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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (4 page)

BOOK: El secreto de los Medici
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Su ascenso al estatus de autoridad mundial en la historia de la Alta Edad Media había entrado a formar parte de una leyenda. Ya en la universidad había llegado a ser considerado un auténtico prodigio. Antes incluso de sus exámenes finales, había escrito un revolucionario estudio sobre el antisemitismo en la Francia del siglo X, que fue publicado en la principal revista académica, el
Journal of European History
. Tras esto, se había graduado con matrícula de honor por el King’s College de Londres antes de cumplir veinte años.

Se trasladó a Cambridge y allí se convirtió en el protegido de Norman Honeywell-Scott, afamado académico con importantes contactos. A Jeff no le daba ningún reparo reconocer que se había montado en el carro de Honeywell-Scott. Pero a los tres años de empezar a colaborar con el historiador de Cambridge, se pelearon y nunca más volvieron a dirigirse la palabra. Honeywell-Scott se fue a la Sorbona, donde se convertiría en un astro aún más luminoso del firmamento académico. Aquel mismo verano, Jeff conoció a Imogen Parkhurst y se enamoró de ella, de la hija única del ministro sir Maxwell Parkhurst, del gabinete tory, cuyos ancestros habían amasado una fortuna financiando las guerras napoleónicas.

El padre de Imogen nunca le había visto con buenos ojos —su madre había fallecido nueve años antes— y Jeff sabía que pese a toda su brillante trayectoria y a su éxito académico, Imogen se encontraba en un nivel inaccesible para él. Jeff había nacido en un piso de dos dormitorios, encima de un comercio de Wickford, Essex, y su padre era el propietario de un negocio de suministros eléctricos. El peso intelectual sólo compensaba en parte unos orígenes humildes. Imogen le había negado con vehemencia que sus sentimientos hacia él derivasen de un tardío acto de rebelión contra sus padres; pero, por supuesto, era una bobada. Entonces, cuando menos se lo esperaba, Jeff se enteró de que Imogen mantenía una relación con un amigo de la familia, Caspian Knightley, un primo lejano de la difunta Diana Spencer.

Desde aquel momento en adelante, las vidas de Jeff e Imogen empezaron a divergir. Dos meses después de haberse separado, sir Maxwell fallecía en un accidente de helicóptero e Imogen heredaba los millones de la familia. Jeff se volcó en el trabajo y depositó toda su fe en una serie para televisión sobre Carlomagno para la elaboración de cuyo guión y presentación había sido elegido. El capítulo piloto resultó un fracaso y prácticamente de la noche a la mañana Jeff perdió su oportunidad. El fracaso, el primero de su carrera, fue un duro golpe para él. Había vuelto a beber y entonces, influido por sus amigos de los medios de comunicación, coqueteó por breve espacio de tiempo con la cocaína. En poco tiempo su vida académica empezó a debilitarse. Pocos meses después, con el divorcio concluido, siguió el consejo del director del Trinity e inició unas prolongadas «vacaciones» en Italia.

En cierto sentido, había sido afortunado. Durante su matrimonio con Imogen había conocido a unas cuantas personas útiles con quienes había fraguado una auténtica amistad. Una de esas personas era Mark Thornton, uno de los abogados matrimonialistas más hábiles de Gran Bretaña. A Thornton nunca le habían agradado mucho los Parkhurst y dedicó poco tiempo a Imogen. Se dejó la piel para conseguirle a Jeff un acuerdo excepcionalmente bueno, lo que significaba que el hijo del electricista de Wickford tendría la vida solucionada con un piso en Mayfair, un lujoso apartamento en la plaza de San Marcos, Venecia, y un puñado de millones en el banco. Pero Jeff sabía que si hubiese podido reescribir la historia y hubiese dispuesto de más tiempo para estar con Rose, de mil amores habría sacrificado el lote.

—¿Hay alguna ricura en el bar? —preguntó de repente Roberto.

—¿Cómo dices?

—Pareces excesivamente interesado en algo o en alguien de allí.

—Disculpa, sólo estaba pensando en Rose —mintió.

—Sin lugar a dudas, es toda una mujercita. Casi no podía creerlo cuando pasé a buscarte esta tarde. ¿Y se lleva bien con la irreductible Maria? Eso sí que es notable.

Jeff se echó a reír.

—Mi ama de llaves nunca te ha resultado muy simpática, ¿verdad, Roberto?

—No —respondió—. Esa mujer no puede ni verme.

—Bobadas. —Jeff miró la hora: acababan de dar las once—. Mira, disculpa que sea un coñazo, pero tengo que volver ya. Esta ronda la pago yo.

Fuera del Harry’s hacía un frío helador y su aliento flotaba suspendido como una neblina en el aire. Era la víspera del Carnivale, una noche fría y límpida de febrero, la época favorita de Jeff en Venecia. Se subieron el cuello de los respectivos abrigos y echaron a andar por la calle Vallaresso en dirección a San Moise, pasando por delante de las boutiques de diseñadores, a cada lado de la calle. Se despidieron en la intersección con la promesa de verse de nuevo el domingo para comer en el Gritti Palace. Jeff metió las manos en los bolsillos del abrigo y se encaminó a San Marcos.

