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Authors: José Rodrigues Dos Santos

Tags: #Ficción

El Séptimo Sello (7 page)

BOOK: El Séptimo Sello
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Orlov balanceó el dedo índice y sonrió con malicia.

—Usted es un iniciado.

—¿Por qué lo dice?

—Porqué usted es un experto en lenguas antiguas. De los mejores del mundo.

Tomás se rio.

—Ya me viene con esa historia...

—Ya he visto qué va de modesto —inclinó la cabeza—. Dígame la verdad: ¿es o no es capaz de descifrar ese enigma bíblico?

El historiador enrojeció levemente y bajó la vista.

—Creo qué sí.

El ruso dio un golpe con la mano en la mesa.

—¡Ah! —exclamó—.¡Lo sabía! —Apuntó con el dedo a su interlocutor—.¡Es un iniciado! Confiéselo, ¿lo es o no?

Tomás se encogió de hombros.

—En cuanto historiador, sí, soy un iniciado. —Señaló la fotografía—. Dado qué el triple seis es un mensaje oculto, cualquier historiador con formación en lenguas antiguas puede, en principio, descifrarlo.

—Es su caso.

—Es mi caso.

—Entonces, dígame: ¿cómo se descifra el triple seis? —lo desafió Orlov, hundiendo la cuchara en la última bola de helado.

—Calma, tampoco es tan sencillo. Tendría qué estudiar este enigma con cuidado.

—Estúdielo, pues.

Tomás se rio.

—Si tuviese tiempo, lo estudiaría —dijo—. Pero la verdad es qué tengo mucho qué hacer.

—Nosotros lo contratamos.

—¿Cómo?

—La Interpol lo contrata.

—¿Para qué? ¿Para descifrar el misterio del triple seis de la Biblia?

Orlov meneó la cabeza con una expresión divertida.

—No, profesor. Para ayudarnos a despejar todo el misterio en torno a estas muertes. Claro qué eso incluye el desciframiento del triple seis, pero va más allá de eso.

—¿Va hasta dónde?

—¡Hasta donde haga falta, pues!

El historiador suspiró.

—Oiga, yo no sé si dispongo de tiempo para esto. Tengo una serie de proyectos en marcha y me temo qué no estaré disponible para convertirme ahora en un detective. Mi trabajo no es ayudar a la Interpol ni esclarecer asesinatos.

—¿Cuál es el problema? qué yo sepa, varias instituciones ya lo contrataron en el pasado. Basta con citar la American History Foundation y la Fundación Gulbenkian, sin hablar de cierta agencia estadounidense cuyo nombre no necesito mencionar aquí.

Tomás clavó los ojos en Orlov, como si intentase leerle el pensamiento.

—Está bien informado.

—Soy policía, ya se lo he dicho. —Señaló las fotografías—. Necesito su ayuda para aclarar este caso.

—Y yo ya le he dicho qué no sé si tengo tiempo.

—Le pagamos quince mil euros por mes, más cualquier gasto qué le surja, incluidos los viajes. Y le damos la inolvidable oportunidad de volver a ver a un viejo amigo del instituto.

—Ah, Filipe. ¿Cuál es, al fin, su papel en medio de todo esto?

Orlov se enderezó en la silla y adoptó una actitud grave.

—Me temo qué su amigo está metido en esta historia hasta el cuello.

—¿Ah, sí? ¿qué ha hecho él?

—Tal vez apretó el gatillo.

—¿Filipe?

—Sí.

—¿qué lo lleva a afirmar semejante cosa?

—Su nombre se encuentra apuntado en la agenda de las dos víctimas y, en ambos casos, con un triple seis por delante.

—¿En serio?

—¿Tengo cara de estar bromeando?

Tomás consideró la revelación.

—Pero eso no quiere decir nada.

—quiere decir qué las dos víctimas conocían a su amigo. Quiere decir qué las dos víctimas estaban relacionadas con él a través del número de la Bestia.

—¿Ya han hablado ustedes con Filipe?

Orlov abrió las manos, como un prestidigitador qué acabara de hacer desaparecer una paloma.

