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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

El Sistema (5 page)

BOOK: El Sistema
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Yo, como muchas otras personas, fui sorprendido por el modelo económico implantado en Argentina por Carlos Menem, un hombre procedente del peronismo que alcanzó el poder con discursos que podrían haber sido calificados de populistas. Curiosamente, después de algunas vacilaciones iniciales, la política económica practicada por su Gobierno fue claramente dirigida al bien del país por encima de concesiones demagógicas que tan alto coste habían tenido para una nación tan potencialmente potente como es Argentina. Quizá lo más sorprendente fue el proceso de reclutamiento de personas capaces de implementar esta política.

Un país es siempre, al final, la calidad de sus dirigentes políticos, empresariales y sociales. Por ello parecía extraño que Menem, en un corto período de tiempo, dispusiera de ese capital humano de alta calidad y con capacidad de integrarse de modo inmediato en las tareas del Estado. La respuesta al interrogante fue la Fundación General Mediterránea. Seguramente existirán otras experiencias similares, pero no las conozco suficientemente.

Esta fundación había sido creada tiempo atrás por un conjunto de empresarios argentinos que habían decidido establecer un centro en el que se aunaran los empresarios y los profesores universitarios, conforme a un modelo de síntesis entre doctrina y realidad, entre práctica y teoría, entre experiencia real y modelos teóricos. Durante años de trabajo, este acercamiento produjo varios efectos: primero, un conjunto de personas bien formadas técnicamente que añadían a su bagaje intelectual una experiencia real y directa del mundo empresarial; segundo, una comprensión de la problemática del país distinta de la que puede tenerse desde una perspectiva exclusivamente profesoral o universitaria, y tercero, un capital humano de primera magnitud dispuesto, si fuera necesario, a trasladar al poder público sus conocimientos acumulados.

Eso fue lo que sucedió en Argentina: miembros destacados de la Fundación General Mediterránea asumieron funciones de Estado, con el resultado hasta ahora de todos conocido. Es importante resaltar que se trataba de personas que provenían del sector privado, de una experiencia que en su origen y financiación es sustancialmente privada y que refleja no solo un deseo de los empresarios de alcanzar una síntesis de doctrina y práctica, sino también, y sobre todo, el propósito de conseguir una definición clara de los problemas de su país con el deseo de aportar soluciones.

Este modelo no era en absoluto aplicable a España. En estos años he sentido cierta fascinación en averiguar a través de qué mecanismos se producía, en favor de un conjunto de personas, la autoatribución de ser el único centro de «inteligencia» económica del país. Es indudablemente cierto que el Servicio de Estudios del Banco de España ha producido un conjunto de personas de indudable valía profesional, y deseo que, en beneficio de nuestro país, este proceso continúe. Es comprensible, por otra parte, que incluso dentro de la dictadura ese acervo de inteligencia siguiera localizándose en una entidad que, por ser depositaria de la «confianza», por ser el centro de la «fiducia» sobre la que se construye la emisión de papel moneda nacional, tenía que tener necesariamente tintes de «independencia». Es posible —yo creo que seguro— que, en determinados momentos claves de la vida económica nacional, ese atributo de independencia no pasara de ser una manera formal de disfrazar la realidad, esa forma de contar adecuadamente una mentira para que sea apropiadamente digerida por la sociedad. Pero eso tampoco importa demasiado. Si tuviéramos que explicitar claramente las formalidades externas disociadas de las verdades materiales, probablemente tendríamos que poner en tela de juicio demasiadas partes sustanciales del modelo jurídicopolítico de nuestro país.

No me causa ninguna perturbación el admitir esa verdad formal. Incluso creo que es positiva, puesto que gracias a ella hemos conseguido disponer en España de un conjunto de personas que sin duda gozan de una alta cualificación técnica en el terreno profesional del análisis macroeconómico. Pero debería ser elemental que ese centro formal de independencia que es el Banco de España no dispusiera del monopolio de la verdad económica. Porque, en mi opinión, esta situación no ha resultado beneficiosa para nuestra sociedad. Algunas preguntas se vuelven obvias: ¿cómo es posible que las universidades o los foros empresariales no hayan sido capaces de producir personas que tuvieran atribuida por la sociedad cualificada al menos un nivel similar en la inteligencia nacional? ¿Por qué ningún centro privado ha conseguido que sus opiniones y documentos tengan un valor siquiera aproximado al que se atribuía a los provenientes del Sistema? ¿Qué grado de credibilidad se concedía a las opiniones emanadas desde la CEOE o de algunas de sus instituciones satélites? ¿Y a las personas individuales que no formaban parte de ese centro de «inteligencia»? Me parece claro que una mayor pluralidad de «centros de inteligencia» hubiera sido claramente positiva para el desarrollo de la sociedad española.

