El susurro del diablo (15 page)

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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

BOOK: El susurro del diablo
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—Firmad aquí… y aquí. ¿Habéis traído vuestros sellos
6
?

En un movimiento perfectamente acompasado, las dos chicas sentadas frente a Kazuko negaron con la cabeza. Una de ellas, cuya tez pálida le confería un aspecto enfermizo, no dejaba de apartarse del rostro un grasiento cabello. La otra padecía un grave caso de acné que le salpicaba toda la cara.

—Pues entonces, he de pediros vuestras huellas dactilares —prosiguió, esbozando la más radiante de las sonrisas para resaltar su cutis libre de impurezas—. Lo siento, pero os tendréis que manchar de tinta. —Ambas hicieron lo que se les pedía. Kazuko aguardó hasta que cumplieron con el requisito y, hecho esto, les tendió unas toallitas para que pudiesen borrar el rastro de tinta azul de sus dedos—. Muy bien. El contrato está completo. Tal vez os parezca algo caro, pero se trata de una cuota anual. Si hacéis cuentas, veréis que no os cuesta más que los productos de belleza que normalmente compráis. La transferencia es automática y solo asciende a diez mil yenes al mes. ¡Ni lo notaréis!

»También tengo un obsequio para vosotras. —Kazuko sacó dos vales de color verde claro del bolso y entregó uno a cada chica—. Un tratamiento especial en nuestro salón de belleza estética. No tiene fecha de caducidad, de modo que podéis ir cuando queráis. Hay masajes faciales y corporales en los que empleamos lo último en cremas de belleza. Queda entre nosotras, no le digáis a nadie que os los he dado solo por firmar el contrato. Se supone que no puedo regalarlos —aseguró, esbozando una sonrisa picara, como para que la confidencia sonara lo más honesta posible. Ellas se echaron a reír al unísono.

Kazuko sabía perfectamente que si esas chicas aparecían por el salón estético, dejarían de reír de inmediato. La invitación que les había regalado solo cubría el gasto de los albornoces, de uso obligatorio, y del refresco que les servirían en la sala de espera. Kazuko había omitido precisar que el vale no incluía los masajes.

Había avistado a las chicas deambular por la Sección de Cosméticos de unos lujosos grandes almacenes. Esta planta estaba plagada de tantos mostradores individuales cuantas marcas existían en el mercado de belleza. En cada uno de ellos aguardaba un asesor estético. Kazuko se había quedado rezagada atrás, sin perder de vista a sus presas mientras estas echaban un vistazo antes de dirigirse a otra zona de las galerías.

Abordó a sus objetivos e inició su charla comercial con tono suave y profesional, dejándolas suponer que ella también era asesora de belleza. Después, solo tuvo que acompañarlas del brazo hasta la elegante cafetería que quedaba al margen de la zona de ventas y, en cuestión de minutos, el trato quedó cerrado.

—Tenéis mucha suerte. Ambas poseéis unos rasgos preciosos —empezó Kazuko nada más acomodarse las tres en una mesa. Fingió estudiar sus caras con mucho interés—. Y es que claro, la fisonomía de un rostro traza el límite de nuestras competencias. Ni la cirugía plástica lo puede arreglar todo. Algunas de mis clientas tienen el mentón demasiado cuadrado… Menudo reto.

En este punto, Kazuko alzó la mirada al techo y las manos al aire, en un gesto de frustración. Las dos chicas no pudieron contener la risa.

—Cuando mujeres así piden mi ayuda, me da un apuro… Lo único que puedo aconsejarles es intentar disimular el problema con algo de maquillaje. ¿Qué fue de la mujer con semejante mentón? Ahora luce un aspecto mejorado. ¿Y qué hay de vosotras dos? Bien, os quedaréis de piedra cuando veáis el partido que podéis sacar a vuestra belleza.