Estaba todo tranquilo. La mayor parte de los turistas estaban bien tapados en la cama y los vendedores ambulantes africanos recogían ya sus bolsos imitación Louis Vuitton y sus Rolex de cinco dólares. Cruzó la plaza por el lado oeste y apretó el paso para atravesar un corto pasillo. Su apartamento se encontraba en la planta superior del lado norte de la plaza. Dobló a la derecha y siguió por un angosto pasaje que daba la vuelta al edificio. El silencio sólo era interrumpido por el suave chapoteo del agua del canal, a su izquierda. Al llegar al portal que daba al vestíbulo de la casa, se palpó el bolsillo en busca de la llave. Y justo cuando la introducía en la cerradura, oyó una leve tos. Dio media vuelta. De pie entre las sombras había un hombre con un largo abrigo negro y un sombrero. Por un fugacísimo instante, la luz procedente de una ventana del edificio de Jeff dio en un objeto brillante que sostenía el hombre en una mano, arrancándole un destello en medio de la negrura.

—Disculpe. No era mi intención sobresaltarle —dijo el hombre, al tiempo que salía de la penumbra. No medía más de un metro cincuenta y tenía la cara llena de arrugas y ajada. Llevaba puesto un abrigo desaliñado y un sombrero de fieltro, por debajo del cual una melena larga y blanca le caía hasta los hombros. Dio un paso en dirección a Jeff apoyándose pesadamente en un bastón de madera con una empuñadura de metal sumamente pulida—. Me llamo Mario Sporani. Usted no me conoce, pero dispongo de cierta información que creo que le resultará de interés. ¿Podría abusar de su hospitalidad? Hace un poquito de frío aquí.

—¿Qué clase de información? —preguntó Jeff, mirando al hombre de arriba abajo sin fiarse de él.

—Relacionada con la historia.

—¿Con la historia?

—Discúlpeme. He viajado esta noche desde Florencia, donde resido. Hace años fui vigilante de la Capilla Medici. Hay un asunto de máxima importancia que necesito tratar con usted. —Tendió a Jeff una deteriorada fotografía en blanco y negro. En ella se veía a un Mario Sporani mucho más joven sosteniendo un cilindro negro de unos treinta centímetros de largo. En uno de los extremos del tubo Jeff distinguió a duras penas un emblema: un conjunto de cinco bolas y un par de llaves cruzadas, el escudo de armas de la familia Medici—. Yo soy una de las poquísimas personas que han visto este objeto en quinientos años —prosiguió Sporani—. Y ahora ha desaparecido de la faz de la Tierra.

La sala de estar de Jeff era espectacular: un vasto espacio diáfano, amueblado en estilo moderno, todo a base de acero mate, madera oscura, suave tono crema y telas blancas. La pared de enfrente de la puerta estaba ocupada por unos inmensos ventanales que daban a San Marcos, el Campanile y San Giorgio Maggiore detrás. A la derecha de esta sala estaba la cocina y a la izquierda un umbrío pasillo que comunicaba con los dormitorios.

Mario Sporani se encontraba de pie en el umbral de la puerta, absorbiéndolo todo en silencio y con un destello de apreciación en la mirada.

—Hermoso —dijo llanamente, y Jeff le indicó que tomara asiento. La casa estaba en silencio. Rose y Maria, al parecer, se habían acostado.

Jeff fue a la cocina y se puso a preparar café. No le quitaba el ojo de encima a Sporani, quien contemplaba embelesado el salón y las vistas desde las ventanas. Le siguió con la mirada mientras se ponía de pie y se acercaba a admirar los cuadros, primero, y a continuación observaba con detenimiento unas estanterías de cristal que contenían toda una colección de artefactos.

A los pocos minutos Jeff estaba a su lado con una bandeja en las manos. Sporani contemplaba un cuadro de un desnudo yacente.

—A primera vista hubiera jurado que se trataba del
Desnudo Sdraiato
de Modigliani, pero hay algo que no concuerda.

Jeff evaluó al viejo.

—Es una de las primeras obras de su época veneciana en el Istituto per le Belle Arti di Venezia; más o menos de la época en que empezó a fumar hachís, de hecho. Al año siguiente Modigliani se trasladó a París y rehízo este cuadro.

Sporani sacudió la cabeza lentamente.

—Fascinante.

Jeff depositó la bandeja en una mesita de acero inoxidable entre dos sofás cerca de las ventanas.

—Muy bien —dijo, al tiempo que ofrecía una taza a Sporani—. ¿De qué va todo esto?

—Como es natural, está usted escéptico, señor Martin. También yo habría reaccionado de la misma manera hace cuarenta años. —Dio un sorbo a su café—. Como le he dicho, fui el vigilante de la Capilla Medici hasta que me jubilé hace unos años. Yo era el responsable de la misma cuando la terrible inundación de noviembre de 1966 arrasó Florencia y destruyó tantas maravillas.

Jeff le miraba en silencio. Calculaba que Sporani tendría seguramente cerca de setenta años, pero aparentaba más edad.