Por ello, después de analizar la experiencia de la Fundación General Mediterránea, traté de llevar a cabo en España algo parecido, porque creía que sería muy positivo para nuestro país. Contacté con el doctor Petrei, uno de los responsables de la creación y éxito de la Fundación General Mediterránea. Conversamos en Madrid y a ambos nos pareció muy importante reproducir aquí la experiencia. Pero llegó el momento más complejo: la identificación de las personas y entidades que podrían formar parte del proyecto. Pronto me di cuenta de que la tarea iba a resultar poco menos que imposible, puesto que los mecanismos de «inteligencia» y «ortodoxia» funcionaban como descalificadores ab initio de cualquier otra iniciativa que no apareciera desde el primer momento conectada al Sistema. Quizá se puede expresar algo más claramente: nadie se «atrevía» a financiar o formar parte de un proyecto así porque no disponía del «aval» de la «inteligencia».

En consecuencia, el esquema del que disponíamos en España era el siguiente: unas pocas personas tenían el monopolio de la inteligencia. Todas ellas pertenecían al sector público. Todas ellas se dedicaban al análisis macroeconómico desde una perspectiva profesoral, pero con un completo alejamiento de la realidad empresarial. Estas características han sido decisivas en estos años: si quienes han impartido el «dogma económico» hubieran tenido experiencia empresarial directa, hubieran sentido la responsabilidad de una cuenta de resultados, las angustias que en tantas ocasiones supone el dirigir un entramado empresarial, la importancia de arriesgar el capital propio en la evolución de un negocio, posiblemente su discurso habría sido mucho menos teórico, se habrían introducido factores microeconómicos en el análisis y las consecuencias para la economía española hubieran sido mucho más positivas.

LA «INTELIGENCIA» Y EL «PENSAMIENTO DE IZQUIERDA»

La inteligencia, en cuanto potencia del alma, existe en sí misma, pero su influencia social le es externa, tiene que serle atribuida. ¿
Cómo y por qué se produce ese efecto de atribución social que implica apropiarse del monopolio de la inteligencia?

La dictadura produjo en nuestro país efectos muy perversos en distintos órdenes. Uno de ellos fue asimilar el pensamiento de derecha al modelo autárquico-dictatorial y otro, el proceso de esterilización de iniciativas provenientes de la sociedad civil. Ambos fenómenos adquirieron tanta intensidad y fueron tan profundamente interiorizados que sus secuelas son aún perceptibles: el fermento autoritario sigue latente y vivo en el cuerpo social, incluso entre algunos que se declaran emocionalmente partidarios de un régimen democrático de convivencia.

En aquel marco se produjo un fenómeno que, a mi juicio, tuvo gran importancia: el alineamiento de la inteligencia con el pensamiento de «izquierda». El referente «izquierda» en los años sesenta-setenta era lo suficientemente amplio y de contornos tan poco nítidos como para convertirse en amalgama de un conjunto de personas que apenas tenían un denominador común distinto de la lucha por la democracia. Era, además, muy frecuente que esos impulsos hacia la libertad convivieran con una admiración profunda hacia el modelo de Estado del Bienestar. En aquellos años el clima universitario se sentía en gran medida fascinado por ese Estado que asume la carga de solventar los problemas de muchos a costa de ahogar, básicamente con el mecanismo tributario, las iniciativas creadoras de la sociedad. Este esquema de pensamiento tenía un punto de referencia concreto: el sistema sueco, considerado por muchos como el modelo idóneo de organización de la vida social.

Quienes fuimos críticos con aquella generalizada corriente ideológica no pretendíamos negar, como es obvio, la validez de las conquistas sociales, ni rechazar que en un sistema moderno todo individuo debe recibir ciertos niveles de seguridad. El problema se centraba en un dilema nunca suficientemente explicitado: tratar de encontrar el punto de equilibrio razonable entre seguridad y libertad, de tal forma que la apelación a la seguridad no acabara produciendo una pérdida real de iniciativas sociales que provocaran a largo plazo una mayor inseguridad real.

Quienes vivimos la universidad durante la última década del franquismo difícilmente olvidaremos el mayo del 68, que convulsionó en España algunos de los viejos esquemas. Una pequeña anécdota ilustrará sobre las razones para este recuerdo: el curso de tercero de Derecho había organizado en Deusto, exactamente por aquellas fechas, una especie de foro de discusión acerca del concepto de libertad y propiedad privada. El debate se planteó, teóricamente al menos, en términos intelectuales y no políticos. Pero era elemental que los posicionamientos políticos iban a dictar el curso del razonamiento intelectual. Yo fui uno de los intervinientes y defendí la propiedad privada, la libertad individual, la creatividad del individuo, al tiempo que manifestaba mi extrañeza ante las alabanzas que recibía un sistema que generaba un sector público asfixiante y un mecanismo tributario casi confiscador que podía producir el efecto de esterilizar la capacidad creadora del individuo.

