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Authors: José Ángel Mañas

El secreto del oráculo

BOOK: El secreto del oráculo
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Para Chloé…

PRÓLOGO

Babilonia

Noche de los Muertos. 323 a. C
.

Así lo habían querido los dioses, pues hasta los ríos más caudalosos acaban en la negra mar.

Pero él se negaba a aceptarlo. Su vida había estado marcada por tantas victorias que ni siquiera en aquel estado era capaz de admitir la derrota.

Con la fiebre le zumbaban los oídos. El sudor le humedecía los perfumados bucles y se le deslizaba por las sienes y por las rubias barbas hasta alcanzarle ese cuello que tenía ligeramente paralizado, decían que desde niño.

La rica seda de su túnica se le adhería como un emplasto a la piel.

Sin dejar de tiritar se incorporó trabajosamente hasta quedar apoyado en aquella masa informe de cojines con que le habían dejado provisto antes de salir sus eunucos.

Su cuerpo agotado por las campañas acusaba el esfuerzo. Se sentía como si lo acabara de pisotear un caballo. Le dolían todas las articulaciones. Y aun así su tiránica voluntad lo obligaba a mantener la postura, a no perder la conciencia.

Todavía no
, clamaba una voz imperiosa en su interior.

Su respiración era pesada. Sus ojos bicolores y asimétricos se clavaban en las espaldas de Aristandro, quien todavía permanecía en la terraza a la que se abrían sus aposentos por el levante y por donde cada mañana entraban los primeros rayos de sol que ahuyentaban al envenenado sueño.

Pero ahora era de noche y tenía la impresión de que su adivino no se movía desde hacía una eternidad. Las gruesas manos encallecidas sujetaban en alto la copa ritual. La sangre de carnero se derramaba por los bordes y teñía sus velludas extremidades mientras se encaraba con los exuberantes jardines dispuestos en las terrazas de aquella gigantesca pirámide floral, de aquella espectacular prenda de amor construida en la noche de los tiempos por un monarca de nombre interminable para capricho de su reina, una silueta inmortalizada por los poetas que se imponía, alta como una colina, bajo la estrellada noche.

El fuego sagrado crepitaba en el altar y sus vibrantes claroscuros envolvían la blanca túnica de quien ya no instaba a los moradores del Olimpo a preocuparse de su hijo enfermo, de quien ya no les rogaba que se dignaran a espantar a la negra Moria, sino que con esa voz que se alzaba y que iba ganan do en intensidad a medida que se elevaba entre los chillidos de los murciélagos a quienes invocaba, ahora, era a los manes de los desaparecidos.

—Os convoco yo, que os conocí cuando la sangre humana todavía calentaba vuestros cuerpos. Yo, Aristandro, el adivino de Alejandro, os insto a salir de vuestra oscura caverna y a subir a la superficie…

Y entretanto, en el interior de los aposentos, el olor de la sangre se seguía juntando con el perfume del incienso y los husmos de los remedios inútiles para provocar en el yaciente esas mismas náuseas que desde hacía unos días le impedían ingerir ningún alimento.

Ya empezaba a oír en boca de los médicos el mismo repertorio de palabras hueras que tan desesperante le había resultado durante la agonía de Hefastión. Y sin embargo esta vez las sufría con el mismo fatalismo con el que había acogido el primer presagio. Le pasaba revista en los jardines reales a los nuevos regimientos de «inmortales» recién llegados de Persia, cuando le sobrevino el desvanecimiento.

—¡Alto! —exclamó Pérdicas, que era el único de sus generales presentes.

Alejandro se echó a un lado, apoyado en sus guardias. Los eunucos se precipitaron hacia él, y yo preferí no acercarme.
Recuerda que ya no estás a su servicio
, me dije pese a que los muchos años de lealtad me impulsaban a ello. Yo andaba recién vuelto de la Media. Acudía a la llamada de Tolomeo después de que mis asuntos de gobierno me hubieran mantenido alejado durante meses. Y allí estaba, viendo cómo se refrescaba con el agua de una vasija bajo una acacia cuando de pronto apareció. Un hombre cargado de cadenas. Con los ojos brillantes. Surgido de ninguna parte. En dos zancadas se había colado entre los guardias y, antes de que ninguno pudiese impedirlo, se instaló con una prolongada carcajada en el solio imperial.

