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Authors: Mario Conde

Tags: #Ensayo

El Sistema (7 page)

BOOK: El Sistema
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Lo que sí tuve fue la oportunidad de mantener un encuentro con Gorbachov. Fue una conversación corta, de apenas una hora, en la que fui interrogado acerca de las inversiones en la antigua Unión Soviética, el papel de la banca en un sistema de mercado y cuestiones similares. Cuando me preguntó cuál era, en mi opinión, el factor más desestabilizador en el proyecto de futuro de la antigua URSS, le respondí que el Tratado de la Unión. Creo que se quedó extrañado con la respuesta. Quizá hubiera esperado de mí una alusión al factor humano, la ausencia de equipos técnicos, la falta de cultura de mercado, etcétera. Por supuesto que todo ello me parecía importante, pero, al menos en mi opinión, subsistía el interrogante de cómo iban a ser tratadas las distintas «nacionalidades» que existían en el seno de un Estado tan policromo como la antigua Unión Soviética. Presentía que ahí residía un factor desintegrador de gran importancia. No estoy seguro de que Gorbachov le diera demasiada importancia a aquella opinión —lo cual, por otra parte, es lógico—, pero lo cierto es que el tiempo me dio la razón, al menos en parte.

En una de aquellas noches leí un libro que encontré en la biblioteca de la casa que me habían asignado, perteneciente al Partido Comunista y que, al parecer, había sido ocupada por Fidel Castro en sus visitas oficiales a la URSS. Me causó cierta impresión ver cómo el libro, escrito en español, comenzaba con una frase que decía algo así: «El triunfo de la revolución proletaria ya casi está con nosotros». Era antiestético mantener un libro así en aquella biblioteca cuando el fracaso del comunismo era tan evidente y la Unión Soviética iniciaba su andadura hacia la economía de mercado. Por eso me pregunté qué pensarían los intelectuales del modelo soviético. Recuerdo que tuve la ocasión de hablar con uno de los hombres de mayor prestigio en este terreno. En un acto de impertinencia, me atreví a preguntarle qué pensaba de sí mismo después de haber dedicado una vida entera a la defensa científica y fáctica de unos postulados políticos que eran exactamente los contrarios de los que ahora, por su pertenencia a un régimen que se transformaba, tenía que defender.

Guardó silencio un rato y luego me habló del pueblo en el que había nacido, en el que residían su familia y amigos que, siguiendo la vieja tradición de los cosacos, todavía bebían una copa de vodka antes de conocer a una mujer. Era evidente que el efecto de la caída del sistema no podía ser metabolizado fácilmente por los intelectuales ortodoxos del mismo. Solo quedaba refugiarse en «lo humano».

Pero continuemos. De la misma manera que el fracaso de la dictadura provocó el efecto de que la inteligencia fuera atribuida a los difusos postulados de izquierda, la caída del sistema soviético produjo un resultado similar respecto de los pensadores marxistas. Es cierto que el daño ha sido muy profundo. Es cierto que con el marxismo se ha esterilizado toda una generación de pensadores liberales. Es cierto que el prestigio lo retenían quienes razonaban en el difuso marco del materialismo histórico. Pero también lo es que no existe correlación entre la desaparición real de la influencia de esos intelectuales y la aparición de nuevos pensadores capaces de articular una respuesta coherente para el momento que nos toca vivir.

Desde que pronuncié aquellas palabras en el curso de tercero de Derecho en la Universidad de Deusto, he sentido, he vivido la experiencia de cómo una parte significativa de la intelectualidad española pensaba, razonaba, argumentaba y defendía posturas en las que de manera consciente o inconsciente subyacía un sustrato de pensamiento marxista. En muy pocas ocasiones he visto a intelectuales prestigiosos defender al hombre, utilizar su dimensión, pensar en términos de individuo. Siempre lo colectivo, lo global, lo abstracto. Incluso los teóricos de la economía eran capaces de escribir tratados en los que para explicar la realidad económica de un país se argumentaba con abstracciones y no se mencionaba nunca el término empresa. Solo muy recientemente y debido, sin duda, al fracaso económico, he podido escuchar a las autoridades económicas españolas comenzar a hablar de empresarios y de empresa.

Pero el Muro de Berlín había caído y el desastre, en tantos terrenos, era de una obviedad hiriente. Por ello, quienes asumieron la inteligencia por desprestigio de la dictadura corrían ahora el riesgo de perder lo conseguido si no transitaban de forma inmediata hacia la doctrina de la economía de mercado. Lo sorprendente del caso no es que lo intentaran. Lo llamativo es que lo consiguieron. La «inteligencia» al servicio de la propiedad pública de los medios de producción seguía siendo la misma, aunque ahora defendía la privatización de empresas públicas. La «inteligencia» al servicio del Estado como motor de la economía seguía siendo la misma, aunque postulando ahora el efecto motor de la iniciativa privada.