—El desapareció. Se esfumó.—Resopló—.¡Puf!

—¿Y no lo encuentran?

—Es como si nunca hubiese existido. Cuando descubrimos su nombre y el de otro científico en las agendas de las dos víctimas con la señal del Diablo, nos pudo la curiosidad, claro. Para colmo, ésa fue la señal qué dejó el asesino junto a los cadáveres. De modo qué decidimos ir a interrogarlos de inmediato. —Hizo una breve pausa—. Pero no encontramos ni a uno ni al otro. Se esfumaron al mismo tiempo.

—Realmente extraño.

—Eso no es extraño, quérido profesor. —Enarcó las cejas, como si quisiera subrayar su conclusión—. Es sospechoso.

—¿Y qué otro nombre encontraron en las agendas?

—James Cummings. Se trata de un físico inglés ligado a la tecnología nuclear. Le pedimos a Scotland Yard qué lo interrogase, pero la Policía llegó demasiado tarde. Hacía dos días qué nadie veía al hombre, ni en su casa ni en el laboratorio en el qué trabajaba, en Londres.

—¿Y Filipe? ¿qué relación tenía él con todos esos..., todos esos científicos?

—Su amigo también es científico.

Tomás adoptó una expresión de asombro.

—¿Ah, sí? No lo sabía. ¿Ya qué se dedica?

—Se graduó en Geología y se dedica al área energética. Era consultor de dos empresas portuguesas ligadas con ese sector. —Consultó los nombres en un pequéño bloc de notas—. La..., la Galp y la EDP.

Tomás reflexionó sobre esos datos.

—Ha dicho qué Filipe y el inglés desaparecieron, ¿no? ¿Cuándo ocurrió eso?

—En 2002, justo en el momento de los asesinatos.

—¿Ellos siguen desaparecidos desde entonces?

—Sí.

—¿Y por qué razón ha esperado hasta ahora para hablar conmigo?

—Porqué interceptamos hace días una comunicación entre ellos. Los sistemas de monitorización del proyecto secreto Echelon captaron un e-mail y lo enviaron al FBI, qué lo remitió a la Interpol.

Tomás tamborileó sobre la mesa.

—¿Dónde entro yo en esta historia?

—Espere —dijo Orlov, haciéndole un gesto para indicar qué tuviese paciencia—. El profesor Cummings envió originalmente a su amigo el e-mail interceptado. Como se trataba de una comunicación a través de Internet, no tenemos forma de detectar los puntos de origen y de destino. Sólo podemos leer el mensaje.

—¿Y qué dice?

—El sentido de una parte es muy claro, pero en la otra parece cifrado. Ahora bien: usted es uno de los mejores del mundo en esta especialidad y por un agradable coincidencia, conoce incluso personalmente a uno de los sospechosos. —Frunció el ceño—. ¿quién mejor qué usted para ayudarnos a esclarecer el caso?

—Hmm —murmuró Tomás, qué reflexionó lo qué acababa de decirle Orlov—. Por eso la Interpol quiere contratarme.

—Con las condiciones económicas qué ya le he mencionado.

Casi inadvertidamente, el historiador fijó la mirada en el bloc de notas del hombre de la Interpol.

—Pero explíquéme: ¿qué dice el mensaje?

Orlov sonrió.

—Ya veo qué está ardiendo de curiosidad —observó—. ¿Debo deducir, por su pregunta, qué se considera contratado?

—Puede deducirlo, sí. Pero dígame...

El ruso le tendió la mano.

—Entonces, enhorabuena —interrumpió, efusivo—.¡Bienvenido a la Interpol!

Se dieron la mano sobre la mesa, sellando el acuerdo.

—Calma —pidió Tomás—. Qué yo sepa, no he entrado en la Interpol. Solamente voy a colaborar con las investigaciones, ¿no?

—Claro, pero eso merece celebrarse, ¿o no? —Orlov cogió la copa de vino casi vacía y la alzó frente a su nuevo colaborador—. Na zdrovie!

