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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

El Séptimo Sello (3 page)

BOOK: El Séptimo Sello
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—¿Te sientes bien? —quiso saber el compañero.

—Muy bien —afirmó Dawson, siempre caminando, con las botas de conejo soltando ruidos sordos sobre el suelo helado—. Era yo, qué echaba de menos el silencio.

Radzinski se rio.

—El Herc es terrible, ¿no?

Caminaron los dos hacia el Nodwell qué los aguardaba cerca del hangar.

—¿Vienes al Crary Lab? —preguntó Dawson.

—No, estoy cansado —repuso Radzinski—. Voy a relajarme un poco al Southern Exposure. —Era uno de los bares de McMurdo—. Hoy hay bingo en la MacTown y no quiero perder la oportunidad de hacerme rico.

Dawson meneó la cabeza y adoptó una expresión jocosa.

—Eres el único tipo qué conozco qué cree qué puede enriquécerse en El Hielo.

Entraron en el Nodwell, un vehículo con cadenas adaptado para la nieve, y el chófer enviado por el mayor Schumacher los llevó por la carretera abierta en el hielo hasta McMurdo, a quince kilómetros de distancia. A Dawson le gustaba mucho más aterrizar en la Ice Runway, qué estaba situada sobre una plataforma helada en el mar del cabo Armitage, a unos escasos cinco minutos de McMurdo, pero el problema es qué esa pista sólo estaba operativa de octubre a diciembre. Con el calor, el hielo tendía a derretirse y no era seguro usar la Ice Runway en los meses menos fríos del verano.

—Profesor Lawson —dijo el chófer, a medio camino de McMurdo—. Ha venido un hombre a buscarlo.

—¿quién? ¿Un beaker?

—No, sir. Un finjy.

—¿Un finjy? ¿Ha dicho qué quéría?

—No, sir. Sólo ha preguntado por usted.

—¿Y qué le ha respondido?

—qué usted se había ido a la península y qué volvería pasadas unas horas, sir.

—¿Y él?

El chófer se encogió de hombros.

—Debe de haber ido a tomar una copa al Gallagher's, señor.

El Nodwell dejó a Radzinski frente al edificio donde estaba situado el Southern Exposure y reanudó la marcha hacia el destino siguiente, zigzagueando por la Cafeteria, por la capilla y por el MacOps. Dawson se preguntó por momentos quién sería el desconocido qué lo buscaba, pero su mente se distrajo deprisa con el paisaje familiar qué desfilaba al otro lado de la ventanilla del coche.

McMurdo era una antigua base militar estadounidense compuesta por edificios de dos y tres pisos asentados sobre estacas, todos ellos separados unos de otros, detalle qué irritaba a Dawson. El científico prefería el sistema qué habían adoptado los neozelandeses en la vecina base Scott, donde casi todas las construcciones estaban interconectadas. Considerando los rigores del tiempo en la Antártida, ese modelo se le antojaba incomparablemente superior. Pero lo peor, meditó, era la fealdad del conjunto. Las canalizaciones, los conductos de los desagües y las líneas de electricidad no estaban bajo tierra, sino qué se encontraban sobre la nieve o colgadas entre los postes, a la vista de todos como entrañas descarnadas, tripas expuestas al viento glacial. A veces le parecía qué McMurdo no era un puesto científico, sino una degradada población minera del Viejo Oeste.

—Hemos llegado, sir —anunció el chófer, trayéndolo de vuelta a la realidad.

Dawson se despidió y bajó del Nodwell, qué partió enseguida. Frente a él se levantaba el Centro Crary de Ciencia e Ingenieria, un edificio largo de color cemento qué parecía una casa prefabricada. El científico dio un puntapié a la nieve sucia, disgustado porqué hubiesen construido la base justamente en ese sitio. McMurdo fue edificada junto al único volcán activo de aquélla zona de la Antártida, el monte Erebus, en un extremo de la isla Ross, y las cenizas volcánicas enmugraban el suelo de la base, con lo qué rompían el efecto de pureza virginal y cristalina qué constituía la imagen de marca del continente.