Muchos más ejemplos podrían traerse a colación.

A efectos del razonamiento que en estos momentos estamos desarrollando, lo importante es constatar cómo aquellos que se apropiaron de la inteligencia con postulados de izquierda por fracaso de la autarquía seguían ahora monopolizando la inteligencia tras el fracaso del colectivismo envolviendo sus ideas en el atributo de la ortodoxia. Claro que, de la misma forma que hay mucha diferencia entre un discurso leído y otro escrito, pensado y sentido por quien lo lee, el liberalismo de corte social asumido tácticamente por aquellos que nunca habían creído en él no solo provocaba una situación de difícil asimilación estética, sino que, además, podía producir efectos negativos para la sociedad.

Dado que los viejos dogmas habían sufrido un deterioro irreparable, era necesario asumir las nuevas tendencias como si hubieran sido propias. Pero es peligrosa para la sociedad la existencia de gobernantes que carecen de postulados políticos sólidos. El refugio en el formalismo no es precisamente el camino más apropiado para la acción de gobierno de un país. Pero posiblemente era inevitable que la «inteligencia ortodoxa» asumiera solo formalmente los postulados externos, la apariencia estética del movimiento liberal. Las palabras «mercado», «eficiencia», «liberalización» o «desregulación» comenzaron a formar parte del lenguaje de muchos personajes que apenas unos años antes hubieran sido posiblemente anatematizados por su utilización; y la sociedad española, más atenta en tantas ocasiones de su historia a lo externo que a lo profundo, a la forma que al fondo, al color que al diseño, aceptó que el hecho de que unas personas comenzaran a utilizar un lenguaje propio de una determinada posición ideológica implicaba, por sí solo, un convencimiento profundo.

No creo estar muy lejos de la verdad si afirmo que en este punto reside una de las claves por cuya virtud la sociedad española estuvo dispuesta a admitir la implantación de la «ortodoxia». Lo curioso es que no se diera cuenta de que la asunción de palabras no significa la comprensión de conceptos, sobre todo en política, en donde la palabra y la acción en muchas ocasiones poco tienen que ver.

Sin embargo, el lastre de la formación intelectual del pasado era tan potente que necesitaba exteriorizarse. A pesar de esa asunción formal de lo nuevo, la vieja costumbre de razonar instalada en lo abstracto seguía viva. Nuestro país se acostumbró a una jerga explicativa de la realidad económica en la que conceptos tales como inflación, déficit público, endeudamiento externo, tipos de interés y otros similares eran los parámetros básicos con los que medir no solo la situación económica, sino el estado general de una sociedad. Sería demagógico afirmar que no se trata de conceptos importantes, pero la cuestión no es esta; de lo que se trata es de decidir si deben ser o no los conceptos rectores de un modelo de política global.

No me refiero a la política económica, sino a la Política con mayúscula, al modelo de país, al diseño de una nación. Claro que es importante conseguir una determinada tasa reducida de inflación. Esto no lo discute nadie. De lo que no estoy seguro es de que el objetivo de la inflación baja deba ser la prioridad única de un modelo de nación, sobre todo de un país que después de arrastrarse tantos siglos bajo la tradición autoritaria tenía necesidad imperiosa de modernizarse, para lo que, sin duda, debíamos huir de políticas inflacionistas, pero era obligado perseguir también muchas cosas más. Y yo creo que algunos de los grandes objetivos del país no tenían prioridad política real.

Fue tal el efecto que produjo en la inteligencia la caída del Muro, que el lenguaje político se impregnó de un economicismo formal agobiante. Las intervenciones parlamentarias, incluso aquellas cuyo objetivo era debatir sobre el estado de la nación, revestían mayor semejanza con lecciones profesorales de macroeconomía que con una disección política de la situación global del país. Los efectos que de ello se derivaron fueron muy profundos. El manejo de un metalenguaje por parte de los políticos incomprensible para los ciudadanos y la percepción de que lo económico —explicado además de esta manera ininteligible— era lo único importante fueron creando un proceso de alejamiento entre la clase política y la ciudadanía, que es uno de los mayores problemas con los que se enfrentan las democracias actuales.

El problema no era solo de lenguaje. El asunto es más profundo y vuelvo a insistir sobre él: un razonamiento que, aunque fuera discutible, pertenecía a la órbita de lo técnico se había convertido en una de las más importantes categorías políticas para conducir a una nación. «Política es el arte de aplicar en cada época de la Historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible», dijo Cánovas. Esta frase tiene, a mi juicio, un gran componente de verdad. El ideal de modernización de la sociedad española era posiblemente demasiado intenso y excesivamente complejo como para ser alcanzado en poco tiempo, aunque seguramente no formaba parte de ese ideal la conversión al economicismo. Por otro lado, el tema no era tan difícil. Se trataba, simplemente, de situar a los medios en el nivel instrumental y a los objetivos reales en el plano de lo final. Olvidar lo último y convertir a los instrumentos en fines en sí mismos es sencillamente un error profundo.