Posiblemente fui el único en apuntar en esa dirección y lógicamente la protesta del auditorio fue sonora. Quizá fue imprudente exponer mis ideas cuando los vientos que soplaban desde Francia apuntaban radicalmente en dirección contraria. Pero eso era lo que creía y, por tanto, tenía dos opciones: hablar o no hablar; si decidía lo primero no había más alternativa que decir lo que realmente pensaba, al margen de que eso coincidiera o no con el torrente de pensamientos que estaba dominando la universidad de entonces.

Casi veinticinco años después, he tenido la ocasión de volver a repetir las mismas ideas. En estos momentos la sociedad española parece encontrarse mucho más receptiva a este tipo de planteamientos, aunque pesa tanto nuestra vieja tradición autoritaria que la asimilación de postulados liberales es, en muchos casos, estética, formal, epidérmica, de modo que, cuando se trata de aplicarlos al ejercicio del poder, reaparece esa tendencia autoritaria con adherencia de viejo despotismo ilustrado que parece enquistada en nuestro pensar colectivo.

Retomo el hilo de mi tesis tras esta digresión ocasional: en los últimos tiempos del franquismo, la «inteligencia» se alineaba con los postulados de «izquierda». El efecto derivado de ello, como explicaba anteriormente, fue desplazar el pensamiento de derecha hacia los confines de la dictadura, lo que provocó no solo un rechazo por sus posicionamientos ideológicos, sino también —y esto es lo que más importa a los efectos que ahora cuentan— un auténtico desprecio intelectual por sus postulados económicos. Esta me parece una clave de cierta importancia: confinando el pensamiento económico de la supuesta derecha en los absurdos límites de la autarquía, se iba configurando una atribución de la inteligencia hacia los pensadores de izquierda, que iban a recibir, de esta manera, el monopolio de lo intelectual, de lo serio, de lo profundo, construido todo ello más sobre el desprecio hacia otros que sobre la solidez argumental de lo nuevo. La frase de Sartre se hacía carne: «L’esprit est à gauche».

Consiguientemente, tanto aquellos que detentaban una militancia política en partidos de izquierda, como los que permanecían envueltos en la aureola de independencia que proporcionaba una institución tan capital como el Banco de España, vieron cómo la «lógica» de los acontecimientos caminaba en la dirección de atribuirles ese monopolio del pensamiento coherente, sobre todo en materia económica. De ahí a que los postulados de ese conjunto de personas tuvieran el tinte de «dogma» quedaba muy poco. Su producción intelectual comenzó a expresarse no en términos de premisas para una discusión, sino, sencillamente, en postulados que contenían la verdad absoluta. Sus ideas comenzaron poco a poco a transformarse en auténticas definiciones. De nuevo la tradición autoritaria, referida ahora al peligroso campo de la producción intelectual. Fueron proféticas aquellas palabras: «El intelectual para el cual la definición sustituye a la comprensión es despreciable».

2. LA «ORTODOXIA»

Dos cuestiones resultan para mí enigmáticas: primera, cuándo surge el atributo de la «ortodoxia»; segunda, por qué el cuerpo social español está dispuesto a admitirlo como una verdad incuestionable. Reflexionemos sobre lo primero. Teóricamente, el tinte de dogma que adquirían las «verdades» del pensamiento económico de este conjunto de personas debería ser suficiente. De hecho, independientemente de su adscripción a un determinado partido, cuando se produce la abrumadora victoria del Partido Socialista en el año 1982,
son los detentadores del dogma los que asumen la dirección económica del país, insisto, al margen de que estuvieran o no afiliados al partido vencedor en las elecciones
. Era tal el consenso en atribuir la «inteligencia» a ese grupo que no había otra alternativa. Ciertamente, la diferencia que existe con el modelo seguido en Argentina con la Fundación General Mediterránea es sencillamente abismal.

Lo razonable es que la alianza entre «inteligencia» y «poder» no necesitara de aditamentos especiales. Sin embargo, surgió esa tercera pata del proceso de dominación: la «ortodoxia». Comenzó a instalarse en nuestro país la idea de que los pensamientos de ese conjunto de personas no es que fueran correctos o incorrectos, positivos o negativos, eficaces o ineficaces, sino que eran «ortodoxos». Se abandonaron las escalas valorativas habituales para refugiarse en un concepto esotérico, alejado de la realidad: su pensamiento es «ortodoxo».

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