Una vez que Kazuko hubo guardado las solicitudes, trípticos, datos bancarios y documentos con la debida autentificación aportada mediante huellas dactilares, tendió la mano hacia la cuenta. Pero, de súbito, se detuvo en seco y añadió:

—Tengo que marcharme. Aún he de ver a otras clientas. ¿Conocéis una agencia llamada HeartLux?

Las chicas negaron con la cabeza, con una chispa de curiosidad en la mirada.

—Se trata de una compañía que se fundó en Hollywood. Sus esteticistas trabajan con actrices y modelos. Las carreras de Brooke Shields y Phoebe Cates se dispararon cuando empezaron a beneficiarse del asesoramiento de los profesionales de HeartLux. Están a punto de abrir una sucursal en Japón, y yo…

—¿Va a trabajar con ellos? —preguntaron las chicas, boquiabiertas.

Kazuko se encogió de hombros con modestia. Siempre se andaba con cuidado para no meter la pata y arriesgarse a una denuncia por difamación.

—Voy a ver qué me ofrecen. Mi compañía presta más atención al cuidado de la piel que al maquillaje. Sin embargo, los productos de HeartLux son mejores. No estoy muy segura de qué decisión tomar.

—¡Debe de adorar su trabajo!

—He de admitir que es mucho más divertido que quedarse todo el día sentada en un despacho. —Una vez más tendió la mano hacia la cuenta.

Una de las chicas dudó un segundo antes de apresurarse a intervenir.

—No se moleste. Vamos a tomar algo de postre antes de marcharnos. —La vitrina que quedaba junto a la caja registradora ofrecía una colorida exposición de pasteles franceses.

—No puedo permitirlo —protestó Kazuko—. Al menos, dejad que pague mi consumición.

—Oh, no. Ya nos ha dado esos vales.

Kazuko les lanzó una sonrisa deslumbrante.

—¿Estáis seguras? Bueno, ¡pues muchísimas gracias! Con los productos que pronto recibiréis, ya no tendréis que privaros de los dulces. Así que, ¡disfrutad del postre!

Kazuko abrió de un empujón las puertas de cristal y se marchó. Antes de cruzar la carretera, se volvió sobre sí misma para despedirse de las chicas a través de la ventana. Una hizo una leve referencia, y la otra agitó la mano.

HeartLux no era más que un nombre que había memorizado aquella misma mañana en un anuncio del tren. ¿Quién iba a saber de qué se trataba? Y lo de marcharse a ver otros clientas también había sido un farol.

Los productos cosméticos que esas dos jóvenes acababan de contratar y por los que se comprometían a pagar doce mensualidades no tenían ningún componente más que las cremas y jabones alineados en las estanterías de cualquier supermercado. De los 240.000 yenes de cuota anual, Kazuko se quedaba con la mitad. La compañía para la que trabajaba, East Cosmetics Inc., era especialista en succionar el dinero como una aspiradora de alta potencia. Reflejo de ello era su organización: mientras las mujeres se hacían pasar por asesoras de belleza, los hombres vendían una línea de colchones de plumas «de lujo», así como extintores.

Kazuko acabó en East Cosmetics porque se hartó de su anterior trabajo. No tenía la determinación necesaria. Requería de una ingente cantidad de energía: se trataba de seducir a hombres que, agobiados por sus empleos, tenían pocas oportunidades de conocer a mujeres. El objetivo: lograr establecer la confianza justa para despojarlos de todos sus bienes. Tras cada cita, se veía abrumada. Se preguntaba cuánto tiempo más necesitaría hasta llegar a su fin, o incluso si el dinero que sacaría de sus «clientes» compensaba tantos esfuerzos. Mientras se encontraba con ellos, tenía que fingir estar pasándolo bien. Tenía que obligarse a creer que se estaba divirtiendo.