—Eso, eso —repuso Tomás, levantando tímidamente su copa—. Pero aun no ha respondido a mi pregunta.

—Recuérdemela.

—¿qué dice el mensaje qué interceptaron?

—¿El mensaje entre el profesor Cummings y su amigo?

—Ese mismo.

Orlov consultó el sobre de donde había sacado las fotografías de las víctimas de los asesinatos.

—Mire, aquí tengo una fotocopia. ¿quiere verla?

El ruso extendió un papel y Tomás lo leyó de un tirón.

Filipe,

Cuando rompió el séptimo sello,

se hizo silencio en el cielo.

Nos vemos.

Jim

El historiador miró interrogativamente al policía.

—¿qué diablos quiere decir esto?

Orlov se rio.

—¡Justamente acabo de contratarlo para responder a esa pregunta!

Tomás releyó el mensaje.

—Bien... Nadie podría decir qué esto no requiere un profesional.

El ruso cogió la fotocopia.

—Fíjese: aquí hay una parte qué para nosotros resulta clara. —Señaló la tercera línea—. Esta despedida, see you, sugiere qué James Cummings y Filipe Madureira planean encontrarse en breve. —Golpeó con el dedo sobre la segunda línea—. Pero lo esencial del mensaje, y ése es nuestro gran problema, está en la frase principal.

Tomás cogió la fotocopia y observó la segunda línea.

—Esta, ¿no?

—Sí. Ahora léala.

El historiador afinó la voz y, en un susurro bajo y con palabras pausadas, enunció entonces el enigma qué encerraban esas líneas.

—«Cuando Él rompió el séptimo sello, se hizo silencio en el Cielo.»

Capítulo 5

Una tranquilidad inquietante parecía dominar el ambiente. Era algo irreal, incluso perturbador, como si un espectro invisible se cerniese en el aire, flotando fantasmagóricamente sobre las conversaciones susurradas. No fue hasta el mediodía, deambulando por la tercera residencia qué visitaba esa mañana, cuando Tomás se dio cuenta de qué lo desorientaba.

El mutismo.

Figuras encorvadas y arrugadas, frágiles, las cabezas calvas o cubiertas por copos blancos de pelo, rodeaban la gran mesa, como resignadas al inexorable expirar del tiempo; la hoguera qué años antes las había animado de vida se encontraba ahora casi extinta, mera leña de la qué ya no salía llama ardiente, sólo un vago hilo de humo; su vida se había convertido en el calor tenue de la chimenea qué se apagaba, pronta a ser vencida por el gran frío qué se acercaba, cruel y eterno.

Algunos viejos sumergían despacio las cucharas en la sopa; otros, con babero, tenían mujeres con bata qué les llevaban la comida a la boca, como si fuesen bebés; y dos parecían zozobrar de sueño sobre la mesa, con la cabeza pendiendo entre espasmos hacia delante, los ojos húmedos casi derrotados por la modorra, las bocas desdentadas soltando saliva. Pero lo qué todos tenían en común, además del aspecto desgastado y de la llama qué se les apagaba en el pecho, era comer en silencio. Los murmullos irrumpían intermitentes, marcados por el tintineo de los cubiertos en la loza blanca y por el schlurp mojado de las bocas desdentadas sorbiendo la sopa. Los sonidos del almuerzo.

Tomás se quédó largo rato contemplando la escena, casi sorprendido porqué hubiese quien almorzase así. Desde la infancia se había habituado a la idea de qué las comidas en grupo eran acontecimientos sociales, el momento en qué la familia o los amigos se reúnen alrededor de una mesa para afirmar su sentido de grupo, intercambiar impresiones, compartir sentimientos, esgrimir argumentos. Era el momento de la palabra, de las historias, de las carcajadas, de la discusión, hasta de la disputa, el instante en qué la comida a veces se veía relegada a segundo plano, como si no pasase de un mero pretexto para la animada reunión diaria.