Agarrado a los brazos dorados del trono, elevaba una mirada enajenada hasta el cielo y se carcajeaba como si fuera el único hombre en el mundo y como si todos los demás formásemos parte de su público.

Los grilletes golpeaban el suelo. Sus pies tenían las uñas arrancadas.

Los guardias lo apresaron. Pero Alejandro les ordenó que no lo ajusticiaran.

—Esperad…

Estaba lívido.

Tenía una mirada recelosa, de animal arrinconado.

Yo ya sabía que se había vuelto huraño y que en los últimos tiempos prefería refugiarse en su palacio como un oso en su caverna. Pero jamás habría podido sospechar que aquel rey que nos había liderado de victoria en victoria a lo ancho y largo del continente hubiera cambiado tanto. Me pareció un hombre acabado. Confrontado a la evidencia de una muerte irremediable.

—¿Quién demonios eres y quién te envía?

Tenía la desconfianza del que se acerca a una serpiente venenosa.

El labio superior le temblaba y sólo el espanto temperaba su cólera.

—Sabes perfectamente quién soy…

El intruso lo miró con fijeza.

Su nariz estaba rota. Pero se esforzaba en levantar la cabeza.

Pese a su aspecto harapiento, hablaba griego y su acento era ateniense, aunque sus dificultades demostraban que hacía tiempo que había perdido todo trato con sus compatriotas. Podía ser uno de tantos que se habían pasado a las filas de Darío. O un prisionero de antes de nuestra llegada. O a lo mejor un hombre descolgado de nuestro propio ejército, enloquecido por los excesos de la Conquista. Quién podía saberlo, llegado a ese punto.

—Serapis me ha ordenado que ocupe tu trono. Tu ambición sin freno ha ofendido a los dioses…

—¡Matadlo! —ordenó Alejandro.

—¡No lo conseguirás! ¡Los dioses me han hecho inmortal! ¡Darío también lo intentó! —clamó el ateniense mientras se lo llevaban—. ¡Soy un dios, Alejandro, y tú un miserable gusano! ¡Yo tenía que haber luchado contra ti! ¡Yo te habría vencido con sólo cuarenta mil hombres! ¡Yo estaba destinado a acabar contigo…!

Entonces una afilada cuchilla rasgó su garganta detrás del primer grupo de árboles. Pero la impresión causada fue gran de. Y a partir de ese día los eventos se precipitaron como un torrente sobre el vacío. A la mañana siguiente, cuando paseaba en su barca, a Alejandro se le cayó la tiara imperial, que salió flotando hasta quedar enredada en las raíces de un sauce. Uno de sus guardias se echó al agua. Se la ciñó para no mojar la, y se le recompensó por haberla salvado, pero también se le cortó la cabeza.

Y a los pocos días aconteció el milagroso reencuentro con Nearco.

Al tenerlo delante, a todos les pareció estar viendo un fantasma.

Nadie lo había vuelto a ver desde que su flota se despidiera a orillas del Indo. Pero Nearco había bordeado el continente. Había alcanzado las costas de Persia. Y tras su fantástico periplo, había tomado el camino de Babilonia con la mayoría de sus efectivos intactos.

—¿No me das un abrazo?

Pese a su muñón y a su aspecto andrajoso, su apariencia seguía siendo saludable. Sus ojos chisporroteaban con una alegría que no se le había vuelto a ver desde los tiempos previos a la campaña de la India.

—¿No me reconoces…?

Alejandro no sabía qué decir.

Pero se echó a reír. Unos momentos después se abrazaban y mandó organizar un banquete de bienvenida.

Esa noche fue de los últimos en retirarse.

Y después se despertó tarde, sintiéndose débil: ya entonces no faltó quien rumoreara que lo habían envenenado. Pero ¿quién puede asegurarlo?

Yo sólo sé que por la mañana lo llevaron en litera hasta el río; que lo cruzaron en la barcaza real, entre el arrullo de las arpas, sorteando las embarcaciones redondas y forradas con pieles en las que los comerciantes bajaban sus mercancías a la ciudad. Que se instaló en los jardines del palacio de verano de Nabucodonosor, en un pabellón al aire libre. Y que allí descansó, abanicado por hermosas esclavas, hasta que bien entrado el día siguiente se sintió con fuerzas suficientes como para discutir las más acuciantes cuestiones de estado.