Era mucho más fácil timar al sexo débil. De tratarse de una partida de póquer, sería como jugar contra un adversario cuyas cartas fueran transparentes. Tanto daba que su rostro permaneciese inexpresivo porque si podías anticipar su jugada, tenías todas las de ganar. Y la partida nunca se alargaba demasiado…

Kazuko era muy buena en lo que hacía, y también poseía el talento interpretativo de una temible «amante de alquiler». Por lo pronto, había logrado engañarse a sí misma. Ganó muchísimo dinero y lo gastó a su antojo. Durante una temporada, viajó mucho al extranjero, dos veces al mes. Su pasaporte estaba lleno de visados, aunque ningún lugar de los que había visitado la había marcado demasiado.

Y tras cada viaje, regresaba a Tokio para seguir con los timos.

En un principio, tenía la intención de ahorrar el dinero suficiente como para abrir su propio negocio. Pero no era consciente de que para llevar a cabo su proyecto, necesitaba mucho dinero. Mucho más del que podría conseguir con un trabajo decente, y lo único cierto era que no soportaba la idea de tener un trabajo normal y corriente. Hacía mucho tiempo ya que se había dado cuenta de que una mujer en Tokio no podía aspirar sino a los mismos empleos tediosos de toda la vida.

Las compañeras que había conocido durante la entrevista para
Canal de Información
se nutrían de una motivación análoga. El dinero… Las ansias de escapar a un destino profesional ya trazado por otros. Las cuatro poseían una gran belleza, pero nada que les asegurase un futuro.

Yoko Sugano quería estudiar en el extranjero sin tener que contar con la ayuda económica de sus padres. En cuanto a Fumie Kato, había dejado su puesto en una tienda de ropa, cansada de estar de pie todo el día y cumplir con la dictadura de los objetivos de ventas. Por su parte, Atsuko Mita buscaba una vía de escape que le permitiera olvidarse de una vez por todas de la fiera competición a la que se veía sometida en la compañía de seguros donde trabajaba. Todas estaban decididas a salir de aquel círculo vicioso. Y el dinero iba a ofrecerles esa oportunidad.

Fueron a tomarse una copa, hablaron, rieron y se abrieron las unas a las otras. Lo justo. Tampoco eran capaces de hablar sin tapujos del oficio sin que ninguna, nerviosa, estallase en carcajadas. Pero sí, estaban orgullosas de hacer lo que hacían.

«Estas dos pueden permitirse el lujo de gastar 240.000 yenes sin pestañear», pensó Kazuko. Al menos, eso creyeron ellas durante la hora que pasaron con Kazuko. Y era esa ilusión lo que le allanaba el camino para sacarles el dinero.

Funcionaba igual que cuando ejercía de
amante temporal
. El mismo esquema que le permitía dejar a esos hombres víctimas del desamor hasta el cuello de deudas. Ellos también mantenían la ilusión de haber encontrado a alguien que les hacía felices. Creando este espejismo, Kazuko pudo estafarlos y conseguir lo que quería. Siempre estaba alerta, dispuesta a cortar la relación en cuanto percibía cualquier ápice de sospecha por parte de sus clientes, en cuanto se preguntaban por qué algo tan maravilloso les estaba sucediendo a ellos. De hecho, eso le había ocurrido en más de una ocasión.

Pero los clientes de Kazuko, en gran parte, eran unos ingenuos. Tanto que llegaba a ser exasperante. Eran como niños que aún creían en Santa Claus. Por esa misma razón, no le importaba en absoluto utilizarlos. Sabía que pronto se repondrían… Los despreciaba. Los odiaba a todos.

A primera hora de la tarde, Kazuko decidió dar su jornada por concluida. Le había tocado el premio gordo con aquellas dos memas y no quería tentar a la suerte. En la estación, se detuvo frente a una hilera de cabinas telefónicas. Contemplaba la idea de llamar a sus padres, y no tardó en descartarla. Le ponía los pelos de punta no saber lo qué había sucedido durante esas dos horas. ¿Qué diantres habría ocurrido desde el momento en que abandonó el velatorio de Yoko Sugano hasta que volvió en sí, y se encontró sentada en el tren de vuelta a Tokio? A punto estuvo de irse de la ciudad y regresar a casa de sus padres.