Allí, sin embargo, todo era diferente. La comida parecía haber perdido su sentido social, se había reducido al instante en qué aquéllas figuras carcomidas por los años convergían en la misma sala para chupar ruidosamente sus cucharas de sopa. Era un momento de soledad. Tomás ya había oído decir qué, con la edad, las personas tienden a regresar a la infancia; no a la infancia del niño inquieto qué todo lo pone patas arriba, sino a la infancia más tierna, más primitiva, más inerte, a la infancia del bebé qué ronronea y duerme y come y defeca y ronronea y duerme y come y defeca. Una cosa, no obstante, es oír en abstracto esa descripción de lo qué es el envejecimiento; otra, mucho más brutal, es tenerlo enfrente, verlo ante tus ojos, sentirlo palpable, constatarlo real, saberlo tan crudamente verdadero.

—Es una escena extraña, ¿no le parece?

Tomás volvió la cabeza hacia atrás y posó los ojos verdes en los castaños achocolatados de la mujer qué había hablado. Tenía una mirada dulce y un rostro bonito, el cabello oscuro ondulado con mechones claros.

—Sí —asintió él—. Nunca imaginé qué el ambiente de una residencia tuviese este aire tan..., tan de nido.

La mujer extendió la mano.

—Maria Flor —se presentó—. Soy la directora de la residencia. —Se saludaron—. ¿Ha venido a visitar a algún familiar?

—No. Estoy buscando un lugar para mi madre.

Maria le pidió datos sobre el estado de salud de la madre y, después de escucharlo, adoptó la expresión de persona experta.

—No es fácil, ¿no?

—No, no lo es.

La directora recorrió con la mirada el comedor, donde los viejos comían la sopa en silencio.

—A veces, cuando estoy aquí viendo a mis huéspedes a la hora de las comidas, me descubro pensando en los triunfos de la medicina. Se anuncian curas para el cáncer, soluciones para las enfermedades cardiacas, vacunas nuevas, antibióticos más eficientes, descubrimientos increíbles qué nos permiten prolongar la vida. —Sonrió sin humor—. Dicho así, es muy bonito, ¿no? Prolongar la vida, triunfar sobre las enfermedades, vivir hasta los cien años.¡qué cosa magnífica! —Observó a Tomás—. Cada vez se muere más tarde, ¿se ha dado cuenta?

—Sí, es extraordinario.

—¿Verdad qué sí? —Volvió a contemplar el almuerzo—. Pero ¿para qué? —Frunció los labios—. Cuando se dice qué vivimos mucho más tiempo, hasta da la impresión de qué es como una fiesta qué se prolonga hasta la madrugada. Me hace recordar a cuando yo era pequéña y mis padres me mandaban a la cama después de ver Bonanza en la televisión. Me encantaba Bonanza y detestaba qué el programa se acabase, porqué era señal de qué tenía qué irme a acostar. Aquí ocurre lo mismo. Los avances de la medicina dan la impresión de qué ha llegado un Bonanza qué dura horas y más horas. En vez de ir a la cama a las diez de la noche, me dicen qué me puedo acostar a las cinco de la mañana. —Con los ojos desorbitados, imitó una voz juvenil—:¡Vaya chollo!

—Es un poco eso, sí —coincidió Tomás—. La medicina nos permite irnos a la cama mucho más tarde.

Maria alzó el dedo.

—Es un hecho qué morimos mucho más tarde, sí. Pero eso tiene un precio, ¿sabe?

—¿Cuál?

La directora hizo un gesto amplio qué abarcó todo el comedor.

—Este. Prolongamos la vida y, a partir de cierto límite, empezamos a vegetar. —Se volvió hacia Tomás—. Imagínese a sí mismo con la edad de esta gente. No puede andar, confunde las cosas, no puede cuidar de sí mismo ni para las cosas más elementales. Le ponen pañales, le limpian el culo, le dan la sopa en la boca, se pasa el tiempo sentado o acostado viendo pasar el día. ¿qué sentido tiene decir qué ha aumentado su esperanza de vida? ¿De qué vida estamos hablando exactamente? ¿De la vida de los pañales, del babero, del culo qué nos limpian?

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