La eficiencia es sin duda una herramienta de gestión empresarial. En ese entorno, la adopción de medidas que el funcionamiento eficiente de la empresa reclama se convierte en una necesidad y en un bien-en-sí. Podremos discutir si una determinada medida que persigue eficiencia a corto plazo puede ser eficiente o no a largo plazo, durante la vida de una organización; eso no invalida el razonamiento. Se trata, sencillamente, de un error de perspectiva. Lo que no debemos perder de vista es que cuando nos referimos a este término «eficiencia» estamos en presencia de una categoría instrumental aplicable en el mundo empresarial que también puede ser válida para organizaciones humanas ajenas a lo estrictamente económico. Pero extrapolarla hasta el extremo de convertirla en un principio rector de la política de un país no es simplemente un error, sino que puede conducir a una situación muy difícil.

EUROPA: REFERENTE Y COARTADA
A) LA FASCINACIÓN POR EL NOMINALISMO EUROPEÍSTA

Todos teníamos un cierto sueño por Europa. A la mayoría de quienes estuvimos en la universidad en los años sesenta nos unía un sentimiento común: el deseo de alcanzar la libertad, el que nuestro país pudiera ser homologable en términos de vida democrática con el resto de los países occidentales. Esta reflexión abstracta necesitaba de un referente concreto en el que situarse y así surgió el mítico papel de Europa. Ese era nuestro referente: alcanzar la libertad y la normalización democrática significaba recibir el título de europeos. Ciertamente, el simplismo del razonamiento implicaba olvidar tantos y tantos siglos de nuestra historia pasada en la que España no solo nunca había dejado de ser Europa, sino que formaba parte del núcleo de las naciones con poder decisorio. Pero siglos de Historia quedaban borrados en el subconsciente colectivo por años de un régimen político que nos había alejado no ya de Europa, sino de nosotros mismos.

Por tal motivo, el proceso de integración europea funcionaba como la materialización de un referente de libertad que muchos de los actores españoles que participaron de un modo u otro en él habían sentido durante años. Curiosamente, este mismo sentimiento existía en gran parte de la sociedad. España, según reflejaban las encuestas, era uno de los países europeos que manifestaba deseos más profundos de caminar hacia la construcción de Europa. Parece claro que ello no era debido a un análisis en profundidad de las ventajas e inconvenientes de nuestra integración europea, ni siquiera a una especie de conciencia de que el proceso era inevitable, sino que para el subconsciente colectivo de muchos españoles esa idea difusa e inconcreta de Europa seguía operando como referente de libertad.

Quizá en este punto se encuentre una de las claves para comprender cómo durante todos estos últimos años las actuaciones en materia de política económica han quedado subsumidas en ese proceso de construcción europea. Hoy es ya una verdad reconocida por muchos que hemos marginado la solución de los problemas auténticamente nuestros confiando en que quedarían automáticamente resueltos cuando el proceso europeo hubiera comenzado a marchar de forma más decidida. Por ello, en la mencionada conferencia de 1990 en la Fundación Canalejas dije estas palabras:

Las diferencias estructurales de las distintas economías no se encuentran siempre sincronizadas con la precisión que sería de desear, de forma tal que la política monetaria en una parte de Europa puede ocurrir que no sea la misma que la que necesiten otros. Por ello, en la homogeneización existe un riesgo de no dar la respuesta acertada a una economía como la española, que está lejos no sólo de la de Alemania sino también de la de Francia, y a la que le queda bastante camino por recorrer para acomodarse a los estándares europeos
.

Ninguna de estas reflexiones eran escuchadas desde el Sistema, sencillamente porque estaban en contradicción con alguno de los dogmas esenciales que habían sido vestidos con el ropaje de la ortodoxia. Con la perspectiva que proporcionan al análisis cuatro años, resulta difícilmente comprensible que las cosas fueran de ese modo, que no existiera debate sobre estas ideas, que se aceptaran aparentes verdades que la realidad diaria negaba ostensiblemente para todo el que quisiera observar objetivamente lo que sucedía.

Pero tampoco desde la sociedad civil se alzaron voces en esa dirección. Fueron muy escasos los especialistas que en aquellos días dedicaron algo de su tiempo e inteligencia a poner de manifiesto las profundas contradicciones que implicaba el criterio oficial, lo cual era sin duda preocupante. Y no solo por lo que ello significaba de estado o situación real de nuestra sociedad, sino porque, además, afectaba claramente al futuro del país.

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