Kazuko nació y creció en una ciudad que quedaba a menos de una hora en tren. Su hermano y la mujer de este vivían con su madre en la casa familiar. La madre de Kazuko jamás iba a verla a Tokio, prefería mandar paquetes antes que hacer el viaje. Ella lo achacaba con amargura a la estrategia de su cuñada por mantener separadas a madre e hija.

Cada vez que llamaba a casa, su cuñada insistía en que fuera a hacerles una visita. «Deberías venir más a menudo a ver a tu madre. Tiene las piernas muy mal y es impensable para ella hacer el trayecto hasta allí. Sé que te echa de menos. ¿Por qué no te vienes aquí una temporada?», decía antes de colgar. Sin embargo, justo antes de que el auricular cayera sobre el teléfono, Kazuko distinguía el profundo suspiro que su cuñada dejaba escapar. Un suspiro que significaba mucho más que sus incesantes protestas sobre el trabajo que le daban los niños y el sinfín de tareas domésticas.

De ahí que decidiera no llamar. Estaba absorta en sus cavilaciones mientras caminaba entre la multitud, rumbo a su apartamento. Su vida carecía de algo que no le proporcionaron las miradas de asombro de esas dos chicas que se tragaron cada una de sus palabras. A modo de oración, rezó: «Ojalá fuera real lo de HeartLux. ¿No sería maravilloso que existiera de verdad?».

Para cuando Mamoru regresó a casa ya era de noche. Le pesaba la cabeza y le dolían las sienes. Por lo menos, no volvía con las manos vacías. La información que había conseguido era valiosa y jugaría a favor del tío Taizo, aunque no se sintiera en absoluto contento con ello. Yoko Sugano escapaba de alguien la noche en la que la atropello el taxi. Quizás intentara huir de sí misma. Mamoru ya se figuraba que podían ser muchas las razones que la empujaron a salir corriendo aquella noche.

Pero había muerto. Nada podía salvarla, era imposible rebobinar la cinta hasta antes del accidente. Lo que había averiguado en las últimas veinticuatro horas, de salir a la luz, supondría una condena de muerte póstuma. Mamoru quería ayudar a su tío sin tener que recurrir a esa información y mancillar así la memoria de Yoko. Todo el camino de regreso a casa, estuvo pensando en las alternativas.

—¡Estoy en casa! —En cuanto Mamoru puso un pie dentro, alguien se le acercó corriendo por el pasillo. Era Maki, de vuelta tras su breve fuga. Se le lanzó a los brazos—. ¡Espera un momento! ¿Qué ha pasado? —preguntó el chico, conmocionado.

Maki lo sujetaba por el cuello de la camisa y no podía dejar de llorar. Por fin, Yoriko apareció, con la mitad de la cara cubierta por una venda, y la otra mitad luciendo una sonrisa.

—Recibimos una llamada del señor Sayama poco después de que llegara a casa esta mañana. Ha aparecido un testigo.

Maki se enjugó la cara con la camisa de Mamoru, y finalmente se encontró la voz.

—Alguien presenció el accidente. Dice que el semáforo de papá estaba en verde, y que la señorita Sugano se le echó encima. —Maki agarró a su primo por el brazo y lo zarandeó mientras repetía—: ¿Me estás escuchando? Alguien estaba allí. Alguien que lo vio todo. ¡Tenemos un testigo!

Capítulo 4
Efecto en cadena

Una y otra vez, una y otra vez.

El interrogatorio policial se repetía implacable, sin darle tregua. Se sentía como un actor mediocre al que obligaban a repetir varias veces la misma escena hasta que alguien decidía que ya era suficiente.

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