidonada. El menú era muy parecido, la distribución del bar no había cambiado un ápice y la disposición de las mesas y sillas de este salón no muy grande era idéntica al diseño soñado por el fundador, Giuseppe Cipriani, el cual había bautizado así al Harry’s cuando un amigo suyo, Harry Pickering, aportó las doscientas libras que hicieron falta para la apertura del local. Y el Harry’s seguía desprendiendo aquel mismo aura de refinada melancolía que había poseído tanto tiempo atrás.

—¿Otra?

La pregunta sacó a Jeff de sopetón de sus ensoñaciones. Miró a su amigo, el vizconde Roberto Armatovani, y asintió.

—¿Por qué no?

No se habían visto desde hacía un tiempo. Roberto, un musicólogo de fama mundial, había pasado una temporada en Estados Unidos como profesor invitado en varias universidades. Se habían citado un rato antes para disfrutar de una cena escalofriantemente cara en el restaurante, en la planta de arriba. Ahora los dos estaban un tanto empachados, pero relajados. El camarero había acudido a su mesa y casi de inmediato le pidieron dos bellinis más.

—Bueno —dijo Roberto—. ¿Qué tal se está adaptando Rose a Venecia?

—Ah, estupendamente. Está en una edad muy mala, pero está cogiéndole bastante cariño a mi querida y vieja María. Lo cual me quita un peso de encima.

Rose, la única hija de su desventurado matrimonio, era lo mejor que había producido en su vida. Jeff lamentaba no poder verla más, pero su madre, Imogen, la mujer con la que había estado casado trece años y de la que se había divorciado hacía dos, parecía decidida a hacerle sufrir y darle quebraderos de cabeza. Era la primera vez que Rose visitaba el hogar adoptivo de su padre, y desde la disolución del matrimonio Jeff sólo había podido verla un puñado de veces. Rose vivía con su madre en Hogsdown, una inmensa y gélida casa solariega en Glouscestershire que había heredado Imogen de sus difuntos padres. Con una momentánea punzada de tristeza, Jeff se dio cuenta de que su hija de catorce años era casi una mujercita y de que pronto habría perdido para siempre a su chiquitina.

Dio un sorbo a su bellini y volvió a dejarlo en la mesa. Entonces miró a Roberto, que estaba tan distendido como siempre, era un hombre que en aquel entorno se encontraba como pez en el agua. Vestía su sempiterno uniforme de vaqueros negros, jersey negro de cuello alto y chaqueta negra de piel. Llevaba el pelo entrecano cortado bien corto. Y con su rostro delgado, sus ojos prácticamente negros y sus pómulos altos, no aparentaba en absoluto los cuarenta y cuatro años que en realidad tenía.

Los dos hombres se habían conocido hacía cinco años. Roberto era una autoridad en música antigua y, en concreto, en las composiciones de Palestrina, el maestro del siglo XVI que había sido el favorito del papa Julio III. Pero Roberto era mucho más que eso. Era también un extraordinario erudito, soberbio violinista, autor de varios populares sobre toda una serie de crípticas materias y, lo que más le había atraído a Jeff de él, un experto en la historia de Venecia. Jeff había estado con él en dos yacimientos arqueológicos y le había echado una mano con la documentación de su última obra, una crónica sobre el primer asentamiento de Venecia en el siglo IV.

Para Roberto, todas sus actividades no eran más que elaborados pasatiempos, puesto que era el heredero de una de las mayores y más antiguas fortunas de Italia. El árbol genealógico de la familia Armatovani se remontaba al siglo XIII e incluía entre sus ramas a media docena de príncipes, cardenales y numerosos señores de la guerra y aristócratas del lugar. Roberto era el más joven de cuatro hermanos y el único que seguía viviendo en Venecia después de que sus padres fallecieran. Vivía en uno de los pocos
palazzos
que no habían sido convertidos en lujosos apartamentos u hoteles.

—Bueno, ¿qué? ¿No vas a contarme nada de tu viaje, Roberto? Llevo toda la noche esperando que lo menciones.

—Cielos. Para serte sincero, estoy tan contento de estar en casa que no me paro mucho a pensar en ello. —Su inglés era «oxbridge» de pura cepa—. En fin, ha sido… bueno… ¿cómo describirlo? Una experiencia. Creo que no sabían muy bien qué hacer conmigo. Allí creen que es obligatorio que los profesores europeos usemos chaqueta de mezclilla y fumemos en pipa.

Se echaron a reír los dos.

—Pero ¿qué tal la
tourné
? Estoy seguro de que los machacaste.

—Por supuesto —respondió Roberto—. Y tienen unos cuantos músicos jóvenes excelentes. Pero ¿qué tal tú, Jeff? No tienes muy buen aspecto que digamos.

—Bah, tonterías.

—¿Algo va mal?

—Roberto, estoy bien. De hecho, estoy más contento de lo que me he sentido en mucho tiempo.

—¿«Contento»? Qué palabra tan rematadamente repugnante. No quiere decir nada, pero nada en absoluto. Justo a mitad de camino entre «agonía» y «éxtasis». Muy burgués por tu parte, amigo mío.

Jeff se encogió de hombros y apuró el vaso.

—Vale, pues «realizado», entonces. Me siento realizado. ¿Vale eso?

—Mejor.

—Tú sabes mejor que nadie lo deprimido que estaba cuando me vine a vivir aquí, pero ahora está todo superado.

—¿Y no echas de menos tu antigua vida?

—¿A Imogen?

—No, no me refiero a esa bruja. Digo tu ilustre carrera, ser el joven prodigio, el extraordinario historiador…

—No.

—¿Por qué será que no te creo?

—Bueno, vale, sí. A veces me sorprendo preguntándome cómo me iría la vida ahora si las cosas hubiesen evolucionado de otra manera. Intento de verdad mantenerme al corriente, aun cuando sea considerado
persona non grata
en Cambridge. Y, aparte, está lo que hago contigo.

Jeff hizo una seña al camarero y pidió otra ronda. No estaba siendo del todo sincero con su amigo. Adoraba Venecia y estaba empezando a disfrutar de verdad de su trabajo con Roberto. El problema era que para éste sus investigaciones no constituían más que uno de sus múltiples intereses, pues Roberto parecía poseer la mágica capacidad de llevar a cabo diez proyectos diferentes a la vez. Su reciente viaje a América había interrumpido el curso de sus indagaciones, y Jeff sabía que, ahora que Roberto había vuelto, inmediatamente se volcaría en media docena de nuevos proyectos, como mínimo. Aparte de esto, tenía que reconocer que empezaba a echar de menos la satisfacción que le había reportado saberse un miembro respetado de la comunidad académica, un profesor del Trinity College de Cambridge.

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