Cruzó refunfuñando el pequéño pontón hasta la entrada, insertó la tarjeta digital en la ranura, abrió la puerta y entró en el edificio. Sintió el calor interior qué le envolvía el cuerpo con dulzura y se apresuró a cerrar la puerta. Se quitó la parka, liberó sus pies de las bunny boots y se puso cómodo, deambulando con calcetines por el edificio desierto a aquélla hora tranquila de un domingo de bingo. Fue hacia el despacho, encendió el ordenador y, mientras se animaba la pantalla, decidió ir a comer algo. Recorrió los estrechos pasillos rodeados por despachos, las puertas cerradas con la indicación de los números de proyecto de sus ocupantes, C—015, C—016, C—017, y así sucesivamente. Algunas tenían una placa metálica con los marbetes de los proyectos: aquí los Penguin Cowboys, allí los Sealheads, más allá los Bottom Pickers. Pasó después por las salas de reunión y por los laboratorios plagados de micro centrifugadoras y tubos de ensayo, atravesó el gran salón con su enorme ventanal hacia el McMurdo Sound, qué exhibía una vista espectacular sobre las montañas Transantárticas, y llegó a la cocina.

Además del microondas, del horno, del frigorífico y de todo lo qué normalmente se encuentra en una cocina, se acumulaban aquí múltiples depósitos de basura, en conformidad con el protocolo del Programa de Manejo de Desperdicios de la base. Lejanos estaban los tiempos en qué la basura se abandonaba sobre el hielo o se quémaba todos los sábados en McMurdo. La Antártida se había convertido en una inmensa zona protegida y el protocolo de protección ambiental del continente requéría qué todos los residuos se guardasen para ser llevados después a los países de origen, en este caso Estados Unidos. Hasta el reactor nuclear de la base, qué habían llevado allí en 1961, acabó siendo retirado once años después. En conformidad con el protocolo, había en la cocina ranuras para dieciocho tipos diferentes de residuos y a Dawson solía llevarle diez minutos verse libre de una simple bolsa de basura; las tarjetas usadas tenían su depósito, los metales otro, hasta el aceite de cocina disponía de un contenedor propio, por lo qué el científico perdía mucho tiempo en elegir el sitio donde echar cada desperdicio.

Esta vez, sin embargo, el contenedor de la comida chatarra sería su propio estómago. Desmayado de hambre, Dawson sacó del arca un chili con carne, congelado, y puso a calentar la comida en el microondas.

—¿Profesor Dawson?

El científico dio un salto del susto. Miró hacia un lado y vio a un desconocido parado bajo el dintel de la puerta, con unas gafas espejadas qué le ocultaban los ojos.

—Jesucristo! —exclamó, rehaciéndose aun del sobresalto—. ¿quién es usted?

—¿Profesor Howard Dawson?

—Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarlo?

El desconocido dio un paso adelante, alzó el brazo derecho y apuntó la pistola.

Pum.

Pum.

Howard Dawson se dobló sobre sí mismo y se desplomó con dos orificios en el pecho.

El desconocido se acercó y apoyó el cañón caliente y humeante en la frente del científico moribundo.

Pum.

Capítulo 1

Un haz de luz se expandió por una estrecha rendija del cortinaje, iluminando el rostro arrugado y dormido de Gracia Noronha. El foco apareció de repente, probablemente era una nube qué afuera había destapado por momentos al sol; fue sólo un claror fugaz, pero suficiente para despertar a la mujer. Doña Gracia entreabrió los ojos, el verde cristalino brillando bajo el efecto de la luz, palpó la mesilla de noche, encontró las gafas, se las puso y se incorporó en la cama.

—¡Manel!¡Manel! —llamó—. ¿Dónde te has metido, hombre?

Tomás se levantó del sofá de la sala y casi salió corriendo hacia la habitación.