Pero con el crepúsculo volvió a apoderarse de él una fiebre que ningún baño paliaba. Estatira y Roxana competían por ver quién demostraba mayor celo. Pero él empezó a no reconocerlas. Sus lastimosos gemidos no tenían fin. Y en medio de sus delirios se remitía una y otra vez al Oráculo. «El maldito Oráculo…» Parecía una tortura mayor que las penurias de la enfermedad. Por los pasillos sus guardias personales rogaban por su vida, aunque ellos ya sabían que desde las alturas se había decidido que su suerte estaba sellada y que se iría debilitando, hora tras hora, con la inevitabilidad del venado que se desangra tras ser alcanzado por la flecha afilada.

Sumido en la semiinconsciencia, había visto desfilar junto al lecho a sus generales. A muchos los confundía con los muertos. ¡Qué extraño y lamentable resultaba el espectáculo! Su absoluto desinterés demostraba cuán cerca estaba la hora. El gran médico Ziusundra aconsejaba no excitarlo. Pero los generales necesitaban escuchar sus últimas palabras. Necesitaban que les alumbrara el futuro incierto que se abría delante de quienes a partir de ese momento quedaban atrapados en unas tierras hostiles y lejanas que ninguno de ellos se había preocupado jamás de entender.

Pese a su nacimiento, eran hombres de nula delicadeza, endurecidos por la guerra, y no tuvieron reparos a la hora de rodear su lecho.

¿Qué pudo murmurar entonces?, me preguntaréis.

¡Ojalá pudiera contestaros! Por desgracia nadie lo sabe salvo ellos, que se llevarán el secreto a la tumba. Sin embargo, lo cierto es que les entregó el anillo imperial. Y que a continuación los despidió, sintiendo que las brumas se apoderaban de su conciencia. Con una voz casi inaudible les indicó que no dejaran pasar a sus mujeres. Su mirada era cada vez más vidriosa.

—Quiero que invoques a las ánimas de todos los que han perecido por mi causa… —le gimió al oído a su adivino en cuanto se hubieron cerrado las puertas. Tenía la fetidez del Hades en el aliento.

Y al oír aquello Aristandro sintió que un sudor frío le recorría la columna. Dicen que estuvo tentado de desobedecer. Pero al final mandó buscar al carnero y lo desangró sobre el pequeño altar de piedra instalado para la ocasión en la terraza.

Y allí fue donde ejecutó sus misteriosos ritos. Con un ritmo pausado que sólo se interrumpió cuando ya bien entrada la noche tuvo que espantar a cuchilladas a los demonios no deseados.

Pronto su silencio anunció la llegada de las ánimas.

Primero lentamente, temerosas de su presencia; luego ansiosas, al ver que se apartaba, ávidas, ellas también, de la negra sangre.

Y al frente de la lúgubre procesión iba Filipo, que renqueaba trabajosamente. Él fue el primero en penetrar en los aposentos clavando en el moribundo su único ojo.

Y detrás apareció la silueta desdibujada de Hefastión. Y también Autofrádates, el valeroso hijo de Memón, con una mueca desdeñosa en su labio partido.

Y el ceñudo Cambyses, tan atormentado en la muerte como en la vida.

Y a aquella cita no podía faltar Parmenión, el más valioso y prudente de los lugartenientes, que llegaba junto a su hijo Filotas y el resto de los oficiales ejecutados en Hircania. Ni tampoco el bravo Bitón, el desfigurado miembro de la guardia personal, el hombre que todo me enseñara, el más leal de sus servidores al que Alejandro había ensartado con una lanza.

Y a sus espaldas aún se adivinaban más rostros conocidos, formas traslúcidas que espejeaban en la penumbra atravesadas por los rayos plateados de la luna.

Al ver que la espectral comitiva rodeaba su lecho, Alejandro sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Su cuerpo se removía con un temblor que no se debía ya a la fiebre. Su voz era una llama a punto de extinguirse. Un delicado hilo a punto de ser sesgado por la más poderosa de las hoces.

—Amigos —les dijo en el umbral mismo de la muerte—. Me queda poco para reunirme con vosotros. Pero antes de que se desvanezca esta ilusión que es la vida, os ruego que me es cuchéis lo que tengo que deciros. Después permitiré que me expongáis uno tras otro los agravios que aún guardéis contra mí…

Y así comenzó su larga conversación con las sombras del pasado.

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