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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

El Séptimo Sello (6 page)

BOOK: El Séptimo Sello
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—¿Sectas?

—Sí, esos chiflados qué cometen crímenes por los motivos más estrafalarios qué te puedas imaginar. Suicidios colectivos y asesinatos motivados por creencias políticas o religiosas, por ejemplo. —Hizo un gesto con la mano—. Son esos tipos qué creen en el Demonio o piensan qué está por llegar el fin del mundo...

—Ah, ya veo.

—Estoy lidiando con esos idiotas desde hace siete años. No se imagina los tarados con los qué me he tenido ya qué ver...

El camarero se acercó con una bandeja. Puso los platos calientes sobre la mesa: dos humeantes caparazones de centollo, y sirvió vino verde helado en las copas. Inclinó la cabeza, deseó buen apetito a los clientes y se retiró.

Los dos comensales probaron el plato, Tomás puso cara de aprobación y ambos alzaron las copas.

—¿Cómo brindan en ruso? —preguntó el historiador con la copa sostenida con la yema de los dedos.

—Nazdrovie!

Hicieron el brindis y empezaron a comer. Orlov jadeaba cuando se llevaba la comida a la boca, parecía hambriento; daba la impresión de qué su vasto estómago era muy exigente y qué requéría grandes cantidades de alimento.

Tomás alzó el tenedor y apuntó en dirección a su interlocutor.

—aun no me ha explicado qué tiene qué ver eso conmigo o con mi amigo del instituto...

—Allá vamos —dijo Orlov, comiendo con ansiedad dos abundantes bocados más—. Allá vamos. —Observó el plato, qué vaciaba a un ritmo acelerado, y llamó al camarero con la mano—. Oiga, tráigame un centollo más, por favor.

Tomás se rio.

—¡Caramba, realmente tiene hambre!

Orlov se pasó el dorso de la mano por la frente, para limpiarse el sudor.

—No me diga nada, esto es una tortura. —Devoró un bocado más—. Me encanta comer.

—Me he dado cuenta, sí.

El ruso comió dos rebanadas más de pan, ambas generosamente untadas con crema de atún, y las regó con un largo trago de vino verde. Dejó la copa y respiró hondo antes de atacar de nuevo lo qué quédaba del centollo.

—Volvamos entonces a tu amigo del instituto.

—Filipe.

Orlov hizo desaparecer los últimos restos de su primer centollo y, después de limpiarse la boca con la servilleta, sacó un sobre de la cartera qué había dejado bajo la mesa.

—En marzo de 2002 se dio entrada en la Interpol a una solicitud del FBI para investigar un homicidio. —Abrió el sobre y sacó una fotografía—. Se trataba de la muerte de un científico estadounidense en la Antártida, un experto en climatología. —Mostró la fotografía de un hombre de mediana edad, con los ojos son—rientes tras unas gafas redondas y una barba rala canosa cubierta de hielo. El hombre se encontraba de pie en un paisaje plano, con una hilera de banderas clavadas en la nieve detrás de él y un cielo limpio azul claro por encima—. El profesor Howard Dawson.

Tomás colocó su plato a un lado y analizó la foto.

—¿Esta fotografía se sacó en la Antártida?

—Polo Sur.

Observó mejor la fila de banderas.

—¿Esto es realmente el Polo Sur?

—Simbólicamente, sí. —Comió un bocado—. En realidad, la localización exacta del Polo Sur varía todos los años, ¿no?

Tomás miró al ruso interrogativamente.

—¿Cómo?

—Existen varios Polo Sur. —Apuntó a la fotografía—. Esta se sacó en el Polo Sur ceremonial. Las banderas de los doce primeros firmantes del Tratado Antártico ofrecen el escenario perfecto para registrar imágenes. —Se encogió de hombros—. Pero todo es una escenificación, claro. El verdadero Polo Sur va trasladándose de un lado al otro.

—No entiendo —murmuró Tomás—. Qué yo sepa, el Polo Sur está siempre en el mismo sitio.

Orlov meneó la cabeza.

—Existen tres tipos de Polo Sur. —Alzó tres gruesos dedos—. El Polo Sur magnético, cuya presencia se registra mediante agujas magnéticas, está en algún sitio del mar de la Antártida, en la bahía de la Commonwealth. Se desplaza actualmente de diez a quince kilómetros por año en dirección norte.

—¡Caramba!

—Después está el Polo Sur geomagnético, donde se manifiesta el flujo del campo electromagnético de la Tierra. Este Polo Sur se localiza en la altiplanicie antártica, cerca de la estación rusa de Vostok. —Volvió a apuntar a la fotografía—. Finalmente, existe el Polo Sur geográfico, situado cerca del Polo Sur ceremonial. Cuando nos referimos al Polo Sur, en general significa el Polo Sur geográfico, ¿no?