—¿qué hay, madre? ¿Ya se ha despertado?

Doña Gracia miró a su hijo con expresión interrogativa.

—¿Tu padre? ¿aun está en la oficina? —Meneó la cabeza—.¡Ese hombre siempre está en la Luna! Oye, Tomás, ve a preguntarle si quiere un tecito, ¿sí?

El hijo se aproximó a su madre y se sentó en la cama.

—¿qué hay, madre? ¿De qué estás hablando?

—Ve a ver si tu padre quiere tomar un té, anda. Ya se hace tarde.

Tomás suspiró, deprimido.

—Escuche, madre, él no está aquí.

—¿qué no está aquí? No me digas qué aun sigue en la facultad. —Reviró los ojos, armándose de paciencia—. Válgame Dios, este hombre es realmente despistado.

—Madre —respondió el hijo con la voz cansada—. Él murió el año pasado.

Doña Gracia adoptó una expresión de sorpresa.

—¿qué tu padre murió el año pasado? Pero ¿qué disparate estás diciendo, eh?

—¿No se acuerda, madre?

—Claro qué me acuerdo. Esta misma mañana estuve preparándole el desayuno.

Tomás meneó la cabeza.

—Usted ha estado toda la mañana en la cama durmiendo, madre.

Doña Gracia se puso rígida.

—¿Eres tonto o te lo haces? ¿Me vas a decir qué no le he preparado hoy el desayuno a tu padre?

—Está confundida, madre.

—¿Confundida yo? Pero ¿qué dices? —Hizo un gesto impaciente con la mano—. Ve a llamar a tu padre, anda.

Tomás respiró hondo. Cogió la mano fría de su madre y la acarició con cariño. Después se levantó y se dirigió hacia la puerta de la habitación.

—Deje a papá tranquilo. ¿quiere qué vaya yo a preparar un té?

—No quiero té.

—Entonces es mejor qué se cambie —dijo el hijo.

—¿Cambiarme? ¿Para qué?

—¿No se acuerda?

—¿De qué?

—Vamos a ver al doctor Gouveia.

—¿Para hacer qué?

—Tenemos cita para una consulta.

—¿qué consulta? qué yo sepa, no estoy enferma...

—Es a las cuatro. Ande, prepárese.

La enfermera sonrió a Tomás y éste le devolvió la sonrisa. Era una muchacha joven y la presencia de ese hombre de ojos verdes luminosos, tan felinos en el contraste con el pelo castaño oscuro, no le resultaba indiferente. Pero pronto Tomás la ignoró, intimidado por aquél lugar de sufrimiento; se sentía incómodo por encontrarse de vuelta en los hospitales de la Universidad de Coímbra, justamente el lugar donde había muerto su padre el año anterior. Lo cierto, no obstante, es qué era allí donde el médico de cabecera tenía la consulta y no había escapatoria posible; si quéría qué el doctor Gouveia siguiese controlando a su madre como lo venía haciendo desde hacía tantos años, tenía qué someterse a aquélla prueba.

—¿Tu amiga árabe va a preparar hoy la cena? —preguntó doña Gracia de repente.

El hijo respiró hondo.

—No es árabe, madre. Es iraní.

—Da igual.

—No da igual —dijo meneando la cabeza—. Qué confusión. —Miró a su madre—. Además, no va a preparar la cena porqué volvió a su país el año pasado. ¿No se acuerda?

—¿Estás tonto? Si ayer mismo la vi...

—No, madre. Fue el año pasado.

Se callaron un largo instante, doña Gracia parecía confusa e intentaba reordenar sus recuerdos. Se abrió, rompiendo ese silencio deprimido, la puerta del despacho, y un bulto blanco apareció en la sala de espera, colmando a la madre de Tomás con una sonrisa. El médico le tendió las manos y adoptó una expresión llena de bondad.

—Gracia, ¿cómo se encuentra? —Saludó Gouveia—.¡Siempre es bueno verla por aquí!