—La mañana en que las aguas del Arno se salieron de madre y afluyeron a nuestro barrio en forma de fuerte torrente, me las apañé para abrirme paso bajo la tormenta y llegar a la capilla. Mis peores temores se habían cumplido: la cripta estaba anegada y los cuerpos de los Medici sepultados corrían el peligro de que el agua arramblase con ellos.

»Yo era joven e impulsivo. Sin parar mientes en mi propia seguridad, bajé a toda prisa a las cámaras funerarias y a punto estuve de morir ahogado; escapé por los pelos. Poco pude hacer para proteger la cripta, pero felizmente, aunque el agua había causado daños inmensos, se pudo evitar lo peor y esa misma noche la riada que inundaba el barrio empezó a remitir. Mientras me encontraba en el interior de la cripta, luchando por escapar del agua que no paraba de crecer y crecer, me topé con un extraño objeto, un tubo de ébano. Inmediatamente, al ver el emblema, me di cuenta de que antiguamente había pertenecido a los Medici. Pero no tenía ni idea de qué se trataba. Como le digo, yo era joven. Debí entregarlo a las autoridades, pero no pude, o por lo menos no así como así.

Hizo una breve pausa para dar otro sorbo a su café.

—Rompí el sello. Dentro encontré un fajo de documentos cubiertos de una escritura menuda. Estaban redactados en un extraño idioma. Luego concluí que debía de ser griego y, por supuesto, no entendí ni una sola palabra.

—¿No pensó en que se lo tradujese alguien? —preguntó Jeff.

—Bueno, lo pensé. De hecho, mencioné mi hallazgo a un par de amigos, lo cual probablemente fuese un error. Debí sencillamente mantener la boca cerrada.

Jeff parecía confundido.

—Ninguno de ellos pudo ayudarme, ya ve usted. Hasta los que tenían algunos conocimientos de otros idiomas no fueron capaces de traducir más que alguna que otra palabra suelta. Pero me enteré de una cosa fundamental: la última página del documento contenía una firma, la de Cosimo de’ Medici, el gran mecenas y protector de Florencia. Aunque le he dicho que no podía entender ni una palabra del documento, se trataba evidentemente de una especie de diario, pues el texto estaba dividido en fragmentos, en cuya parte superior siempre aparecía una fecha. Memoricé las fechas, y tiempo después descubrí que correspondían al año 1410.

—¿Y eso le incitó por fin a entregar el hallazgo?

—Debí hacerlo —respondió Sporani, y dejó su taza vacía en la mesita—. Y lo habría hecho. No soy ningún ladrón.

—¿Cómo que lo habría hecho?

—Dos noches después de mi descubrimiento alguien llamó a golpes en el portal de mi casa. Mi mujer y mi bebé dormían en la habitación del fondo. Bajé a ver quién era. Dos hombres me metieron en el vestíbulo con una pistola pegada a mi cabeza. Uno de ellos era inglés, creo, y el otro italiano. Éste era el que llevaba la voz cantante, aunque a decir verdad ninguno de los dos dijo gran cosa. Querían el documento Medici.

—¿Cómo se habían enterado?

—No estoy seguro, pero no debí contar nada a nadie sobre mi hallazgo. Se lo entregué, por descontado. Cuando el italiano reparó en que el sello estaba roto, no me cupo duda de que iba a matarme. Tenía que pensar rápido en algo. Les dije que cuando lo encontré ya estaba roto.

—¿Y le creyeron?

—No lo sé. Creo que el hombre que empuñaba el arma estaba dispuesto a apretar el gatillo, pero el inglés lo detuvo. Dijo algo que no olvidaré jamás: «Si alguna vez le cuentas a alguien algo de esto, le volaré los sesos a tu bebé».

Desde el exterior llegó el tenue sonido de la sirena de una embarcación.

—Entonces, ¿por qué está aquí ahora?

Sporani contemplaba ensimismado el panorama desde las ventanas, como en un sueño. De pronto, salió de sus ensoñaciones y dirigió unos ojos cansados a Jeff.

—Oh, ya no pueden hacerme nada, señor Martin. Mi bebé se convirtió en un apuesto joven, pero hace cinco años se mató en un accidente de moto en Bolonia. Y mi mujer, Sophia, falleció el mes pasado. Cáncer de mama.

—Lo lamento.

—Oh, no tiene por qué. Tuvimos una vida dichosa, los tres juntos.

Jeff sirvió un poco más de café para los dos.

—Y bien, ¿por qué ha venido a verme?

—Necesito su ayuda. Usted, supongo, sabe del Proyecto Medici, el equipo que está estudiando los vestigios de la capilla.

—Sí.

—Bueno, pues yo creo que se hallan en grave peligro.

—¿Por qué piensa eso?

—Por lo que acabo de relatarle.

—Pero eso pasó hace más de cuarenta años…

—La primera vez que oí hablar del Proyecto Medici manifesté mi oposición. Comuniqué a las autoridades de la Universidad de Pisa que financian el equipo mi convicción de que una persona o un grupo de personas no deseaba que se molestase a los cuerpos. Nadie quiso escucharme.

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