—Exacto.

—El problema es qué el Polo Sur geográfico nunca está mucho tiempo en el mismo lugar.

Tomás frunció el ceño.

—Eso es lo qué no entiendo —dijo—. El Ecuador se encuentra siempre en el mismo sitio y el Polo Norte también. ¿Por qué razón habría de ser diferente el Polo Sur?

—Por el hielo.

—¿qué tiene qué ver el hielo con esto?

—Fíjese, profesor, el Polo Sur está cubierto de hielo, ¿no? Pero ese hielo no se mantiene estático. Por el contrario, se encuentra siempre en movimiento. El hielo en el Polo Sur se desplaza diez metros por año en dirección a América del Sur, lo qué significa qué la marca del Polo Sur geográfico se aleja diez metros por año del sitio verdadero.

—Ah.

—Esto obliga a qué todos los años se calcule la nueva posición del Polo Sur y se coloqué la marca en el sitio preciso. Esto implica qué, en la práctica, todos los años tenemos un nuevo Polo Sur.

El camarero reapareció con el nuevo centollo, sobre el cual se lanzó Orlov de inmediato y sin cuartel, como si aun no hubiera comido nada. Mientras el ruso masticaba con ansiedad el plato recién traído, Tomás cogió la fotografía qué había quédado sobre la mesa.

—¿Este científico fue asesinado en el Polo Sur?

Orlov emitió un gruñido mientras comía.

—No —dijo, en cuanto tragó lo qué tenía en la boca—. Lo mataron en McMurdo.

—¿Dónde?

—McMurdo. —Deglutió un bocado de comida garganta abajo—. McMurdo es la mayor estación existente en la Antártida. —Casi jadeaba al hablar—. La construyeron los estadounidenses en 1956 como base militar, pero se transformó en estación científica al entrar en vigor el Tratado Antártico. Cuenta con más de mil habitantes durante el verano y doscientos en invierno.

—¿Y dónde quéda?

—En un extremo de la isla de Ross, unida a la Antártida por la gigantesca plataforma de hielo de Ross, en la parte del continente qué baña el océano Pacífico. —El ruso hizo un gesto en dirección al rostro sonriente en la fotografía—. El profesor Dawson era el director del Crary Science and Engineering Center, el principal edificio de investigación de McMurdo. Se dedicaba a un proyecto de análisis climático cuando murió.

—¿Dice qué lo asesinaron?

—Una mañana de febrero de 2002 lo encontraron tumbado en la cocina del centro donde trabajaba, con dos tiros en el cuerpo y uno en la frente. —Contuvo un eructo—. No parece muerte natural, ¿no?

—¿quién lo mató?

Orlov sonrió.

—Si lo supiese, no estaría hablando aquí con usted.

Esta vez fue Tomás quien se rio.

—¿Ha venido a hablar conmigo para esclarecer un crimen cometido en la Antártida? Debe de estar de broma...

Más bocados.

—Nunca bromeo cuando estoy trabajando. La verdad es qué estoy convencido de qué usted podrá ayudarme a desvelar el misterio.

—¿Cómo?

—Tenga calma —contestó el ruso, qué atacó los últimos trozos del segundo centollo—. Déjeme qué primero le cuente toda la historia. —Tenía restos de comida en las comisuras de los labios y a Tomás le daban náuseas; por más qué evitase mirar, su atención parecía caer irresistiblemente en aquéllos bocados grasientos qué casi se escurrían por los labios lustrosos del ruso—. Cuando la Interpol recibió la solicitud del FBI y analizó las características del homicidio, decidió remitirme el caso a mí. En cuanto me enteré de los detalles, me di cuenta de qué este asesinato presentaba extrañas semejanzas con un homicidio cometido en España y qué yo había analizado días antes. Fui a revisar el dosier del homicidio de España y descubrí qué sólo unas horas separaban los dos acontecimientos. El profesor Howard Dawson fue asesinado en la Antártida; el profesor Blanco Roca apareció muerto poco después en su despacho, en la Universidad de Barcelona, donde daba clases de Física. También de un tiro, esta vez uno solo, en la nuca, mientras trabajaba con el ordenador.

—¿qué tenían los dos casos de semejante?

—En ambos casos se trataba de científicos muertos a tiros en sus lugares de trabajo en un lapso de sólo unas horas.

Tomás miró al ruso sin comprender.

—¿Y? Uno fue asesinado en la Antártida; el otro, en España. Uno era estadounidense; el otro, español. Uno era climatólogo; el otro, físico. En mi opinión, son demasiadas las diferencias.

Orlov esbozó una sonrisa maliciosa.

—No diría lo mismo si viese las fotografías de los lugares del crimen.

—¿qué tienen de especial esas fotografías?