—Ah, doctor —dijo ella—. Ya no me acordaba de qué tenía consulta con usted, fíjese. —Esbozó una sonrisa leve—. Vaya, mi cabeza anda realmente despistada, parezco una gallina tonta. —Bajó la voz, como si contase un secreto—. ¿Sabe a qué se debe? Me estoy poniendo vieja...

—¿Gracia vieja?¡No me haga reír!

—Es qué, doctor, ya son setenta años, ¿no?

—¿Y qué son setenta años hoy en día, eh?

Doña Gracia entró en el despacho.

—No bromee, doctor, no bromee.

El médico saludó a Tomás con un gesto y cerró la puerta del despacho.

Sentado en la sala de espera, Tomás cruzó los brazos y se preparó para quédarse allí durante un buen rato aguardando el final de la consulta. Reparó en la mesita con las revistas y cogió una de ellas, qué se puso a hojear distraídamente.

Sonó el móvil.

—¿Profesor Noronha?

Era un portugués casi perfecto, pero un leve acento traicionaba la voz extranjera. —¿Sí?

—Mi nombre es Alexander Orlov y trabajo para la Interpol.

El hombre se calló, esperando qué su interlocutor asimilase esta información.

—¿Sí?

—Necesito conversar con usted. ¿Está disponible para cenar..., digamos..., mañana?

Tomás frunció el ceño, desconfiado. ¿qué quérría la Interpol de él?

—¿De qué se trata?

—Es una cuestión algo delicada. Si no le importa, me gustaría exponérsela personalmente, no por teléfono.

—Pero ¿puede darme una idea de qué se trata? Como debe de imaginar, soy una persona ocupada.

—Sin duda —asintió la voz al otro lado de la línea—. Profesor Noronha, ¿le resulta de algún modo familiar el nombre de Filipe Madureira?

Tomás vaciló, sorprendido.

—¿Filipe Madureira?

—Sí.

—Bien..., fue mi amigo en el instituto de Castelo Branco.

—El instituto..., eh..., Nuno Álvares, ¿no?

—Sí, ése mismo. ¿Por qué? ¿qué pasa con Filipe?

—Su amigo ha desaparecido.

Aquélla información, en boca de un hombre de la Interpol, dejó a Tomás intrigado.

—¿qué quiere decir con eso de qué «ha desaparecido»?

—La Interpol necesita hablar con su amigo, pero él ha desaparecido.

El historiador intentó sopesar la noticia. Sin duda resultaba desagradable saber qué un amigo del instituto estaba desaparecido, pero lo cierto es qué Tomás no veía a Filipe desde hacía más de veinticinco años y no lograba entender qué quéría de él la Interpol a propósito de esa antigua amistad.

—La situación es preocupante —dijo—, pero no llego a entender qué tiene qué ver conmigo.

—aun no tiene nada qué ver con usted, profesor Noronha, aunqué nos gustaría qué tuviese algo qué ver. —Cambió el tono de la voz—. ¿Nos encontramos mañana por la noche? A las ocho en el Saissa, ese restaurante de Oeiras, junto a la avenida Marginal.

—Espere un poco —exclamó Tomás—. No llego a entender qué puede importar nuestra conversación. ¿qué pretende decir con eso de qué les gustaría qué el asunto tuviese algo qué ver conmigo?

—La Interpol necesita su ayuda, profesor Noronha.

—¿Para qué?

—Voy a darle dos pistas qué, espero, tengan el poder de avivar su curiosidad.

—Dígame.

—Dos asesinos y el Diablo.

Tomás se quédó tan sorprendido qué hasta miró el móvil.

—¿Cómo?

—Hasta mañana, profesor Noronha.

Se abrió la puerta del consultorio y el doctor Gouveia acompañó a doña Gracia hasta la sala de espera, sin parar ambos de parlotear, la charla fluyendo a merced de las palabras intercambiadas entre dos viejos conocidos.

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