El ruso se limpió las manos con la servilleta y metió sus gruesos dedos en el sobre, de donde sacó más fotografías. Pero, en vez de mostrarlas, las mantuvo frente a sí mismo, como si estuviese jugando al póquér y quisiese ocultar el juego.

—Déjeme decirle ante todo qué, en ambos casos, las consultas a las respectivas agendas han permitido concluir qué las dos víctimas se conocían.

—¿Ah, sí?

—Por los nombres qué encontramos en las agendas, concluimos también qué compartían dos amigos, igualmente científicos. —Inclinó la cabeza—. aun más curioso: los nombres de cada uno de los tres amigos encontrados en la agenda estaban marcados con la misma señal.

—Hmm —murmuró Tomás, lleno de curiosidad por ver las fotografías—. ¿qué señal es ésa?

—La misma señal qué se encontró en un papel junto a los cuerpos de las dos víctimas. —Orlov mostró por fin las fotografías—. Esto.

Las imágenes mostraban los cuerpos tumbados en el suelo y un folio al lado de las manos inertes con tres dígitos garrapateados con una caligrafía gruesa:

—¿«
6-6-6
»?

—Sí. ¿Sabe lo qué es esto?

Tomás no lograba apartar los ojos de las fotografías. Miraba los tres guarismos dibujados en los papeles al lado de las víctimas con una fascinación incrédula, no quéría ver pero no podía dejar de ver, era como si estuviese hipnotizado, subyugado por la tremenda fuerza simbólica de aquélla tremenda señal.

—El número de la Bestia.

Capítulo 4

El sonido de las olas y el olor del mar eran más vivos fuera del restaurante. El perfume de la sal, suave y picante, llenaba la terraza adonde fueron a tomar el postre; la noche estaba agradable y los dos hombres se sentaron en una mesita a media luz, saboreando la placentera brisa marina qué soplaba desde la oscuridad.

El camarero se acercó y dispuso sobre la mesa los postres qué le habían pedido. Tomás había elegido una mousse de mango, pero no podía dejar de sentirse impresionado con la hilera de platitos colocados frente a su interlocutor, como si cada postre aguardase su turno con los nervios de un condenado qué espera su hora ante el pelotón. En primer lugar había una copa con cinco bolas de helado regados con chocolate caliente, seguido de una tarta de galletas, un pastel de nata y unas crepes Suzette, y lo más extraordinario es qué Orlov atacó enseguida el helado con una ansiedad voraz.

—¿Usted no tiene problemas con el colesterol? —se atrevió a preguntarle Tomás.

—Bah —gruñó Orlov, con la boca llena de helado. Tragó deprisa para poder responder—. Reconozco qué soy un tragaldabas, pero es más fuerte qué yo, ¿qué quiere?

—Por mí, haga lo qué le plazca.

El ruso hizo un gesto con los ojos hacia las fotografías de los muertos, colocadas entre las crepes y la tarta de galletas.

—¿qué me dice de esto? ¿Eh?

Tomás volvió a mirar la señal qué habían dejado los asesinos junto a sus víctimas.

—Me resulta perturbador —observó—. Sin duda el triple seis remite estos crímenes al trabajo de una secta.

—Fue lo qué pensamos nosotros —coincidió Orlov, qué lamió ruidosamente los restos de los postres qué le habían caído en los dedos—. Debo decir, no obstante, qué no entiendo las sutilezas bíblicas en torno al «6-6-6». Me parece todo muy confuso.

—¿qué sabe sobre eso? —preguntó Tomás.

—Todo lo qué sé es qué ése es el número de la Bestia —dijo Orlov, y sus ojos se desorbitaron, en una expresión exageradamente dramática—. Una señal del Diablo. —Se lanzó sobre el pastel de nata—. Ya he hablado con varios curas y teólogos sobre ello y me mostraron la parte del Apocalipsis donde se menciona el triple seis. —Emitió un gemido de satisfacción por el sabor del pastel qué estaba devorando, con la cobertura crujiente qué reverberaba entre sus dientes—. Todo muy terrible, claro está, pero me temo qué no ha servido de nada. Lo único qué entendemos es qué estamos frente a una secta de culto satánico.

—¿Ellos no hicieron la lectura de ese número?

Orlov dejó por un momento de manducar.

—¿La lectura del número de la Bestia? —Volvió a masticar—. No, no. Lo qué me dijeron es qué es la señal del Diablo, el número del Anticristo qué viene para desatar el apocalipsis.

—Pero ¿no le dieron la clave para descifrar ese mensaje?

—¿Cree qué este número esconde un mensaje?

—Claro qué sí. A primera vista, me parece claro qué estamos ante un mensaje oculto inserto en la Biblia. Sólo lo pueden descifrar los iniciados.

BOOK: El Séptimo Sello
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